18

Nadie lo había visto llegar. De pronto estaba allí y Ruzena, que había vuelto la cabeza hacia él, vio su sonrisa.

Seguía cogiéndola por la muñeca; ella sintió la firmeza con que la cogía y le obedeció: el tubo volvió a caer en el fondo del bolso.

—Permítanme, estimados señores, que me siente. Mi nombre es Bertlef.

Ninguno de los presentes estaba encantado con la llegada de aquel hombre a quien nadie había invitado, ninguno de ellos respondió a la presentación y Ruzena no era tan diestra en cuestiones de protocolo como para ser capaz de presentarlo ella.

—Veo que mi llegada los ha dejado un poco perplejos —dijo Bertlef, cogió una silla que estaba cerca de allí y la colocó junto a la cabecera de la mesa, de modo que ahora estaba sentado frente a todos, con Ruzena a su derecha—. Disculpen —continuó—. Tengo esa costumbre; no llego, aparezco.

—Permítanos entonces, en ese caso —dijo el asistente—, que lo consideremos una simple aparición y no le prestemos atención.

—Será un placer permitírselo —dijo Bertlef con una suave inclinación de cabeza—. Pero me temo que a pesar de todo su empeño no lo conseguirán.

Miró luego hacia la puerta que conducía al mostrador y llamó al camarero dando palmas.

—Y a usted ¿quién lo ha invitado, jefe? —preguntó el cámara.

—¿Pretende darme a entender que no soy bienvenido? Ruzena y yo podríamos irnos inmediatamente, pero la costumbre es la costumbre. Suelo sentarme todas las tardes en esta mesa a beber vino —se fijó en la etiqueta de la botella que estaba encima de la mesa—. Un vino mejor que el que beben ustedes.

—Me gustaría saber cómo hace para encontrar buen vino en esta tasca —dijo el asistente.

—Me parece que le gusta mucho echarse faroles, jefe —añadió el cámara con la intención de dejar en ridículo al recién llegado—. Claro que a cierta edad a uno ya no le queda más remedio que echarse faroles.

—Se equivoca —dijo Bertlef como si no hubiera oído las ofensivas palabras del cámara—, en este local tienen escondidos vinos mejores que los que hay en los hoteles de lujo.

En este momento ya le estaba dando la mano al encargado, que hasta entonces prácticamente no había aparecido, pero que ahora le hacía una reverencia a Bertlef y le preguntaba:

—¿Pongo la mesa para todos?

—Por supuesto —respondió Bertlef y se dirigió a los demás—. Señoras y señores, les invito a degustar conmigo un vino cuyo sabor ya he probado muchas veces en este sitio y siempre ha resultado excelente. ¿De acuerdo?

Nadie le respondió y el encargado dijo:

—En lo que se refiere a comida y bebida, puedo recomendarles a ustedes que confíen por entero en el señor Bertlef.

—Amigo —le dijo Bertlef al encargado—, traiga dos botellas y una fuente grande de quesos —después se dirigió de nuevo a los demás—. Sus reparos son innecesarios. Los amigos de Ruzena son mis amigos.

Un niño de apenas doce años salió del local trayendo una bandeja con copas, platos y un mantel. La dejó encima de la mesa de al lado y se inclinó para recoger por entre los hombros de los presentes, la copas usadas a medio beber. Las depositó en el mismo sitio donde un momento antes había dejado la bandeja. Después, con un trapo, limpió cuidadosamente la mesa, que estaba visiblemente sucia, para ponerle un mantel inmaculado. Cogió de la mesa de al lado las copas que había dejado, con la intención de volver a colocarlas delante de cada uno de los invitados.

—Las copas sucias y el resto de ese brebaje se los puede llevar —le dijo Bertlef al chico—. Papá nos traerá un vino mejor.

El cámara protestó:

—Jefe ¿sería tan amable de dejarnos beber lo que queramos?

—Como desee, caballero —dijo Bertlef—: No soy partidario de obligar a la gente a ser feliz. Todo el mundo tiene derecho a su vino malo, a su tontería y a sus uñas sucias. Mire, hijo —se dirigió al chico—, póngales a todos, junto a la copa que ya tenían, otra limpia. Mis invitados podrán elegir entre un vino hecho de nieblas y un vino nacido del sol.

Y, en efecto, delante de cada uno quedaron dos copas, una vacía, otra con un resto de vino. El encargado se acercó a la mesa con dos botellas, cogió una de ellas con las rodillas y, de un fuerte tirón, le quitó el corcho. Luego le sirvió a Bertlef un poquito de vino. Bertlef se llevó la copa a los labios, probó el vino y se dirigió al encargado:

—Excelente. ¿Cosecha del veintitrés?

—Del veintidós —dijo el encargado.

—Sírvalo —dijo Bertlef y el encargado del restaurante dio la vuelta a la mesa con la botella y llenó todos los vasos vacíos.

