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Jakub siempre había tratado a Olga con paternal seriedad y disfrutaba llamándose a sí mismo, en broma, «anciano». Pero ella sabía que había muchas mujeres con las que actuaba de un modo completamente distinto y les tenía envidia. Pero hoy, por primera vez, le había parecido que había en Jakub algo viejo. Su comportamiento desprendía ese olor a rancio que la gente joven percibe en la generación de sus mayores.

Los ancianos se caracterizan por envanecerse de sus padecimientos pasados y convertirlos en un museo al que invitan a entrar a los visitantes. (¡Ay, cuán escasas son la visitas en estos tristes museos!). Olga comprendió que es la principal pieza viva del museo de Jakub y que su relación generosa y altruista con ella tiene por objeto hacer llorar a los visitantes.

Hoy también había visto la más preciosa de las piezas inertes: la tableta azul pálida. Cuando la desenvolvió hoy ante ella, se asombró de no emocionarse ni siquiera un poco. Comprendió, eso sí, que en aquellos tiempos difíciles Jakub había pensado en suicidarse, pero lo que le parecía ridículo era el patetismo con el que se lo comunicaba. Lo que le parecía ridículo era la forma en que sacaba la pastilla del papelillo azul como si se tratase de un preciado diamante. Y no entendía por qué se la quería devolver al doctor Skreta el día de su partida, si al mismo tiempo afirmaba que toda persona adulta debía ser dueña de su muerte en cualquier circunstancia. ¿Acaso no puede tener Jakub en el extranjero un cáncer y necesitar el veneno tanto como aquí? Pero no, para Jakub la tableta no era un simple veneno, sino un atrezzo simbólico, que ahora, en una especie de ceremonia sacra, debía ser entregado al sumo sacerdote. Era de risa.

Volvía de la Casa de Baños y se dirigía al Richmond. Pese a todos sus pensamientos malignos, deseaba ver a Jakub. Tenía muchas ganas de profanar su museo y de comportarse dentro de él, no como una pieza de museo, sino como una mujer. Por eso se quedó un tanto desilusionada al encontrar en la puerta el recado de que debía ir a la habitación contigua. La presencia de los demás hacía que su coraje disminuyese, y aún más porque no conocía a Bertlef y el doctor Skreta la trataba habitualmente con amable, pero evidente desinterés.

Bertlef, sin embargo, hizo que perdiera rápidamente la timidez, se le presentó con una profunda reverencia y le echó en cara al doctor Skreta que nunca le hubiera presentado a una mujer tan interesante.

Skreta le respondió que la chica había sido confiada a sus cuidados por Jakub y que por eso no había querido presentársela a Bertlef, porque sabía que no había mujer que se le resistiese.

Bertlef aceptó aquella excusa con alegre satisfacción. Después levantó el auricular y encargó la cena en el restaurante.

—Es increíble —dijo el doctor Skreta— que en este lugar perdido, donde no hay un solo restaurante en donde den de comer decentemente, nuestro amigo consiga vivir con tal abundancia.

Bertlef metió la mano en una caja de puros abierta que había junto al teléfono, que estaba llena de monedas de plata de medio dólar:

—El hombre no debe ser avaro… —rió.

Jakub observó que nunca había visto a una persona que creyese tan intensamente en Dios y al mismo tiempo supiese vivir tan placenteramente.

—Eso se debe probablemente a que hasta ahora nunca ha visto a un cristiano de verdad. La palabra Evangelio significa, como usted sabe, mensaje gozoso. Gozar de la vida es el legado esencial de Jesús.

A Olga le pareció que se presentaba la oportunidad de tomar parte en la conversación:

—Si he de creer en lo que nos decían nuestros maestros, los cristianos no veían en la vida terrena más que un valle de lágrimas y esperaban que la vida verdadera comenzase después de la muerte.

—Querida señorita —dijo Bertlef—, no les crea a los maestros.

—Y los santos —continuó Olga—, no hacían más que renunciar a la vida. En lugar de hacer el amor, se daban latigazos, en lugar de charlar como nosotros, se iban a las ermitas y, en lugar de encargar la cena por teléfono, mascaban raíces.

—No entiende usted en absoluto a los santos, señorita. Era gente que tenía un enorme apego a las satisfacciones de la vida, sólo que las alcanzaban de otro modo. ¿Cuál es, a su juicio, el mayor placer para el hombre? Puede adivinar, pero no acertaría porque no es suficientemente sincera. No es un reproche, porque para ser sincero es necesario conocerse a sí mismo y para conocerse a sí mismo hacen falta años. Y ¿cómo podría ser sincera una chica que irradia tanta juventud como usted? No puede ser sincera, porque ni siquiera sabe lo que lleva dentro. Pero, si lo supiese, debería coincidir conmigo en que el mayor placer es el de ser admirado. ¿No le parece?

