Mientras Klima se daba prisa por llegar otra vez al Centro Cultural para ensayar por última vez Saint Louis Blues y The Saints Go Marching in, Ruzena miró detenidamente a su alrededor. Hace un momento, mientras iba en el coche, lo había visto varias veces por el espejo retrovisor, siguiéndolos desde lejos con la moto. Pero ahora no lo veía por ningún lado.
Se sentía como una persona acosada, perseguida por el tiempo. Sabía que de aquí a mañana tenía que saber lo que quería, y no sabía nada. En todo el mundo no había un alma en quien confiar. Su propia familia le era ajena. Frantisek la amaba y precisamente por eso no confiaba en él (como la cierva no confía en el cazador). En Klima no confiaba, como el cazador no confía en la cierva. Con sus compañeras tenía amistad, pero tampoco creía del todo lo que ellas le decían (como el cazador no confía en sus compañeros de caza). Iba por la vida sola, y en los últimos meses con una especie de extraño compañero que se había encontrado en las entrañas, del cual unos decían que era su mayor felicidad y otros precisamente lo contrario, y con el que ella misma no tenía relación alguna.
No sabía. Estaba hasta la coronilla de no saber. No era más que no saber. No sabía ni adónde iba.
Pasaba junto al restaurante Slavie, el peor establecimiento del balneario, un local sucio al que la gente de allí iba a beber cerveza y a escupir en el suelo. Antaño había sido quizás un buen local y de aquella época habían quedado, en un pequeño jardín delantero, tres mesas de madera con sus sillas, pintadas de rojo (pero ya descascarilladas), recuerdo de la alegría burguesa de las bandas de música en el jardín, de los bailes y las sombrillas de las damas apoyadas en las sillas. Pero ¿qué sabía de aquellos tiempos Ruzena, que iba por la vida únicamente a través del estrecho puentecillo del presente, sin ninguna clase de memoria histórica? No podía ver la sombra de la sombrilla rosada, que se proyecta hasta aquí desde la lejanía del tiempo y sólo veía a tres hombres con vaqueros, una mujer hermosa y una botella de vino en medio de la mesa vacía.
Uno de los hombres la llamó. Se giró y reconoció al cámara del suéter rotoso.
—Venga con nosotros —la llamó.
Obedeció.
—Esta chica encantadora nos ha permitido rodar una pequeña película pornográfica —dijo el cameraman presentándole a Ruzena a una mujer que le dio la mano y pronunció su nombre de una forma ininteligible.
Ruzena se sentó junto al cámara, quien puso una copa delante de ella y le sirvió vino.
Ruzena se sentía agradecida de que por fin pasase algo. De no tener que pensar adónde ir y qué hacer. De no tener que decidir si debía quedarse con el crío o no.