Eran las diez y Olga cogió de manos de Ruzena, como todos los días, una sábana blanca grande y una llave. Luego se metió en la cabina, se quitó el vestido, lo colgó en el perchero, se vistió con la sábana como si fuera una toga antigua, cerró la cabina, le entregó la llave a Ruzena y se fue a la otra sala donde estaba la piscina. Colgó la sábana de la barandilla y bajó por la escalera hasta el agua, en la que ya estaban sumergidas muchas otras mujeres. La piscina no era grande, pero Olga estaba convencida de que la natación era imprescindible para su salud y trató de dar algunas brazadas. Al hacerlo agitó la superficie del agua y le salpicó en la boca a una señora que estaba hablando.
—¡Qué hace —le gritó a Olga furiosa—, esto no es una piscina de natación!
Las mujeres estaban sentadas junto al borde del estanque como ranas enormes. Olga las temía. Todas eran mayores que ella, eran más voluminosas, tenían más grasa y más piel. De modo que se sentó entre ellas humillada, flotando inmóvil y con cara de enfado.
De pronto vio, junto al umbral de la puerta, a un joven de baja estatura, con vaqueros y un suéter rotoso.
—¡Qué hace aquí ése! —gritó.
Todas las mujeres se giraron en dirección de la mirada de Olga y empezaron a reírse y a chillar.
En eso entró en la sala Ruzena y dijo:
—Han venido a filmar. Van a salir en el informativo semanal.
Las mujeres de la piscina se echaron de nuevo a reír.
—¡A quién se le ha ocurrido! —protestó Olga.
—Lo ha autorizado la dirección del balneario —dijo Ruzena.
—¡Y a mí qué me importa la dirección del balneario! ¡A mí no me ha consultado nadie! —gritó Olga.
El joven del suéter rotoso (alrededor del cuello le colgaba un aparato para medir la intensidad de la luz) se acercó a la piscina y miró a Olga con una sonrisa que a ella le pareció obscena:
—Señorita, ¡miles de personas se volverán locas cuando la vean en la pantalla!
Las mujeres respondieron con una nueva ola de risas y Olga se tapó los pechos con las palmas de las manos (lo cual no resultaba difícil, porque, como sabemos, parecían dos ciruelas) y se agachó detrás de las otras.
A la piscina se aproximaron otros dos hombres en vaqueros y el más alto de ellos dijo:
—Hagan el favor de comportarse con absoluta naturalidad, como si no estuviéramos aquí.
Olga alargó el brazo hasta la barandilla de la que colgaba su sábana. Sin salir de la piscina se la enrolló alrededor del cuerpo y trepó por la escalerilla hasta el piso de azulejos de la sala; la sábana estaba mojada y goteaba agua.
—¿Adónde coño va? —exclamó tras ella el joven del suéter rotoso.
—¡Tiene que quedarse un cuarto de hora más en la piscina! —le gritó Ruzena.
—¡Le da vergüenza! —rió a sus espaldas toda la piscina.
—¡No vaya a ser que alguien le coma sus encantos! —dijo Ruzena.
—¡Mira a la princesa! —se oyó una voz desde la piscina.
—Si alguien no quiere salir en la película, puede irse, por supuesto —dijo con voz serena el hombre alto con vaqueros.
—¡A nosotras no nos da vergüenza! ¡Somos guapísimas! —dijo riendo una señora gorda y la superficie del agua tembló de risa.
—¡Pero esa señorita no tiene por qué irse! ¡Le queda aún un cuarto de hora! —protestó Ruzena mirando a Olga que entraba obstinada en los vestuarios.