No había nada que jamás hubiera deseado menos que hacer el amor con esta muchacha. Deseaba darle felicidad y rodearla de bondad, pero aquella bondad no sólo no debía tener nada que ver con el deseo amoroso, sino que lo excluía directamente, porque pretendía ser pura, desinteresada y separada de cualquier placer.
¿Pero qué podía hacer ahora? ¿Debía rechazar a Olga para que su bondad fuese inmaculada? Sabía que no podía hacerlo. Su rechazo hubiese herido a Olga y probablemente la hubiese dejado marcada por mucho tiempo. Comprendió que debía beber el cáliz de la bondad hasta el fondo.
Y cuando de pronto se quedó desnuda ante él, pensó que su cara era fina y agradable. Pero el consuelo era pequeño si la veía en conjunto con el cuerpo, que parecía un tallo largo y delgado sobre el que estaba colocada una flor de larga cabellera, desproporcionadamente grande.
Pero cualquiera que fuese su aspecto, Jakub sabía que no tenía escapatoria. Además sintió que su cuerpo (aquel cuerpo esclavo) ya estaba de nuevo completamente listo para elevar su dispuesta lanza. Sin embargo, le pareció que su excitación tenía lugar en alguna otra persona, lejos, fuera de su alma, como si él mismo no participase de su excitación y como si en silencio sintiese desprecio por aquella excitación. Su alma estaba lejos de su cuerpo y estaba llena de pensamientos sobre un veneno en un bolso ajeno. Lo único que hacía era registrar que, lamentablemente, el cuerpo se lanzaba ciega y desconsideradamente en pos de sus insignificantes intereses.
Y en ese momento se le pasó por la cabeza un recuerdo que duró un segundo: Tenía alrededor de diez años cuando se enteró de cómo nacían los niños y desde entonces aquella imagen lo perseguía cada vez más, a medida que con los años iba conociendo mejor la materia concreta del organismo femenino. Desde entonces se imaginaba con frecuencia su nacimiento; se imaginaba el cuerpecito pasando por ese túnel estrecho y húmedo, su boca y su nariz llenas de esa extraña mucosidad; se imaginaba que estaba todo untado y señalado por ella. Sí, aquella mucosidad femenina le había dejado señalado, para poder ejercer su poder sobre Jakub durante toda su vida, para poder tener derecho a que acudiese a su llamada en cualquier momento y a darles órdenes a los extraños mecanismos de su cuerpo. Todo aquello le producía repugnancia y se resistía a aquella servidumbre negándose, al menos, a entregarle su alma a las mujeres, defendiendo su libertad y su soledad, limitando el dominio de la mucosidad sólo a ciertas horas de su vida. Sí, quizá por eso quería tanto a Olga, porque para él estaba más allá de la frontera del sexo, porque estaba seguro de que nunca le recordaría, con su cuerpo, la humillante manera en que había nacido.
Se esforzó por apartar aquellos pensamientos, porque entretanto la situación en el diván evolucionaba con rapidez y en unos instantes él debía penetrar en el cuerpo de ella y no quería hacerlo pensando en el asco. Se dijo a sí mismo que aquella mujer que se le abría era el ser al que dedicaba el único amor limpio de su vida y que, si hace ahora el amor con ella, es sólo para que sea feliz, para que esté satisfecha, para que esté orgullosa de sí misma y alegre.
Y luego se quedó sorprendido de su propia actitud: se movía encima de ella como si se balancease sobre las olas de la bondad. Se sentía feliz, estaba a gusto. Su alma se había identificado humildemente con la actividad de su cuerpo, como si hacer el amor no fuera más que la expresión corporal de un amor bondadoso, de un sentimiento puro hacia el prójimo. No había ya obstáculo alguno, nada que sonase con tono falso. Estaban estrechamente abrazados y sus respiraciones se confundían en una.
Fueron unos minutos hermosos y prolongados y después Olga le dijo al oído una palabra lasciva. Se la susurró una vez y luego otra y otra más, excitada ella misma por esa palabra.
Y entonces las olas de la bondad se abrieron de pronto, y Jakub se encontró con la chica en medio del desierto.
No, otras veces, cuando hacía el amor, no tenía nada en contra de las palabras lascivas. Despertaban en él la sensualidad y la crueldad. De ese modo las mujeres se volvían agradablemente ajenas para su alma y agradablemente apetecibles para su cuerpo.
Pero la palabra lasciva en boca de Olga destruyó de pronto toda la dulce ilusión. Le despertó del sueño. La nube de bondad se dispersó y de pronto se encontró con Olga entre sus brazos tal como la había visto un rato antes: con la gran flor de la cabeza, bajo la cual tiembla el delgado tallo del cuerpo. Aquel ser conmovedor se comportaba provocativamente como una furcia, sin dejar de ser conmovedora, de modo que las palabras lascivas tenían un sonido cómico y triste.
Pero Jakub sabía que no podía permitir que nada de aquello se notase, que tenía que aguantar, que tenía que beber y seguir bebiendo del amargo cáliz de la bondad, porque aquel abrazo absurdo era su única buena obra, su única redención (no había dejado de recordar, ni por un momento, el veneno en el bolso ajeno), su única salvación.