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Estaban sentados en la habitación de Jakub, Olga hablaba de algo y Jakub se decía que aún estaba a tiempo. Podía volver al Edificio Marx y, si ella no estuviera allí, podía entrar al apartamento de Bertlef, aquí al lado, y preguntarle si sabía algo de la chica.

Olga hablaba de algo y mientras tanto él imaginaba la lamentable escena en la que le explicaba algo a la enfermera, tartamudeaba, buscaba excusas y se disculpaba y trataba de obtener de ella el tubo de pastillas. Pero entonces, de pronto, como si estuviera fatigado de aquellas imágenes contra las que llevaba luchando varias horas, sintió que lo invadía una intensa indiferencia.

No era una indiferencia producto del cansancio, era una indiferencia consciente y agresiva. Jakub se dio cuenta de que le daba lo mismo que aquel ser de pelo amarillo viviese o no, y de que no hubiera sido más que una simulación y una comedia indigna el intentar salvarla. Que de ese modo estaría engañando al que le ponía a prueba. Porque el que le pone a prueba (Dios, que no existe) quiere saber cómo es de verdad Jakub y no lo que aparenta. Y Jakub decidió ser sincero con él; ser quien de verdad era.

Estaban sentados en dos sillones, uno frente a otro, y entre ellos había una mesilla. Y Jakub vio que Olga se inclinaba por encima de aquella mesilla hacia él y oyó su voz:

—Quisiera besarte. ¿Cómo es posible que nos conozcamos desde hace tanto tiempo y nunca nos hayamos besado?