Bertlef les dio la bienvenida a los dos visitantes y Jakub echó un vistazo a la habitación. Se acercó luego al cuadro en el que estaba pintado un santo barbudo:
—Me han dicho que pinta —le dijo a Bertlef.
—Sí —respondió Bertlef—. Es San Lázaro, mi patrón.
—¿Y cómo es que le hizo la aureola azul? —se extrañó Jakub.
—Me gusta que me lo pregunte. La gente suele mirar los cuadros sin ver lo que mira. Pinté la aureola azul simplemente porque la aureola es en realidad azul.
Jakub volvió a extrañarse y Bertlef continuó:
—Las personas que están ligadas a Dios por un amor especialmente fuerte, son recompensadas con una santa alegría que se derrama en su interior y desde allí irradia hacia fuera. La luz de esa alegría divina es suave y silenciosa y tiene el color del azul celeste.
—Un momento —le interrumpió Jakub—. ¿Cree usted que la aureola es algo más que un símbolo plástico?
—Por supuesto —dijo Bertlef—: Pero no se imagine, naturalmente, que sale de las cabezas de los santos ininterrumpidamente y que los santos van por el mundo como farolas ambulantes. Por supuesto que no. Sólo en algunos momentos de gran alegría interior se desprende de ellos una irradiación azulada. En los primeros siglos después de la muerte de Jesús, cuando había muchos santos y muchas personas que los conocían de cerca, nadie dudaba del color de la aureola y en todos los cuadros y frescos de la época la verá azul. Es a partir del siglo quinto cuando los pintores empiezan gradualmente a pintarla de otros colores, por ejemplo naranja o amarilla. En el gótico es ya exclusivamente dorada. Era más decorativo y expresaba mejor el poder terrenal y la gloria de la Iglesia. Pero en realidad no se parecía más a la aureola que la iglesia de entonces a los primeros cristianos.
—Eso no lo sabía —dijo Jakub y Bertlef fue hacia el armario de las bebidas.
Discutió durante un momento con los invitados a qué botella debían dar prioridad. Después de servir coñac en tres copas, se dirigió al doctor Skreta.
—Espero que no se olvide de ese infeliz padre. Estoy muy interesado en ello.
Skreta le garantizó a Bertlef que todo saldría bien y Jakub preguntó de qué estaban hablando. Cuando se lo explicaron (valoremos la nobleza y discreción de los dos hombres: no mencionaron ningún nombre, ni siquiera ante Jakub), manifestó gran compasión por el desconocido fecundador.
—¿Quién de nosotros no ha pasado por semejante martirio? Es una de las grandes pruebas. Los que sucumben y se convierten en padres contra su voluntad, sufren una derrota para toda la vida. Entonces se vuelven malos como todos los perdedores y les desean a los demás la misma suerte.
—¡Amigo! —exclamó Bertlef—: ¡Hablar así ante un padre feliz! ¡Si se queda usted aquí dos o tres días, verá a mi hermoso hijo y se retractará usted de lo que acaba de decir!
—No me retractaré —dijo Jakub—, ¡porque usted no ha sido padre contra su voluntad!
—Eso sí que no. Soy padre por mi propia voluntad y por voluntad del doctor Skreta.
El doctor Skreta asintió satisfecho y afirmó que él también tenía una idea de la paternidad distinta de la de Jakub, como lo confirma, dijo, el estado en que se halla su querida Mimí.
—Lo único —añadió— que me conduce a cierto escepticismo con respecto a la multiplicación de la especie es la inadecuada elección de los padres. Es increíble que algunos individuos horrorosos se decidan a multiplicarse. Seguramente creen que la carga de su fealdad se volverá más ligera si la comparten con sus descendientes.
