El camarero colocó en el carrito los platos sucios y las botellas vacías y, cuando salió de la habitación, Olga dijo:
—¿Quién era esa niña?
—No la había visto nunca —dijo Skreta.
—Parecía realmente un angelito —dijo Jakub.
—¿Un ángel que le consigue amantes? —se rió Olga.
—Sí —dijo Jakub—. Un ángel encubridor y alcahuete. Así es como debería ser su ángel personal.
—No sé si sería un ángel —dijo Skreta—, pero lo raro es que yo no haya visto antes a esa chiquilla, a pesar de que conozco aquí a casi todo el mundo.
—En ese caso no hay más que una explicación —se rió Jakub—. No era de este mundo.
—No sé si era un ángel o la hija de la señora de la limpieza, pero de una cosa estoy segura —dijo Olga—: ¡No fue a visitar a ninguna mujer! Es un hombre terriblemente vanidoso y no hace más que presumir.
—A mí me gusta —dijo Jakub.
—Es posible —dijo Olga—, pero insisto en que es la persona más vanidosa del mundo. Apostaría a que una hora antes de nuestra visita le dio a la chiquilla un puñado de monedas de medio dólar y le pidió que viniera a determinada hora con una flor. Las personas religiosas tienen mucho sentido de la escenificación de episodios milagrosos.
—Me gustaría mucho que tuviera usted razón —dijo Skreta—, porque el señor Bertlef está muy enfermo y una noche de placer es para él un gran riesgo.
—Ya ven que yo tenía razón. ¡Todas esas cosas que decía de las mujeres no son más que frases!
—Querida señorita —dijo el doctor Skreta—, soy su médico y su amigo y sin embargo no estoy seguro de eso. No lo sé.
—¿Y está realmente tan enfermo? —preguntó Jakub.
—¿Por qué crees que vive desde hace ya casi un año en este balneario y que su joven esposa, por la que siente tanto apego, sólo viene a verle en avión de vez en cuando?
—Está esto un poco triste sin él —dijo Jakub.
En efecto, los tres se sentían de pronto como abandonados y ya no tenían ganas de permanecer en una habitación ajena.
Skreta se levantó de la silla:
—Acompañaré a la señorita Olga a casa y después daremos un paseo. Todavía tenemos mucho de qué hablar.
—¡Aún no tengo ganas de dormir! —protestó Olga.
—Ya es tarde para usted. Se lo ordeno como médico —dijo Skreta en tono severo.
Después salieron del Richmond y atravesaron el parque. Por el camino Olga encontró una oportunidad para susurrarle a Jakub:
—Me gustaría estar esta noche contigo…
Pero Jakub no hizo más que encogerse de hombros, porque Skreta imponía su voluntad con mucha energía. Acompañaron a la chica al Edificio Marx, y Jakub, delante de su amigo, ni siquiera le acarició los cabellos como solía. La antipatía del doctor por los pechos que parecen ciruelas lo ponía nervioso. Vio la desilusión que reflejaba la cara de Olga y le dio pena haberla herido.
—¿Qué me dices de todo esto? —dijo Skreta cuando se quedó a solas con su amigo en el camino del parque—. Ya oíste cómo le hablé de que necesitaba un padre. Hasta una piedra se hubiera puesto a llorar de pena. Y él empieza a hablar de San Pablo. ¿Es que no es capaz de darse cuenta? Hace ya dos años que le estoy contando que soy huérfano y elogiando las virtudes del pasaporte norteamericano. Me he referido mil veces, como por casualidad, a distintos casos de adopción. Todas esas insinuaciones deberían haber dado como resultado, según mis cálculos, la idea de adoptarme.
—Está demasiado pendiente de sí mismo —dijo Jakub.
—Ese es el problema —asintió Skreta.
—Si está gravemente enfermo, no es de extrañarse —dijo Jakub y añadió—: Si la cosa es realmente tan grave como dices.
—Aún peor —dijo Skreta—. Hace medio año tuvo un nuevo infarto muy grave y desde entonces no puede arriesgarse a emprender ningún viaje largo y vive aquí como un prisionero. Su vida pende de un hilo. Y él lo sabe.
—Ya ves —reflexionó Jakub—, por eso deberías haber comprendido hace tiempo que el método de las insinuaciones es malo, porque las insinuaciones sólo se le funden con las reflexiones que hace sobre sí mismo. Deberías expresarle tu deseo sin ninguna clase de disimulo. Seguro que te lo satisfaría, porque le gusta satisfacer. Eso responde a la imagen que tiene de sí mismo. Quiere darle felicidad a la gente.
—¡Eres un genio! —exclamó Skreta y se detuvo—. ¡Es sencillo como el huevo de Colón y es absolutamente preciso! ¡Y yo he perdido como un imbécil dos años de mi vida sólo por no darme cuenta de cómo era! ¡He perdido dos años de mi vida dando rodeos inútiles! ¡Y es culpa tuya, porque debías haberme aconsejado hace ya mucho tiempo!
—Y tu debías habérmelo preguntado hace ya mucho tiempo.
—¡Hace ya dos años que no me vienes a ver!
