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Jakub se acercó a la ventana y la abrió. Pensaba en la tableta azul pálido y no podía creer que de verdad se la hubiera dado ayer a aquella mujer desconocida. Miró el azul del cielo y aspiró el aire fresco de la mañana otoñal. El mundo que veía a través de la ventana era normal, sereno, natural. La historia del día anterior con la enfermera le parecía absurda e improbable.

Cogió el teléfono y marcó el número de la Casa de Baños. Pidió que le pusieran con la enfermera Ruzena en la sección de mujeres. Esperó durante un largo rato. Después oyó una voz de mujer. Repitió que quería hablar con la enfermera Ruzena. La voz le respondió que la enfermera Ruzena estaba ahora en la piscina y que no podía ponerse. Dio las gracias y colgó.

Sintió un enorme alivio: la enfermera vive. Las tabletas del tubo se toman tres veces al día, debió habérselas tomado ayer por la noche y hoy por la mañana y, por lo tanto, hacía tiempo que había tomado aquella tableta. De pronto lo vio todo con claridad: la tableta azul pálida que llevaba en el bolsillo como garantía de su libertad era una estafa. Su amigo le había regalado la tableta de la ilusión.

Dios mío, ¿cómo es posible que nunca se le hubiese ocurrido? Volvió a acordarse de aquel lejano día en que le pidió al amigo el veneno. Acababa de salir de la cárcel, y ahora entiende, desde una perspectiva de muchos años, que cualquiera tenía que pensar que su petición no era más que un gesto teatral con el que pretendía llamar retrospectivamente la atención sobre los padecimientos que había sufrido. Pero Skreta le prometió sin vacilar lo que le pedía y unos días más tarde le trajo una reluciente tableta azul pálido. ¿Para qué iba a vacilar y a tratar de convencerle de algo? Actuó con mucho mayor astucia que los que rechazaron su petición. Le dio una inofensiva ilusión de tranquilidad y seguridad, y además se ganó con ello su amistad de por vida.

¿Cómo es posible que nunca se le hubiera ocurrido? Ya entonces le pareció un poco raro que Skreta le diera el veneno en forma de una píldora corriente, de producción industrial. Sabía, eso sí, que como bioquímico tenía acceso a los venenos, pero no entendía cómo podía disponer de las máquinas con las que se hacían los comprimidos. Pero no pensó en ello. Aunque dudaba de todo, creía en la tableta como en el Evangelio.

Claro que ahora, en un momento de gran alivio, le estaba agradecido al amigo por su impostura. Estaba feliz de que la enfermera viviese y de que toda aquella absurda historia de ayer no fuese más que una pesadilla y un mal sueño. Pero no hay nada en el mundo que dure demasiado y, tras las menguantes olas de la sensación de alivio, llegó la débil vocecilla de la lamentación:

¡Qué ridículo! ¡La tableta que llevaba en el bolsillo le otorgaba a cada uno de sus pasos un patetismo teatral y le permitía convertir su vida en un grandioso mito! Estaba convencido de llevar la muerte en el sedoso papelillo y en vez de eso no llevaba más que la callada risa de Skreta.

Jakub sabía que, al fin y al cabo, su amigo había actuado bien, sin embargo le parecía que aquel Skreta al que amaba se había convertido de pronto en un médico corriente, como los hay miles. Y es que aquella naturalidad con la que le había confiado el veneno sin vacilar lo convertía en una persona totalmente distinta a las que Jakub conocía. En su actitud había algo inverosímil. Actuaba de un modo diferente a como suelen actuar unas personas con otras. No se le había ocurrido pensar que Jakub pudiera hacer mal uso del veneno en un ataque de histeria o de depresión. Se dirigía a él como a un hombre que es plenamente dueño de sí mismo y no tiene debilidades humanas. Se relacionaban entre sí como dos Dioses que se ven obligados a vivir entre la gente —¡y eso era hermoso!—. Había sido inolvidable. Y de pronto había desaparecido.

Jakub miró el azul del cielo y se dijo: «Hoy me ha dado alivio y tranquilidad. Y al mismo tiempo me ha privado de sí mismo, de mi Skreta».