Bertlef tachó de racismo estético la postura del doctor Skreta:
—No olvide que no sólo Sócrates era feísimo, sino que muchas amantes famosas tampoco destacaban por su perfección corporal. El racismo estético es casi siempre una manifestación de inexperiencia. Los que no han penetrado excesivamente en el mundo de los placeres amorosos, sólo pueden juzgar a las mujeres por lo que ven. Pero los que de verdad las conocen saben que los ojos sólo pueden comunicar una mínima fracción de lo que una mujer puede brindarnos. Cuando Dios incitó a la humanidad a amarse y multiplicarse, se refería, doctor, a los feos y a los hermosos. Por lo demás estoy convencido de que el criterio estético proviene del diablo y no de Dios. En el paraíso nadie distinguía la fealdad de la belleza.
Luego se incorporó al debate Jakub y dijo que los motivos estéticos no habían desempeñado papel alguno en su rechazo de la multiplicación.
—Podría citar una decena de motivos distintos para no ser padre.
—Hable, estoy impaciente —dijo Bertlef.
—En primer lugar, no me gusta la maternidad —dijo Jakub y reflexionó—: La época moderna ha desenmascarado ya todos los mitos. Hace tiempo ya que la infancia no es la edad de la inocencia. Freud descubrió la sexualidad infantil y dijo todo lo que había que decir sobre Edipo. Sólo Yocasta permanece oculta y nadie se atreve a despojarla de sus hábitos. La maternidad es el último y el mayor de los tabúes y en ella se oculta también la mayor de las maldiciones. No hay mayor atadura que la de la madre con el niño. Esta atadura mutila para siempre el alma del hijo y somete a la madre, en la época de la madurez del hijo, a los mayores sufrimientos amorosos que existen. Yo digo que la maternidad es una maldición y no estoy dispuesto a multiplicarla.
—Continúe —dijo Bertlef.
—Hay otros motivos por los que no quiero multiplicar a las madres —dijo Jakub con ciertos titubeos—. Me gusta el cuerpo femenino y me repugna la idea de que el pecho amado se convierta en una bolsa de leche.
—Continúe —dijo Bertlef.
—El doctor seguramente confirmará que a las mujeres que están en el hospital tras una interrupción del embarazo, los médicos y las enfermeras las tratan mucho peor que a las que dan a luz y manifiestan hacia ellas cierto desprecio, aunque ellos mismos vayan a necesitar al menos una vez en la vida una intervención semejante. Sin embargo, es algo más fuerte que cualquier tipo de reflexión, porque el culto al nacimiento es una imposición de la naturaleza. Por eso no hay que buscar en la publicidad a favor del crecimiento de la población ningún argumento racional. ¿Cree usted que se oye la voz de Jesús a través de la moral de la Iglesia con respecto al aumento de la natalidad o que es Marx quien habla a través de la propaganda estatal comunista de la procreación? Por el puro deseo de conservar la especie, la humanidad pronto acabará por ahogarse en su pequeña tierra. Pero la publicidad a favor de la natalidad sigue en sus trece y el público llora enternecido cuando ve la imagen de una madre dando de mamar o la de un crío gesticulando. Me repugna todo eso. Cuando imagino que, junto a otros millones de entusiastas, debería inclinarme con una sonrisa estúpida, ante un cochecito, me corre un escalofrío por la espalda.
—Continúe —dijo Bertlef.
—Y naturalmente tengo que pensar en el mundo en el que nacería ese hijo. Inmediatamente se apoderaría de él la escuela y le metería en la cabeza las mentiras contra las que yo mismo he luchado inútilmente toda la vida. ¿Debería permanecer impasible viendo cómo mi descendiente se convierte en un bobo conformista? ¿O debería transmitirle mis propias ideas y verlo infeliz por tener que enfrentarse a los mismos conflictos que yo?
—Continúe —dijo Bertlef.
—Y naturalmente tengo que pensar en mí. En este país los hijos son castigados cuando los padres son desobedientes y los padres cuando son desobedientes los hijos. ¡Cuántos jóvenes han sido expulsados de sus estudios porque sus padres habían caído en desgracia! ¡Y cuántos padres se han resignado a ser toda su vida unos cobardes, sólo para no perjudicar a sus hijos! Si alguien quiere mantener aquí al menos un poco de libertad, no puede tener hijos —dijo Jakub y se quedó en silencio.
