Jakub se incorporó, cogió el vaso de vino que aún no había terminado de beber y se sentó en la mesa libre. Miró con satisfacción por la ventana los rojizos árboles del parque y volvió a decirse que aquello era un incendio en el que él quemaba a todos los cuarenta y cinco años que hasta entonces había vivido. Después su mirada se deslizó hacia la mesa y vio, junto al cenicero, el delgado tubo de cristal que había quedado olvidado. Lo cogió y lo examinó: llevaba escrito el nombre de un medicamento que desconocía y, añadido a lápiz, tres veces al día. Las tabletas que había dentro eran de color azul pálido. Aquello le pareció curioso.
Eran sus últimas horas en la patria, de modo que todos los acontecimientos irrelevantes adquirían una significación excepcional y se convertían en un teatro de alegorías. ¿Qué quiere decir, pensó, esto de que precisamente hoy alguien me deje en la mesa un tubo de pastillas azul pálidas? ¿Y por qué me las deja precisamente esta mujer, la Heredera de las persecuciones políticas y la Asistenta del verdugo? ¿Quiere decirme con ello que aún no han dejado de ser necesarias las tabletas azul pálidas? ¿O quiere con el recuerdo del veneno manifestarme su odio eterno? ¿O quiere decirme que mi partida de este país es una abdicación, la misma que sería si me tomase la tableta azul pálido que llevo en el bolsillo?
Se llevó la mano al bolsillo, sacó el papel retorcido y lo desenvolvió. Al volver a mirar su tableta, le pareció que tenía un tono un tanto más oscuro que las píldoras del tubo olvidado. Lo abrió y dejó caer una tableta en la mano. Sí, la suya era un poco más oscura y más pequeña. Metió las dos tabletas en el tubo. Al verlas ahora, no se apreciaba a primera vista diferencia alguna entre ellas. Sobre las inocentes tabletas destinadas probablemente a la más corriente de las alteraciones de la salud, yacía la muerte enmascarada.
En ese momento Olga se acercó a la mesa. Cerró rápidamente el tubo, lo puso junto al cenicero y se levantó para saludar a su amiga.
—¡Acabo de ver al famoso trompetista Klima! ¿Es posible? —dijo de corrido mientras se sentaba frente a Jakub—. ¡Iba con esa tía espantosa! ¡Lo que me ha hecho pasar hoy en la piscina!
Pero en ese instante se interrumpió porque Ruzena se detuvo junto a la mesa y dijo:
—He dejado aquí mis pastillas.
Antes de que Jakub hubiese tenido tiempo de responderle, Ruzena vio el tubo junto al cenicero y estiró el brazo para cogerlo.
Pero Jakub fue más rápido y lo cogió antes.
—¡Démelo! —dijo ella.
—Quisiera pedirle un favor —dijo Jakub—. ¿Podría coger una tableta?
—Oiga, no tengo tiempo…
—Es que tomo el mismo medicamento y…
—No soy una farmacia ambulante —dijo Ruzena.
Jakub trató de abrir la tapa del tubo pero antes, de que pudiera hacerlo, Ruzena intentó cogérselo. Jakub apretó rápidamente el tubo con la mano.
—¿Qué hace? ¡Deme esas pastillas! —gritó.
Jakub la miró a los ojos y luego abrió lentamente la mano.