Ruzena y Bertlef desaparecieron entre los suaves velos del anochecer que se aproximaba, y el ímpetu inicial, que arrastraba a los presentes hacia la soñada isla del vicio, había desaparecido y no era posible recuperarlo. El abatimiento se apoderó de todos.
La señora Klima estaba como si se hubiera despertado de un sueño y quisiera permanecer en él a toda costa. Se le pasó por la cabeza la idea de que no tenía por qué ir al concierto. De que sería para ella misma una sorpresa fantástica comprobar de pronto que no había venido a perseguir al marido, sino a vivir una aventura; que sería magnífico quedarse con los tres y regresar por la mañana en secreto a casa. Algo le decía que era así cómo debía actuar; que sería una decisión; una liberación; una recuperación de la salud y un despertar del maleficio.
Pero ya estaba demasiado sobria. Todos los encantamientos habían perdido su efecto. Ya estaba a solas consigo misma, con su pasado, con su pesada cabeza llena de viejas ideas angustiosas. Le hubiera gustado prolongar aquel breve sueño al menos por un par de horas, pero sabía que el sueño ya palidecía y se disolvía como la oscuridad de la madrugada.
—Yo también me tengo que ir —dijo.
Trataron de convencerla de que no lo hiciera, pero sabían que ya no tenían ni la confianza en sí mismos ni las fuerzas necesarias para retenerla.
—Mierda —dijo el cámara—, ¿quién era ese tío?
Tenían ganas de preguntárselo al encargado, pero desde que Bertlef se había ido, nadie les había vuelto a hacer caso. Desde el local llegaba el ruido de los parroquianos semiborrachos y ellos permanecían sentados con el vino a medio beber y los quesos a medio comer.
—Sea quien sea, nos ha estropeado la noche. Se nos ha llevado a una de las damas y la otra se nos va sola. Vamos a acompañar a Kamila.
—No —dijo Kamila—. Quedaos. Quiero ir sola.
Ya no estaba con ellos. Ya le molestaba su presencia. Los celos habían venido a buscarla como llega la muerte. Ya estaba en su poder y no se fijaba en nadie más que en ellos. Se levantó y se dirigió hacia el mismo lugar por el que un rato antes se habían ido Bertlef y Ruzena. A distancia oyó que el cámara decía:
—Mierda.