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¡Qué idilio, qué descanso! ¡Qué entreacto en medio del drama! ¡Qué placentera tarde con tres faunos!

Las dos perseguidoras del trompetista, sus dos desgracias, están sentadas frente a frente, las dos beben vino de la misma botella y las dos se sienten igualmente felices de estar aquí y de no tener que pensar en él al menos por un rato. ¡Qué enternecedora coincidencia, qué entendimiento!

La señora Klima mira a los tres jóvenes, a cuyo ambiente había pertenecido tiempo atrás. Los mira como si viera el negativo de su vida actual. Ella, sumergida en preocupaciones, está sentada aquí, frente a la despreocupación pura, ella, atada a un solo hombre, está sentada frente a tres faunos que representan la infinita variedad de la masculinidad.

La conversación de los faunos está orientada a un objetivo claro: pasar la noche con las dos mujeres, pasar la noche los cinco juntos. Es un objetivo ilusorio, porque saben que el marido de la señora Klima está aquí, pero es un objetivo tan hermoso que lo persiguen, aunque sea inalcanzable.

La señora Klima sabe adonde quieren ir y se entrega a ese propósito aún más fácilmente, porque no es más que una representación, es sólo un juego, sólo una tentación de los sueños. Se ríe de las frases con doble sentido, bromea con su desconocida compañera y quisiera que el entreacto durase lo más posible, que pasase mucho tiempo sin tener que ver a su rival y mirar la verdad de frente.

Una botella más de vino, todos están alegres, todos están borrachos, pero no tanto por el vino como por este extraño estado de ánimo, por ese deseo de prolongar el instante que dentro de poco habrá pasado.

La señora Klima siente que por debajo de la mesa el muslo del director se ha apoyado en su pierna izquierda. Se da cuenta perfectamente, pero no retira la pierna. Es un roce que introduce entre ellos un significativo contacto, un coqueteo, pero al mismo tiempo es un roce que puede haberse producido sin querer y del que, por su insignificancia, podía no haberse dado cuenta. Es, por lo tanto, un roce situado exactamente en la frontera entre lo inocente y lo desvergonzado. Kamila no quiere traspasar esta frontera, pero le gusta poder mantenerse precisamente en medio de ella (en este estrecho territorio de inesperada libertad) y le gustará aún más si esa mágica línea se desplaza hacia nuevas insinuaciones y nuevos roces y juegos. Protegida por la ambigua inocencia de esa deslizante frontera, desea dejarse llevar hasta donde se pierde la vista, cada vez más lejos.

Si la belleza de Kamila, de un resplandor casi desagradable, obliga al director a una conquista cautelosamente lenta, el encanto corriente de Ruzena atrae al cámara de un modo potente y directo. Abraza su cuerpo y toca su pecho.

Kamila ve aquello. ¡Hace ya tanto tiempo que no ve de cerca los gestos impúdicos de otras personas! Mira la mano del hombre que cubre el pecho de la chica, que lo frota, lo aprieta y lo acaricia a través del vestido. Mira la cara de Ruzena, inmóvil, sensualmente entregada, pasiva. La mano acaricia el pecho, el tiempo transcurre dulcemente y Kamila siente que la rodilla del asistente se apoya ahora contra su otra pierna.

Y entonces dice:

—Hoy me gustaría pasar la noche de juerga.