En ese momento la reconoció. ¡Claro, es la cara que le enseñaron sus amigas en la foto! Apartó bruscamente la mano del cámara.
—¡Qué te pasa! —protestó.
Intentó abrazarla otra vez y otra vez fue rechazado.
—¿Qué te has creído? —le gritó ella.
El director y su asistente se echaron a reír.
—¿Lo dices en serio? —le preguntó el asistente.
—Por supuesto que lo digo en serio —respondió con severidad.
El asistente miró al reloj y después le dijo al cámara:
—Son exactamente las seis. La situación ha cambiado porque nuestra amiga se comporta decentemente durante las horas pares. Tienes que resistir hasta las siete.
Volvieron a reírse. Ruzena estaba roja de humillación. La habían sorprendido con una mano extraña en uno de sus pechos. La habían sorprendido dejándose meter mano. La había sorprendido la mayor rival de su vida, mientras todos se reían de ella.
El director le dijo al cámara:
—Quizá podrías pedirle a la señorita que hiciese una excepción y considerase que las seis es una hora impar.
—¿Crees que es teóricamente posible considerar que el seis es un número impar? —preguntó el asistente.
—Sí —afirmó el director—. Euclides, en sus célebres Elementos, dice acerca de eso textualmente: «En ciertas circunstancias especiales y muy misteriosas, algunos números pares se comportan como impares». Creo que nos encontramos frente a una de esas circunstancias misteriosas.
—Entonces ¿está de acuerdo, Ruzena, en considerar impar la hora sexta?
Ruzena callaba.
—¿Estás de acuerdo? —se acercó a ella el cámara.
—La señorita está callada —dijo el asistente—, de modo que tenemos que decidir si hemos de considerar su silencio como aceptación o como rechazo.
—Podemos votar —dijo el director.
—Muy bien —dijo el asistente—. ¿Quién está a favor de que Ruzena esté de acuerdo en que el seis es en este caso un número impar? ¡Kamila, eres la primera en votar!
—Creo que estoy segura de que Ruzena estará de acuerdo —dijo Kamila.
—¿Y tú, director?
—Estoy convencido —dijo el director con su voz suave— de que la señorita Ruzena considerará al seis número impar.
—El cámara es persona interesada, por eso no vota. Yo voto a favor —dijo el asistente—. De modo que hemos decidido, por tres votos a favor, que el silencio de Ruzena significa que está de acuerdo. De eso se deduce, cámara, que debes continuar inmediatamente con tu trabajo.
El cámara se acercó a Ruzena y la abrazó de tal manera que volvió a tocar su pecho con la mano. Ruzena lo empujó aún con más fuerza que antes y gritó:
—¡Quita tus patas de ahí!
—Ruzena, él no tiene la culpa de que le gustes tanto. Estábamos todos de tan buen humor… —intercedió Kamila.
Un momento antes, Ruzena estaba totalmente pasiva y se había puesto a disposición de la marcha de los acontecimientos para que hicieran con ella lo que quisieran, como si quisiera adivinar su futuro en las casualidades que se le presentasen. Se hubiera dejado arrastrar, se hubiera dejado seducir y convencer de cualquier cosa, siempre que hubiera significado huir del callejón sin salida en el que se encontraba.
Pero la casualidad que ella aguardaba suplicante de pronto resultó ser adversa, y Ruzena, humillada ante su rival y objeto de burla de todos, se dio cuenta de que sólo tenía un apoyo seguro, un solo consuelo y una salvación: el fruto que llevaba en el vientre. Toda su alma (¡otra vez!, ¡otra vez!) descendía, se metía dentro, en las profundidades de su cuerpo y Ruzena se reafirmaba en que jamás debía separarse de aquél que germinaba tranquilamente en su seno. En él tenía su triunfo secreto, que la elevaría muy por encima de su risa y de sus sucias manos. Tenía muchas ganas de decirlo, de gritárselo a la cara, de vengarse de sus burlas y de la indulgente amabilidad de ella.
Hay que guardar la calma, se dijo, y metió la mano en el bolso para coger el tubo. Lo sacó y en ese momento sintió que una mano extraña le cogía con firmeza la muñeca.