—Le faltan aún cinco motivos para completar el decálogo —dijo Bertlef.
—El último motivo es tan grande que vale por cinco —dijo Jakub—. Tener un hijo significa manifestar que se está absolutamente de acuerdo con el hombre. Si tengo un hijo, es como si dijera: He nacido, he experimentado la vida y he comprobado que es tan buena que merece ser repetida.
—¿Y usted no cree que la vida sea buena? —preguntó Bertlef.
Jakub procuró hablar con precisión y dijo con cautela:
—Lo único que sé es que nunca podría decir con profunda convicción: El hombre es un ser magnífico y quiero repetirlo.
—Eso es porque siempre has conocido el lado malo de la vida —dijo el doctor Skreta—. Nunca has sabido vivir. Siempre pensaste que tu obligación era estar, como suele decirse, en el meollo de todo. Estar en medio de los acontecimientos. Pero ¿qué acontecimientos eran ésos? La política. Y la política es lo menos esencial y lo menos valioso de la vida. La política es la espuma sucia del río, mientras que la verdadera vida del río se desarrolla en las profundidades. La investigación sobre la fertilidad femenina se viene haciendo desde hace miles de años. Es una historia sólida y segura. Y le da lo mismo el gobierno que esté ahora mismo en el poder. Yo, que me pongo los guantes de goma y examino los órganos femeninos, estoy mucho más cerca del centro de la vida que tú, que casi perdiste la vida por ocuparte tanto del bienestar del pueblo.
En lugar de defenderse, Jakub aceptó los reproches de su amigo, de modo que Skreta, estimulado, continuó:
—Arquímedes con sus círculos, Miguel Ángel con un trozo de piedra, Pasteur con sus tubos de ensayo, ésos fueron los únicos que transformaron la vida de la gente e hicieron la historia real, mientras que los políticos… —Skreta calló e hizo un gesto despectivo con la mano.
—¿Mientras que los políticos qué? —preguntó Jakub y prosiguió—: Yo te lo diré. Si la ciencia y el arte son en realidad el verdadero y legítimo escenario de la historia, la política, por el contrario, es un laboratorio científico cerrado, en el que se llevan a cabo experimentos inéditos con el hombre. Los ejemplares humanos experimentales son arrojados al foso y sacados de nuevo a escena, seducidos con el aplauso y amedrentados con la horca, delatados y obligados a delatar. Yo trabajé en ese laboratorio como elaborante, pero unas cuantas veces también serví de víctima en la vivisección. Sé que no he creado ningún valor (tampoco lo hizo ninguno de los que allí trabajaban conmigo), pero he llegado a conocer mejor que los demás lo que es el hombre.
—Le comprendo —dijo Bertlef— y conozco ese laboratorio, aunque yo mismo nunca he sido en él elaborante, sino únicamente cobaya. La guerra me sorprendió en Alemania. La mujer a la que entonces amaba me denunció a la Gestapo. Fueron a verla y le enseñaron una fotografía en la que estaba yo abrazado a otra mujer. Aquello le hirió y ya sabe que el amor adquiere muchas veces el aspecto del odio. Fui a la cárcel con la particular sensación de que había sido el amor el que me había mandado allí. ¿No es maravilloso encontrarse en manos de la Gestapo y saber que se trata en realidad del privilegio de un hombre que es demasiado amado?
Jakub respondió:
—Si algo hay que realmente me ha disgustado del hombre es la forma en que su crueldad, su bajeza y su estrechez de miras se disfrazan de lirismo. Le envió a usted a la muerte y vivió aquello como la sensible actitud de un amor herido. Y usted fue a la horca por culpa de una imbécil, con la sensación de estar haciendo un papel en una tragedia escrita por Shakespeare para usted.
