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Por fin entró ella. Klima saltó de la silla, fue a su encuentro y la condujo hasta la mesa de la ventana. Le sonrió como si con aquella sonrisa quisiera decirle que lo que habían acordado seguía en pie, que los dos estaban tranquilos y serenos y confiaban el uno en el otro. Buscó en la expresión de la cara de la chica una respuesta afirmativa, pero no la encontró. Aquello le puso nervioso. Tenía miedo de hablar de lo que estaba pensando e inició con la chica una conversación trivial que pretendía crear una atmósfera distendida. Pero sus palabras chocaban contra el silencio de ella como contra un acantilado.

Y entonces, de pronto, le interrumpió:

—He tomado otra decisión. Sería un crimen. Tú serás capaz de hacerlo, pero yo no.

Todo se derrumbó, en ese momento, dentro del trompetista. Miraba mudo a Ruzena y no tenía nada que decirle. No encontraba dentro de sí más que un cansancio desesperante. Y Ruzena repitió:

—Sería un crimen.

La miraba y le parecía irreal. Esta mujer, cuyo aspecto ni siquiera era capaz de recordar cuando estaba lejos de ella, se le presentaba ahora como una condena de por vida. (Al igual que todos nosotros, Klima también consideraba real únicamente aquello que llega a nuestra vida desde dentro, gradual, orgánicamente, mientras que a lo que llega desde fuera, inesperada y casualmente, lo veía como si fuera una invasión de lo irreal. Por desgracia no hay nada más real que esta irrealidad).

Después apareció el camarero que ya anteayer había reconocido al trompetista. Traía dos coñacs en la bandeja y les dijo con familiaridad:

—Espero haber adivinado sus deseos —y a Ruzena le dijo lo mismo que la otra vez—: ¡Ten cuidado! Todas la chicas te van a arrancar los ojos —y se rió mucho.

Esta vez Klima estaba demasiado absorto en su terror y no prestó atención a las palabras del camarero. Tomó un trago de coñac y se inclinó hacia Ruzena:

—Pero, por favor. Si ya estábamos de acuerdo. Lo habíamos aclarado todo. ¿Por qué has cambiado de pronto de idea? Estabas de acuerdo con que necesitamos primero dedicarnos unos años a nosotros mismos, Ruzena. Lo hacemos sólo por nuestro amor y para que tengamos juntos un hijo cuando realmente los dos queramos tenerlo.