Los dos amigos paseaban de noche por el parque y respiraban el aire fresco de comienzos de otoño.
—¡Ya que lo he hecho padre, creo merecer que él me haga hijo! —dijo Skreta.
Jakub asintió.
—La desgracia consiste —continuó Skreta tras una larga pausa llena de reflexión— en que uno está rodeado de idiotas. ¿Tú crees que en esta ciudad hay alguien a quien pueda pedirle consejo? Las personas inteligentes viven en el más absoluto destierro. No pienso más que en eso, porque es mi especialidad: la humanidad produce una cantidad increíble de idiotas. Cuanto más tonto es un individuo, más ganas de reproducirse tiene. Los individuos perfectos sólo procrean como máximo un hijo y los mejores de todos, como tú, llegan a la conclusión de que lo mejor es no multiplicarse en absoluto. Es una catástrofe. Y yo siempre soñando con un mundo en el que el hombre no nazca rodeado de extraños, sino de hermanos.
Jakub escuchaba lo que decía Skreta y no le parecía encontrar demasiadas ideas interesantes. Skreta siguió:
—¡No lo interpretes como una frase! Yo no soy un político, sino un médico y para mí la palabra hermano tiene un significado concreto. Hermanos son aquéllos que tienen al menos un progenitor en común. Todos los hijos de Salomón, aunque procedían de cien madres distintas, eran hermanos. ¡Tiene que haber sido fantástico! ¿Qué te parece?
Jakub respiraba el aire fresco y no sabía qué decir.
—Por supuesto —continuó Skreta—, que es muy difícil obligar a la gente a tener en cuenta los intereses de sus descendientes durante el contacto sexual. Pero tampoco se trata de eso. En nuestro siglo hay que encontrar otros caminos para resolver el problema de la procreación razonable. El hombre no puede seguir mezclando permanentemente el amor y la reproducción.
Jakub estaba de acuerdo con esta idea.
—Sólo que a ti te interesa la forma de practicar el amor sin reproducción —dijo el doctor Skreta—. A mí lo que me preocupa es más bien la forma de practicar la reproducción sin amor. Quería que estuvieses al tanto de mi proyecto. Tengo en la probeta mi propio semen.
Jakub por fin empezó a prestar atención.
—¿Qué te parece?
—¡Que es excelente!
—¡Excepcional! —dijo Skreta—. De este modo he curado ya a muchas mujeres de su esterilidad. No olvides que hay muchas mujeres que no tienen hijos simplemente porque los maridos son estériles. Tengo una enorme clientela de toda la República y además durante los últimos cuatro años también me he hecho cargo de las revisiones ginecológicas de las mujeres de nuestra ciudad. Así que acercarse con la jeringa a la probeta e inyectar luego a las mujeres examinadas la materia vivificante es sencillísimo.
—¿Y cuántos hijos tienes ya?
—Lo vengo haciendo desde hace varios años, pero los datos de que dispongo son sólo aproximados. Nunca puedo estar seguro de mi paternidad, porque mis pacientes me son, digamos, infieles con sus maridos. Además se van a sus ciudades y a veces ni me entero de si el tratamiento ha dado resultado. La mejor información que tengo es de las pacientes de aquí.
Skreta se calló y Jakub cayó en una especie de ensoñación reflexiva. El proyecto de Skreta le había encantado y emocionado, porque en él reconocía a su viejo amigo, a aquel soñador incorregible:
—Tiene que ser bonito tener hijos con tantas mujeres… —dijo.
—Y todos son hermanos —añadió Skreta.
Y volvieron a caminar, respirando el aire perfumado y en silencio. Luego dijo Skreta:
—Sabes, con frecuencia me digo que, aunque hay muchas cosas que no me gustan de este país, tenemos una responsabilidad con respecto a él. Me fastidia mucho no poder viajar libremente por el mundo, pero nunca abandonaría mi patria. Y jamás hablaría mal de ella. Antes tendría que hablar mal de mí mismo. ¿Qué ha hecho cada uno de nosotros aquí para que sea mejor? ¿Qué ha hecho cada uno de nosotros para que se pueda vivir? ¿Para que sea un país donde uno se pueda sentir como en casa? Sólo que en casa… —la voz de Skreta se hizo más tierna y suave—, en casa sólo puede sentirse uno cuando está rodeado por los suyos.
Y ya que dijiste que te ibas, pensé que tenía que convencerte de que participaras en mi proyecto. Tengo para ti una probeta. Tú estarás en el extranjero y mientras tanto aquí nacerán tus hijos. Y dentro de diez, dentro de veinte años, verás qué hermoso país va a ser éste.
En el cielo había una luna redonda (estará ahí hasta la última noche de nuestra historia, a la que por ese motivo podemos llamar justificadamente historia lunar) y el doctor Skreta acompañó a Jakub hasta el Richmond:
—No puedes irte mañana —dijo.
—Tengo que hacerlo. Me esperan —dijo Jakub, pero sabía que se iba a dejar convencer.
—Tonterías —dijo Skreta—. Estoy contento de que te guste mi plan. Mañana tenemos que estudiarlo con todo detalle.