Una risa forzada en la cara y angustia dentro de sí era lo que tenía la señora Klima mientras trataba de llegar hasta su marido en el camerino. Le horrorizaba ver la verdadera cara de su amante. Pero allí no había amante alguna. Había, eso sí, un par de chicas pidiendo autógrafos a Klima, pero comprendió (era observadora como un gavilán) que ninguna de ellas le conocía personalmente.
Sin embargo, estaba segura de que había alguna amante en las proximidades. Lo supo por la cara de Klima, que estaba pálido y ausente. Le sonreía a su mujer con la misma falta de naturalidad con la que ella le sonreía a él.
Con una reverencia la saludaron el doctor Skreta, el farmacéutico y algunas otras personas, probablemente médicos acompañados de sus esposas. Alguien propuso que fueran a sentarse al único bar nocturno del lugar, que estaba enfrente. Klima se disculpó alegando cansancio. A la señora Klima se le ocurrió que la amante le esperaba en el bar y que por eso se negaba a ir. Y como la desgracia le atraía como un imán, le pidió que fuera, a pesar del cansancio, que le daría una alegría.
Pero en el bar no había ninguna mujer de la que pudiera sospechar que tuviera algo que ver con él. Se sentaron junto a una mesa grande. El doctor Skreta estaba muy conversador y elogiaba al trompetista. El farmacéutico estaba pletórico de una tímida felicidad que no sabía expresarse. La señora Klima trataba de estar alegre, conversadora y simpática:
—Doctor, ha estado usted maravilloso —le dijo a Skreta—. Y usted también, señor. Y el ambiente era directo, alegre, despreocupado, mil veces mejor que en los conciertos de la capital.
Sin necesidad de mirarlo, ni por un instante dejaba de observarlo. Sentía que estaba tratando de ocultar con todas sus fuerzas su nerviosismo y que procuraba decir algo de vez en cuando, para que no se notase que estaba como ausente. Estaba claro que ella le había estropeado algo y que no era algo sin importancia. Si se hubiese tratado de una aventura corriente (Klima siempre le juraba que nunca podría enamorarse de otra mujer), no habría caído en una depresión tan profunda. No había visto a su amante, pero creía ver su enamoramiento (un enamoramiento que le hacía sufrir y le desesperaba) y esa visión era para ella aún más torturante.
—¿Qué le ocurre, señor Klima? —le preguntó el farmacéutico, que era tan amable y atento como silencioso.
—Nada, nada, absolutamente nada —se asustó Klima—. Me duele un poco la cabeza.
—¿Quiere una pastilla? —preguntó el farmacéutico.
—No, no —respondió el trompetista—: Pero me tendrán que perdonar si nos vamos un poco pronto. Estoy realmente muy cansado.