—Vino a verme llorando después de la guerra —continuó Bertlef como si no oyese las alegaciones de Jakub—: Le dije: No temas, Bertlef no se venga nunca.
—¿Sabe una cosa? —dijo Jakub—, pienso con frecuencia en el rey Herodes. Ya conoce la historia. Al parecer se enteró de que había nacido el próximo rey de los judíos, así que por temor a perder el trono hizo que asesinaran a todos los recién nacidos. Yo me imagino a Herodes de otro modo, aunque sé que no es más que un juego de la imaginación. A mi juicio, Herodes fue un rey culto, sabio y muy generoso, que había trabajado durante mucho tiempo en el laboratorio de la política, y se dio cuenta de lo que es la vida y lo que es el hombre. Comprendió que el hombre no debía haber sido creado. Por lo demás, sus dudas no estaban tan fuera de lugar ni eran tan pecaminosas. Si no me equivoco, Dios también tuvo dudas acerca del hombre y pensó en deshacer esta obra suya.
—Sí —asintió Bertlef—, habla de ello Moisés en el capítulo sexto del Génesis: Raeré los hombres que he creado de sobre la faz de la tierra porque me arrepiento de haberlos hecho.
—Y puede que no haya sido más que un momento de debilidad de Jehová el haberle permitido finalmente a Noé salvarse con su arca y que la historia de la humanidad empezase de nuevo. ¿Podemos estar seguros de que el mismo Dios no se haya arrepentido de aquella debilidad? Pero, con lamentos o sin ellos, ya no había nada que hacer. Dios no se puede poner en ridículo modificando constantemente sus decisiones. Pero ¿y si fue él mismo quien puso aquella idea en la cabeza de Herodes? ¿Podemos eliminar esa posibilidad?
Bertlef se encogió de hombros y no dijo nada.
—Herodes era un rey. No cargaba solo con su responsabilidad. No podía decir como yo: que los demás hagan lo que quieran, yo no me multiplicaré. Herodes era rey y sabía que debía decidir no sólo en su nombre, sino también en el de los demás y decidió, en nombre de la humanidad, que el hombre no volvería a repetirse. Y así empezó el asesinato de los niños. Sus motivos no fueron tan ruines como los que le atribuye la tradición. Herodes estaba guiado por la más elevada intención de liberar finalmente al mundo de las garras del hombre.
—Su interpretación de Herodes me gusta bastante —dijo Bertlef—. Me gusta tanto que desde hoy me imaginaré el asesinato de los niños igual que usted. Pero no olvide que precisamente en la misma época en la que Herodes decidió que la humanidad dejaría de existir, nació en Belén un chiquillo que escapó de su matanza.
Y ese chiquillo luego creció y le dijo a la gente que sólo hacía falta una única cosa para que valiese la pena vivir: amarse los unos a los otros. Es posible que Herodes fuera más culto y experimentado. En realidad Jesús era un jovencito y es probable que no supiera mucho de la vida. Es posible que todas sus enseñanzas puedan explicarse sólo a partir de su juventud y su inexperiencia. De su ingenuidad, si usted quiere. Y sin embargo decía la verdad.
—¿La verdad? ¿Quién ha demostrado que fuera verdad? —preguntó belicosamente Jakub.
—Nadie —dijo Bertlef—. Nadie lo demostró y nadie lo demostrará. Jesús amaba tanto a su padre que no podía admitir que su obra fuera mala. Lo impulsaba el amor y no la razón. Por eso sólo nuestro corazón puede decidir esta pugna entre él y Herodes. ¿Vale o no la pena ser hombre? No tengo ninguna prueba en ese sentido, pero creo con Jesús que sí —luego señaló con una sonrisa al doctor Skreta—: Fue precisamente por eso por lo que traje a mi mujer a que se curase aquí con el doctor, que a mi juicio es uno de los santos discípulos de Jesús, porque sabe hacer milagros y despertar a la vida las entrañas durmientes de las mujeres. ¡Bebamos a su salud!