Bertlef cogió la copa con dos dedos:

—Amigos, prueben este vino. Tiene el dulce sabor del pasado. Saboréenlo como si estuvieran sorbiendo el tuétano del largo hueso de un verano olvidado hace mucho tiempo. Me gustaría unir, con la ayuda de un brindis, lo pasado con lo presente y el sol del año veintidós con el sol de este momento. Ese sol es Ruzena, esta sencilla muchacha que es reina sin saberlo. Es, sobre el paisaje de este balneario, como una joya en el traje de un mendigo. Es como una luna olvidada en el cielo pálido del día. Es como una mariposa revoloteando sobre la nieve.

El cámara intentó una risa forzada:

—¿No exagera, jefe?

—No exagero —dijo Bertlef y se dirigió al cámara—. Eso es lo que a usted le parece, porque vive sin alcanzar nunca la verdadera dimensión de las cosas, es usted una hierba amarga, un vinagre transformado en hombre. ¡Está lleno de ácidos que le hierven dentro como en una retorta de alquimista! Daría usted la vida por descubrir a su alrededor la fealdad que lleva dentro de sí mismo. Sólo así puede sentir por un momento cierta reconciliación entre usted y el mundo. ¡Qué insoportable es tener las uñas sucias y una mujer hermosa al lado! Por eso es necesario ensuciar antes a la mujer para poder luego reírse de ella. ¡Es así, caballero! Me satisface verle esconder las manos debajo de la mesa, parece que tenía razón cuando hablaba de sus uñas.

—La etiqueta me la trae floja, no soy un payaso de cuello duro y corbata, como usted —respondió con sequedad el cámara.

—Sus uñas sucias y su suéter rotoso no son nada nuevo bajo el sol —dijo Bertlef—. Hace mucho tiempo, había un filósofo cínico que se paseaba orgulloso por Atenas con un toga agujereada para que todos admirasen su desprecio por los convencionalismos. Cuando lo vio Sócrates, le dijo: A través de los agujeros de tu toga veo tu orgullo. Su suciedad, caballero, también es autocomplaciente, y su autocomplacencia, sucia.

Ruzena no salía de su embriagador asombro. Aquel hombre, al que apenas conocía como paciente, había venido en su ayuda como caído del cielo y ella estaba maravillada por la encantadora naturalidad de su comportamiento y por la cruel confianza en sí mismo con la que aplastaba el atrevimiento del cámara.

—Veo que ha perdido el habla —le dijo Bertlef al cámara tras un breve momento de silencio— y créame que no era mi intención ofenderle. Soy amante de la placidez y no de la disputa, y si me he dejado llevar por la elocuencia, le ruego que me disculpe. Lo único que quiero es que prueben este vino y que brinden conmigo por Ruzena, que es el motivo por el que he venido aquí.

Bertlef volvió a levantar la copa, pero nadie le imitó.

—¡Patrón —dijo Bertlef—, venga a beber con nosotros!

—De este vino, siempre —dijo el encargado, cogió de la mesa de al lado una copa vacía y se sirvió vino—. El señor Bertlef sabe lo que es un buen vino. Hace tiempo ya que localizó mi bodega, como una golondrina siente la proximidad de su nido.

Bertlef se rió con la risa feliz de un hombre halagado.

—¿Brinda con nosotros por Ruzena? —dijo.

—¿Por Ruzena? —preguntó el encargado.

—Sí, por Ruzena —dijo Bertlef señalando con un mirada a su vecina—. ¿Le gusta tanto como a mí?

—En su compañía, señor Bertlef, sólo se ve a mujeres hermosas. Ni siquiera me haría falta mirar a la señorita, ya sabría que es hermosa si está sentada a su lado.

Bertlef volvió a reír con una risa feliz, el encargado del restaurante se le sumó y, curiosamente, también se le sumó Kamila, a la que la llegada de Bertlef había parecido divertida desde el principio. Aquella risa era inesperada y, sin embargo, curiosa e inexplicablemente contagiosa. A Kamila se le sumó, con coqueta solidaridad, el director y al director el asistente y por fin también Ruzena, que se sumergió en aquella risa polifónica como en un feliz abrazo. Era su primera risa en todo el día. Su primera distensión y su primer respiro. Se reía más fuerte que nadie y no se hartaba de reír.

Y Bertlef levantó la copa:

—¡Por Ruzena!

Y el patrón levantó también la copa y la levantó Kamila y el director y su asistente y todos repitieron con Bertlef:

—¡Por Ruzena!

Hasta el cámara levantó su copa y bebió, sin decir nada.

El director probó un trago y dijo:

—Es cierto, ¡es un vino excelente!

—Ya se lo había dicho —rió el patrón.

Mientras tanto el chiquillo colocó una gran bandeja de quesos en medio de la mesa y Bertlef dijo:

—¡Sírvanse, son estupendos!

—Pero —se extrañó el director— ¿de dónde han sacado semejante selección de quesos? Es como si estuviéramos en Francia.

Y de pronto toda la tensión desapareció, el ambiente se relajó, todos empezaron a charlar, se servían quesos en sus platos, se preguntaban de dónde los habría sacado el encargado del restaurante (en este país, donde hay tan pocas clases de quesos) y añadían vino a sus copas.

Y en el momento en que todos estaban más a gusto, Bertlef se levanto e hizo una reverencia:

—He disfrutado mucho de su compañía y se lo agradezco. Mi amigo el doctor Skreta da esta noche un concierto y Ruzena y yo queremos oírlo.