Ruzena se despertaba siempre a las cinco y media. Ese día, aunque se había quedado dormida tan a gusto, el sueño tampoco duró más. Se levantó, se vistió y entró después de puntillas en la pequeña habitación contigua.
Bertlef yacía de lado, respiraba profundamente, y el cabello, que durante el día llevaba cuidadosamente peinado, estaba revuelto y dejaba al descubierto la piel desnuda del cráneo. Cuando dormía, su cara parecía más gris y envejecida. En la mesilla de noche había varios frascos de medicamento que a Ruzena le recordaron un hospital. Pero nada de eso le importaba. Le miró y sintió que las lágrimas afloraban a sus ojos. No había conocido noche más hermosa que la pasada. Sentía un extraño deseo de arrodillarse ante él. No lo hizo, pero se agachó y le besó con suavidad en la frente.
Cuando estaba ya en la calle y se aproximaba a la Casa de Baños, Ruzena vio a Franstisek que venía hacia ella.
Ayer mismo aquel encuentro la hubiera puesto nerviosa. Aunque amaba al trompetista, Frantisek significaba mucho para ella. Formaba con Klima una pareja inseparable. Uno significaba lo vulgar, el otro el sueño, uno la quería, el otro no, de uno quería escapar, al otro lo deseaba. Cada uno de ellos determinaba el sentido de la existencia del otro. Cuando decidió que estaba embarazada de Klima, no borró a Frantisek de su vida; por el contrario, fue Frantisek quien la llevó a tomar esa decisión. Estaba en medio de los dos hombres como en medio de los dos polos de su vida; eran el norte y el sur de su planeta y ella no conocía otro planeta más que aquél.
Pero esta mañana había comprendido de pronto que aquél no era el único planeta habitable. Comprendió que era posible vivir sin Klima y también sin Frantisek; que no había motivo para darse prisa; que había tiempo de sobra; que era posible dejarse conducir por un hombre sabio y maduro fuera de aquel territorio maldito donde se envejecía tan aprisa.
—¿Dónde pasaste la noche? —le espetó.
—¿A ti qué te importa?
—Fui a tu casa. No estabas.
—No es asunto tuyo dónde haya estado —dijo Ruzena y, sin detenerse, se dirigió a la entrada de la Casa de Baños—. Y no me sigas. No quiero que me sigas.
Frantisek se detuvo delante de la Casa de Baños y, como le dolían los pies después de haberse pasado la noche andando, se sentó en un banco desde el cual podía observar la entrada.
Ruzena subió corriendo por la escalera, en el primer piso entró en una amplia sala de espera junto a cuyas paredes había bancos y sillones para los pacientes.
Delante de la puerta de su sección estaba sentado Klima.
—Ruzena —se levantó mirándola con ojos de desesperación—, por favor. Por favor, sé razonable y vayamos juntos allí.
Su angustia estaba al desnudo, desprovista de toda la demagogia amorosa que tanto esfuerzo le había costado los días precedentes.
Ruzena le dijo:
—Quieres librarte de mí.
Él se asustó:
—No quiero librarme de ti. Al contrario. Todo esto es para que podamos querernos aún más.
—No mientas —dijo Ruzena.
—Ruzena, ¡por favor! ¡Habrá una desgracia si no vas!
—¿Quién dijo que no iré? Pero nos quedan tres horas. No son más que las seis. ¡Vete tranquilamente a dormir con tu mujer!
Cerró la puerta tras de sí, se puso la bata blanca y le dijo a la cuarentona:
—Hazme el favor, a las nueve voy a tener que salir. ¿Puedes ocuparte de esto durante una hora?
—Así que te has dejado convencer —dijo la compañera en tono de reproche.
—No me he dejado convencer. Me he enamorado —dijo Ruzena.