Olga respondió que conocía placeres mejores.

—No los conoce —dijo Bertlef—. Fíjese en ese corredor de ustedes al que conoce aquí cualquier niño, ése que ganó tres olimpiadas seguidas. ¿Cree usted que ha renunciado a la vida? Sin embargo, en lugar de la charla, el amor y la buena mesa, tuvo que dar vueltas y vueltas a la pista. Su entrenamiento era bastante parecido a lo que hacían nuestros grandes santos. San Macario de Alejandría, que vivía en el desierto, llenaba sistemáticamente su cesto de arena, se lo cargaba a las espaldas y andaba con él durante muchos días por las interminables llanuras hasta quedar completamente agotado. Pero evidentemente para su corredor y para Macario de Alejandría existía un gran premio que superaba, con mucho, todo su esfuerzo. ¿Sabe lo que es oír el aplauso del inmenso anfiteatro olímpico? ¡No hay alegría mayor! San Macario de Alejandría sabía perfectamente por qué llevaba a las espaldas el cesto cargado de arena. La fama de sus viajes récord por el desierto se extendió rápidamente por todo el mundo cristiano. Y San Macario de Alejandría era como ese corredor suyo. Ése también triunfó primero en los cinco mil metros, después en los diez mil metros y al final no pudo resistirlo y triunfó también en el maratón. El deseo de ser admirado es insaciable. San Macario llegó a un monasterio de Tebas sin ser reconocido y pidió que lo admitieran. Cuando llegó la época de la cuaresma fue su apoteosis. ¡Mientras que los demás mantenían el ayuno sentados, él pasó los cuarenta días de ayuno de pie! ¡Fue un triunfo mayor que todo lo que usted podría soñar! ¡O acuérdese de Simón el Estilita! Construyó en el desierto una columna encima de la cual había una pequeña superficie. No había sitio para sentarse, allí había que estar de pie. Y él se pasó allí de pie toda la vida y todo el mundo cristiano admiraba entusiasmado aquel récord increíble, con el cual parecía que el hombre superaba los límites humanos. San Simón el Estilita fue el Gagarin del siglo tercero. ¿Se imagina qué felicidad invadió a Santa Ana de París cuando se enteró por medio de un mensajero galo de que San Simón el Estilita había oído hablar de ella y la bendecía desde su columna? ¿Y por qué cree que trataba de superar el récord? ¿Por qué no le importaba la vida ni la gente? ¡No sea ingenua! Los Santos Padres sabían perfectamente que San Simón el Estilita era un vanidoso y lo sometieron a prueba. En nombre de la autoridad eclesiástica le ordenaron bajar de la columna y dejar de competir. ¡Qué golpe para San Simón el Estilita! Pero fue tan sagaz o tan astuto que obedeció. Los padres de la Iglesia no tenían nada en contra de sus récords, sólo querían tener la seguridad de que la vanidad de Simón no era mayor que su obediencia. Cuando le vieron bajar triste de la columna, le ordenaron inmediatamente que volviera a subir, de modo que San Simón pudo morir en su columna, cubierto por el amor y la admiración del mundo.

Olga escuchó atentamente y, al oír las últimas palabras, empezó a reírse.

—Esa terrible ansia de admiración no es ridícula, sino emocionante —dijo Bertlef—. Aquel que desea ser admirado, siente apego a la gente, se siente atado a ella, no puede vivir sin ella. San Simón el Estilita está solo en el espacio, en un metro cuadrado de columna. ¡Y sin embargo está con toda la gente! Ve en su imaginación millones de ojos que se dirigen hacia él. Está presente en millones de mentes y eso le satisface. Es un gran ejemplo de amor por la gente y de amor por la vida. No sabe usted, señorita, lo vivo que está en todos nosotros Simón el Estilita. Y sigue siendo hasta hoy el polo mejor de nuestro ser.

Después llamaron a la puerta y entró el camarero llevando un carrito repleto de comida. Puso un mantel y empezó a preparar la mesa. Bertlef introdujo la mano en la caja de puros y le metió en el bolsillo un puñado de monedas. Todos se pusieron a comer, mientras el camarero permanecía tras ellos escanciándoles vino y sirviendo un plato tras otro.

