Fueron por el mismo camino que Bertlef con Ruzena y Jakub con Olga, subiendo las escaleras hasta el primer piso y, después, siguiendo la alfombra roja de felpa hasta el final del pasillo, que terminaba en la amplia puerta que conducía al apartamento de Bertlef. A la derecha estaba la entrada de la habitación de Jakub, a la izquierda la que el doctor Skreta le había prestado a Klima.
Al abrir la puerta y encender la luz, registró la rápida mirada inquisitiva que Kamila había echado a la habitación: sabía que estaba buscando las huellas de alguna mujer. Ya conocía aquella mirada. Lo sabía todo acerca de ella. Sabía que la amabilidad con la que le hablaba no era sincera… Sabía que había venido para espiarle y sabía que fingiría que había venido para darle una alegría. Y sabía que ella también notaba perfectamente su angustia y que estaba segura de haberle estropeado algún plan amoroso.
—Querido, ¿de verdad no te molesta que haya venido? —dijo.
Y él:
—¿Cómo me iba a molestar?
—Tenía miedo de que te sintieses triste.
—Estaba triste porque no estabas tú. Me alegré tanto cuando te vi aplaudir junto al escenario.
—Estás un poco cansado. ¿O te pasa algo? —preguntó.
—No, no me pasa nada. Sólo estoy cansado.
—Estás triste porque estabas rodeado de hombres y eso te deprime. Pero ahora estás con una mujer guapa. ¿No soy una mujer guapa?
—Sí, eres una mujer guapa —dijo Klima y éstas fueron las primeras palabras sinceras que había dicho ese día.
Kamila era maravillosamente guapa y Klima sentía un dolor enorme al saber que aquella belleza estaba en peligro. Pero aquella belleza le sonrió y empezó a desnudarse ante él. Miraba su cuerpo, que se desnudaba, como si estuviera despidiéndose de él. Los pechos, esos hermosos pechos, limpios e inmaculados, la cintura estrecha, el pubis, por el que acababan de deslizarse las bragas. La miraba con la nostalgia con que se mira un recuerdo. Como a través de un cristal. Como a distancia. La desnudez de ella estaba tan lejana que no sentía la menor excitación. Y a pesar de eso bebía aquella imagen con mirada ávida. Bebía aquella desnudez como el condenado a muerte bebe su última copa. Bebía aquella desnudez como bebemos el pasado perdido y la vida perdida.
Kamila se le aproximó:
—¿Qué? ¿Te vas a quedar vestido?
No tenía más remedio que desnudarse y estaba tremendamente triste.
—No pienses que tienes derecho a estar cansado ahora que he venido a verte. Tengo ganas de ti.
Sabía que no era verdad. Sabía que Kamila no tenía el menor deseo de hacerle el amor y que, si se esforzaba por provocarlo, era sólo porque veía su tristeza y se la atribuía al amor por otra mujer. Sabía (¡Dios mío, cómo la conocía!) que con su incitación quería comprobar hasta qué punto estaba ocupado pensando en otra mujer y que deseaba torturarse con la tristeza de él.
—Estoy realmente cansado —dijo.
Ella le abrazó y le condujo a la cama:
—Ya verás cómo te quito el cansancio —dijo ella y empezó a jugar con su cuerpo desnudo.
Yacía como en una mesa de operaciones. Sabía que todos los esfuerzos de su mujer serían vanos. Su cuerpo se encerraba en sí mismo, se metía hacia adentro y no había en él la menor capacidad de expansión. Kamila recorría con la boca húmeda todo su cuerpo y él sabía que quería torturarlo, y torturarse a sí misma, y la odiaba. La odiaba con toda la dimensión de su amor: había sido ella misma, con sus celos, con su manía de espiarlo, con su desconfianza, había sido ella misma, con su visita de hoy, la que había hecho que todo se perdiera, que su matrimonio estuviera minado por una carga situada en un vientre ajeno, una carga que explotaría dentro de siete meses y lo barrería todo. Había sido ella misma la que, con su miedo despavorido a perder el amor de él, lo había destruido todo.
Ella apoyó la boca contra su pubis y él sintió que su miembro se encogía bajo sus roces, que escapaba de ella, que era cada vez más pequeño y estaba cada vez más angustiado. Y sabía que Kamila veía en la falta de apetito de su cuerpo la dimensión de su amor por otra mujer. Sabía que estaba sufriendo terriblemente y que, cuanto más sufriera ella, más lo haría sufrir a él y más acariciarían los labios húmedos de ella su cuerpo inerme.