En la mesilla del apartamento de Bertlef había varias botellas juntas, adornadas de hermosas etiquetas con nombres extranjeros. Ruzena no entendía de bebidas caras y pidió un whisky sólo porque no sabía los nombres de las demás.
Mientras tanto su entendimiento trataba de divisar algo a través del velo del encantamiento y de orientarse en aquella situación. Le preguntó varias veces por qué había ido hoy a buscarla, si en realidad no la conocía.
—Quiero saberlo —repitió—, quiero saber por qué se ha acordado de mí.
—Hace mucho tiempo que quería hacerlo —respondió Bertlef sin dejar de mirarla a los ojos.
—¿Y por qué lo hizo precisamente hoy?
—Porque todo tiene su tiempo. Y el nuestro ha llegado hoy.
Aquellas palabras sonaban misteriosas, pero Ruzena sentía que eran de verdad. Su situación ya se había vuelto hoy tan insoportable que realmente algo tenía que pasar.
—Sí —dijo pensativa—, hoy ha sido un día especial.
—Usted sabe muy bien que he llegado justo a tiempo —dijo Bertlef con voz aterciopelada.
Una sensación de alivio confusa e inmensamente dulce se apoderó de Ruzena: sí, Bertlef ha aparecido precisamente hoy, eso quiere decir que todo lo que ocurre está dirigido por alguien y que ella puede respirar con alivio y ponerse en manos de esa fuerza superior.
—Sí, ha llegado justo a tiempo —dijo ella.
—Ya lo sé.
Sin embargo, seguía habiendo algo que se le escapaba:
—¿Pero por qué? ¿Por qué ha venido?
—Porque la quiero.
La palabra «quiero» apenas se oyó, pero toda la habitación estaba de pronto llena de ella.
La voz de ella también se había vuelto más queda:
—¿Usted me quiere?
—Sí, la quiero.
Aquella palabra también había sido pronunciada por Frantisek y por Klima, pero hasta ahora no la había visto tal como era cuando llegaba sin que se la hubiera llamado, inesperadamente, cuando estaba desnuda. Había llegado como un milagro. Era absolutamente inexplicable, pero le parecía aún más real, porque las cosas más esenciales aparecen en el mundo sin explicación y sin motivo, son ellas mismas su propia causa.
—¿En serio? —preguntó, y la voz de ella, otras veces demasiado alta, sonaba ahora como un murmullo.
—En serio.
—Si soy una chica corriente.
—No lo es.
—Lo soy.
—Es hermosa.
—No lo soy.
—Es tierna.
—No lo soy —hizo un gesto de negación con la cabeza.
—Irradia usted amabilidad y bondad.
—No, no, no —negaba con la cabeza.
—Yo sé cómo es. Lo sé mejor que usted.
—No sabe nada.
—Lo sé.
La confianza que se desprendía de los ojos de Bertlef era como un baño mágico y Ruzena deseaba que aquella mirada, que la inundaba y la acariciaba, durase lo más posible.
—¿De verdad que soy así?
—De verdad. Lo sé.
Aquello era hermoso como el vértigo: sentía que a sus ojos era delicada, tierna, pura, se sentía espléndida como una reina. Se sintió de pronto como si estuviera toda repleta de miel y de hierbas aromáticas. Se gustaba a sí misma hasta el enamoramiento. (Dios mío, eso era algo que jamás le había sucedido, ¡gustarse tanto a sí misma!).
—Pero si usted ni me conoce —siguió replicando.
—La conozco desde hace mucho tiempo. Hace mucho tiempo que me fijo en usted y usted ni siquiera lo sabe. La conozco de memoria —tocaba con los dedos su cara—: Su nariz, su sonrisa, dulcemente dibujada, su pelo…
Y entonces empezó a desabrocharle el vestido, y ella no se lo impidió, sólo le miraba a los ojos, veía su mirada que la rodeaba como si fuera agua, un agua dulce. Estaba sentada frente a él con los pechos desnudos, que se habían erguido bajo su mirada, y deseaba ser vista y elogiada. Todo su cuerpo se orientaba hacia los ojos de él como un girasol hacia el sol.