Bertlef comentaba como gourmet el sabor de los distintos platos y Skreta dijo que ya no se acordaba de cuánto hacía que no comía tan bien.

—Creo que la última vez fue cuando mi madre aún me hacía la comida, pero entonces era yo muy pequeño. Soy huérfano desde que tenía cinco años. El mundo que me rodeaba me era extraño y también me resultaba extraña la cocina. El placer de comer aumenta con el amor por la gente.

—Así es —dijo Bertlef, cogiendo con el tenedor un trozo de carne de buey.

—A los niños abandonados les deja de gustar la comida. Créanme que aún hoy me duele no tener ni padre ni madre. Créanme que, aunque soy ya un viejo, daría cualquier cosa por tener un padre.

—Valora usted excesivamente las relaciones familiares —dijo Bertlef—. Todas las personas forman parte de su prójimo. No olvide lo que dijo Jesús cuando quisieron que se fuera con su madre y sus hermanos. Señaló a sus discípulos y dijo: Aquí están mi madre y mis hermanos.

—Sin embargo la santa Iglesia —respondió el doctor Skreta— no sintió la menor necesidad de eliminar la familia o de suplantarla por una comunidad de hombres libres.

—La santa Iglesia no es lo mismo que Jesús. Y San Pablo, si me permite decirlo, es a mi juicio tanto un continuador como un falsificador de Jesús. ¡Empezando por su repentina conversión de Saúl en Pablo! ¿No hemos conocido ya bastantes fanáticos apasionados, de ésos que cambian de fe de un día para otro? ¡Que nadie me diga que a los fanáticos les guía el amor! Son moralistas que repiten sus mandamientos. Pero Jesús no fue un moralista. Recuerden lo que dijo cuando le echaron en cara que no santificaba el sábado. El sábado se ha hecho para el hombre y no el hombre para el sábado. ¡Jesús amaba a las mujeres! ¿Pueden imaginarse a Pablo como amante? San Pablo me condenaría por amar a las mujeres. Pero Jesús no. No veo nada malo en amar a las mujeres, a muchas mujeres y en ser amado por las mujeres, por muchas mujeres —Bertlef sonreía con una especial autocomplacencia—: Amigos, no he tenido una vida fácil y he mirado varias veces a la muerte cara a cara. Pero en una cosa Dios ha sido generoso conmigo. He tenido un sinnúmero de mujeres, y me han amado.

Los asistentes al banquete terminaron de comer y el camarero empezó a retirar los platos de la mesa y en ese momento se oyó que llamaban otra vez a la puerta. Era una llamada débil y tímida que parecía como si necesitase de aliento. Bertlef dijo:

—Adelante.

La puerta se abrió y entró una niña. Era una niñita de unos cinco años, con un vestidito blanco de volantes, ceñido por una cinta blanca ancha, atada atrás en un gran lazo cuyas puntas parecían dos alitas. En la mano llevaba el tallo de una flor: una gran dalia. Al ver en la habitación a tantas personas que se quedaron inmóviles mirándola, se detuvo sin atreverse a seguir avanzando.

Pero Bertlef se levantó, se le iluminó la cara y dijo:

—No tengas miedo, angelito, y ven aquí.

Y la niña también, al ver ahora la sonrisa de Bertlef, como si se apoyara en ella, sonrió y corrió en dirección hacia él. Bertlef cogió la flor que le ofrecía y la besó en la frente.

Todos los invitados y hasta el camarero observaban la escena con asombro. La niña, con el gran lazo en la espalda, parecía realmente un pequeño ángel. Y Bertlef, inclinado con el tallo de la dalia en la mano, recordaba las estatuas de los santos que hay en las plazas de las ciudades pequeñas.

—Queridos amigos —se dirigió a sus invitados—, lo he pasado muy bien con vosotros y espero que vosotros conmigo también. Me gustaría estar aquí sentado hasta bien entrada la noche, pero ya veis que no puedo. Este hermoso ángel me llama junto a alguien que me espera. Ya os he dicho que la vida me ha perseguido de muchos modos, pero las mujeres me han amado.

Bertlef tenía junto al pecho la dalia, con la otra mano tocaba el hombro de la niña y se inclinaba ante su pequeño grupo de invitados. A Olga le parecía ridículamente teatral y estaba contenta de que se marchara y ella se quedara por fin a solas con Jakub.

Bertlef se dio la vuelta y se alejó con la niña hacia la puerta. Pero antes se inclinó hacia la caja de puros y se metió en el bolsillo un buen puñado de monedas de plata.