Regresaba del restaurante del bosque y le daba lástima que a su lado no estuviese sentado el alegre perro, lamiéndole a cada rato la cara. E inmediatamente después pensó que era un milagro que hubiese conservado libre aquel sitio a su lado durante los cuarenta y cinco años de su vida, de modo que ahora podía irse de este país fácilmente, sin equipaje, sin cargas, solo, con una falsa (y sin embargo hermosa) apariencia de juventud, como un estudiante que empieza a edificar su futuro.
Trataba de ocupar su cabeza con la conciencia de que abandonaba la patria. Trataba de recordar su vida pasada. Trataba de verla como el amplio paisaje que observaba con nostalgia, un paisaje lejano hasta el vértigo. Pero no lo lograba. Lo que conseguía ver tras de sí era de escaso tamaño, aplastado como un acordeón cerrado. Le costaba un gran esfuerzo hacer memoria de algunos fragmentos de recuerdos que pudieran unirse en una especie de ilusión de destino vivido.
Miraba los árboles a su alrededor. Sus hojas eran verdes, rojas, amarillas y castañas. Los bosques parecían un incendio. Se dijo que se marchaba en unos días en que los bosques ardían, y su vida y sus recuerdos se consumían en aquellas llamas maravillosas y despiadadas. ¿Debía sufrir por no sufrir? ¿Debía quizá sentir nostalgia por no sentir nostalgia?
No sentía nostalgia, pero tampoco tenía ganas de apresurarse. Según había acordado con sus amigos
extranjeros, en este momento debía estar cruzando la frontera, pero sentía que volvía a apoderarse de él una especie de pereza dubitativa que era motivo habitual de bromas entre sus amigos, porque le atacaba precisamente en los momentos que requerían una actuación decidida y precisa. Sabía que hasta el último momento iba a decir que tenía que irse hoy mismo, pero al mismo tiempo se daba cuenta de que desde la mañana hacía todo lo posible por postergar su partida de este agradable balneario, al que iba desde hacía años a visitar a su amigo, a veces con pausas muy prolongadas, pero siempre de buen grado.
Aparcó el coche (sí, allí donde estaban el coche blanco del trompetista y la moto roja de Frantisek) y entró en el bar, donde tenía dentro de media hora una cita con Olga. Le gustó la mesa del fondo, junto a la ventana, desde la cual se veían los encendidos árboles del parque, pero lamentablemente en aquel momento estaba sentado allí un joven de unos treinta años. Jakub eligió la mesa contigua. Desde allí no veía los árboles, pero en cambio le llamó la atención el aspecto del joven, que estaba evidentemente nervioso, no dejaba de mirar hacia la puerta y golpeaba permanentemente el suelo con la pierna.