Mientras oía el traqueteo de las ruedas se puso a pensar en lo absurdo de aquel viaje. Sabe con seguridad que su marido no está en el balneario. Entonces, ¿para qué va? ¿Cuatro horas de tren sólo para enterarse de lo que sabe de antemano y volver? Pero lo que la impulsaba no era un propósito racional. Era el motor que estaba dentro de ella y giraba y giraba y no era posible detenerlo.
(Sí, en ese preciso instante, Frantisek y Kamila han sido lanzados al espacio de nuestra historia como dos proyectiles dirigidos —¿qué clase de dirección es ésta?— por los ciegos celos).
Las comunicaciones entre la capital y el balenario no son particularmente buenas y la señora Klima tuvo que cambiar tres veces de tren antes de llegar cansada a la idílica estación, llena de anuncios que recomendaban las fuentes termales y el milagroso barro. Iba por la alameda desde la estación hasta el balneario, cuando se fijó en un cartel pintado a mano con el nombre de su marido en color rojo. Se detuvo sorprendida y leyó, debajo del nombre de su marido, los nombres de otros dos hombres. No se lo podía creer: ¡Klima no le había mentido! Era exactamente tal como se lo había dicho. Durante unos segundos sintió una enorme alegría, la sensación de la confianza perdida desde hacía tanto tiempo.
Pero la alegría duró poco, porque de inmediato se dio cuenta de que la existencia del concierto no demostraba la fidelidad de su marido. Seguramente aceptó actuar en ese balneario perdido porque quería encontrarse aquí con alguna mujer. Y de pronto se dio cuenta de que todo era peor de lo que se había imaginado y de que había caído en una trampa:
Había venido para comprobar que su marido no estaba aquí y, de ese modo, demostrar (¡una vez más, ya lo había hecho tantas veces!) indirectamente su infidelidad. Pero ahora la situación había cambiado: no descubrirá indirectamente su mentira, sino (de un modo del todo directo y visible) su infidelidad. Y queriendo o sin querer, verá a la mujer con la que Klima pasa hoy el día. Aquella idea hizo que casi le temblaran las rodillas. Hacía tiempo que estaba segura de que lo sabía todo, pero hasta ahora, a decir verdad, no sabía nada, sólo creía saber, y a esta convicción le otorgaba el valor de una seguridad. Creía en su infidelidad como el cristiano cree en la existencia de Dios. Sólo que el cristiano cree en Dios con la plena seguridad de que nunca lo verá. Al pensar que hoy vería a Klima con otra mujer, sintió el mismo pánico que sentiría un cristiano si Dios le llamase por teléfono para decirle que iría a su casa a almorzar.
La angustia le oprimió todo el cuerpo. Pero entonces oyó que pronunciaban su nombre. Se dio la vuelta y vio a tres jóvenes en medio de la alameda. Llevaban vaqueros y jerseys, y se diferenciaban por su aspecto bohemio de la aburrida prolijidad con la que iban vestidos los demás huéspedes que recorrían el paseo. Le sonrieron.
—¡Hola! —les respondió.
Eran de los estudios de cine, amigos a los que conocía de cuando aún actuaba ante el micrófono en los escenarios.
El más alto de ellos, el director, la cogió en seguida del brazo:
—Sería estupendo pensar que has venido a vernos a nosotros, sólo por nosotros…
—En cambio ha venido a ver a un simple marido… —dijo con tristeza su asistente.
—Qué mala suerte —dijo el director—. A la mujer más guapa de la capital la tiene un trompetista encerrada en una jaula y hace años que no se la ve…
—Coño —dijo el cámara (el jovencito del suéter rotoso)—, vamos a celebrarlo.
Pensaban que le dedicaban su locuaz admiración a una reina esplendorosa que la arrojaría inmediatamente, sin prestarles atención, a un cesto lleno de regalos abandonados. Y ella, en cambió, aceptó agradecida sus palabras como una muchacha inválida que se apoya en un brazo bienhechor.