Cuando Klima oyó el poderoso sonido de su amada trompeta, le pareció que era él mismo quien sonaba y llenaba todo el ámbito de la sala. Se sentía invencible y fuerte. Ruzena estaba sentada en la fila libre de los invitados especiales junto a Bertlef (eso también le pareció una buena señal) y la atmósfera era seductora. El público disfrutaba y estaba de un buen humor que a él le daba a entender que todo saldría bien. Cuando sonó el primer aplauso, Klima señaló con un gesto armonioso al doctor Skreta, por el que esa noche, quién sabe por qué, sentía especial afecto y afinidad. El doctor se incorporó detrás de la batería y saludó al público.
Pero cuando miró al público después de la segunda pieza, comprobó que la silla en la que había estado sentada Ruzena se hallaba vacía. Eso le asustó. Desde ese momento empezó a tocar intranquilo, buscando con la mirada por toda la sala, controlando silla por silla, pero sin encontrarla. Pensó que se había ido a propósito, para evitar que la persuadiera, decidida ya a no presentarse a la Comisión. ¿Dónde iba a buscarla después del concierto? ¿Y si no la encontraba?
Sintió que estaba tocando mal, mecánicamente, ausente. Pero el público era incapaz de percibir el malhumor del trompetista, estaba satisfecho y las ovaciones aumentaban con cada pieza.
Se consoló pensando que a lo mejor sólo había ido al servicio. Se puso mala, como suele ocurrirles a las mujeres embarazadas. Cuando su ausencia duraba ya casi media hora, pensó que habría regresado a su casa a buscar algo y que volvería a aparecer en su silla. Pero pasó el descanso, el concierto se aproximaba al final y la silla de ella seguía vacía. ¿Es posible que no se atreva a entrar en la sala en medio del concierto? ¿Aparecerá cuando suene el aplauso final?
Pero ya se había producido el aplauso final, Ruzena no aparecía y Klima sintió que llegaba al límite de sus fuerzas. El público se levantaba de sus asientos y gritaba: «¡Otra!». Klima miró al doctor Skreta y le hizo un gesto con la cabeza para indicarle que ya no quería seguir tocando. Pero se encontró con dos ojos relucientes que no querían sino tocar la batería, seguir y seguir tocando, toda la noche.
El público interpretó el gesto negativo de Klima como la imprescindible coquetería de la estrella y aplaudió cada vez más. En ese momento logró llegar hasta el escenario una hermosa y joven mujer. Cuando Klima la vio, pensó que le daba un ataque, que iba a desmayarse y que ya no despertaría nunca más. Ella le sonrió y le dijo (no oyó su voz, pero leyó aquellas palabras de sus labios): «¡Toca! ¡Toca!».
Klima levantó la trompeta en señal de que iba a tocar. El público calló de pronto.
Sus dos compañeros de orquesta, con un gesto de alegría, empezaron a tocar otra vez la pieza anterior. Y Klima se sentía como si tocase en una orquesta fúnebre, marchando tras su propio ataúd. Tocaba y sabía que estaba todo perdido y que ahora lo único que faltaba era cerrar los ojos, juntar las manos y dejar que el destino le atropellase con sus ruedas.