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El boxer correteaba con curiosidad por la habitación como si no intuyese que había escapado de un peligro. Jakub se tendió en el diván y se puso a pensar en lo que podía hacer con él. El perro le gustaba, era bonachón y alegre. La despreocupación con la que se habituó en pocos minutos a una habitación ajena y se hizo amigo de un extraño resultaba sospechosa y parecía lindar con la estupidez. Después de olisquear todos los rincones de la habitación, se subió al diván en el que estaba Jakub y se acostó junto a él. Jakub se quedó sorprendido, pero aceptó sin discusiones aquella manifestación de amistad. Le puso al perro la mano en el lomo y disfrutó de la sensación de calor animal. Siempre le habían gustado los perros. Eran seres próximos, cariñosos, entregados y al mismo tiempo totalmente incomprensibles. El hombre nunca sabrá lo que realmente sucede en la cabeza y en el corazón de esos confiados y alegres embajadores de una naturaleza extraña e incomprensible para el hombre.

Le rascó el lomo al perro y pensó en la escena que acababa de presenciar. Los viejos de las largas pértigas se le confundían con los guardianes de la cárcel, los interrogadores y los confidentes que trataban de averiguar si el vecino hablaba de política en la tienda. ¿Qué impulsaba a esta gente a desempeñar su triste actividad? ¿La maldad? Seguro, pero también el ansia de orden. Porque el ansia de orden pretende convertir el mundo de los hombres en el reino de lo inorgánico, en el que todo marcha, funciona, sometido a un orden suprapersonal. El ansia de orden es al mismo tiempo ansia de muerte, porque la vida es una permanente alteración del orden. O dicho al revés: el ansia de orden es el virtuoso pretexto con el cual el odio a la gente justifica su actuación devastadora.

Y después se acordó de aquella chica rubia que no le había querido dejar entrar en el Richmond y sintió hacia ella un doloroso odio. Los viejos de las pértigas no lo irritaban, a ésos les conocía perfectamente, con ellos contaba, nunca había dudado de que existen y tienen que existir y de que serían siempre sus perseguidores. Pero aquella chica, aquélla era su eterna derrota. Era bonita y no había aparecido en escena como perseguidora, sino como espectadora que se ha visto arrastrada por el espectáculo y se ha identificado con los que persiguen. Jakub había sentido siempre terror de que los que miraban estuvieran dispuestos a sujetarle la víctima al verdugo. Porque el verdugo se ha ido convirtiendo con el tiempo en un personaje familiar del vecindario, mientras que los perseguidos huelen de algún modo a aristocracia. El alma de la masa, que en tiempos se había sentido identificada con los míseros perseguidos, se identifica hoy con la miseria de los perseguidores. Porque la caza al hombre es en nuestro siglo caza de privilegiados: se caza a los que leen libros o a los que tienen perro.

Sentía bajo la mano el cuerpo cálido del perro y se decía a sí mismo que aquella chica rubia había llegado para comunicarle con una señal misteriosa que en este país nunca iba a ser amado y que ella, la embajadora del pueblo, siempre estaría dispuesta a retenerlo para que le alcanzaran los hombres que van a tender hacia él la pértiga con el lazo de alambre. Abrazó al perro y lo apretó contra su cuerpo. Pensó que no podía dejarlo aquí a su suerte, que debía llevárselo de este país como recuerdo de la persecución, como a uno de los que escaparon. Y entonces se imaginó que escondía a aquel alegre chucho como si fuera un fugitivo perseguido por la policía y le dio la risa.

Llamaron a la puerta y entró Skreta:

—Ya es hora de que estés en casa. Llevo toda la tarde buscándote. ¿Dónde estabas?

—Estuve con Olga y después… —iba a contarle la historia del perro, pero el doctor Skreta le interrumpió:

—Ya me lo podía haber imaginado. Perder el tiempo así cuando tenemos tantas cosas que discutir. Ya le dije a Bertlef que estás aquí y me las he arreglado para que nos invite a su habitación.

En ese momento el perro saltó del diván, se acercó al doctor, se levantó en las patas traseras y le puso las delanteras encima del pecho. Skreta rascó al perro en el cuello y, sin asombrarse en lo más mínimo, le habló:

—Bueno, Bobes, vale, muy bien…

—¿Este es Bobes?

—Sí, es Bobes —confirmó Skreta y explicó que el perro pertenecía al administrador de un restaurante en el bosque, cerca del balneario; al perro lo conoce todo el mundo porque le encanta vagar por los alrededores.

El perro comprendió que se estaba hablando de él y se puso contento. Movía el rabo y trataba de lamerle la cara a Skreta.

El doctor Skreta dijo:

—Tú eres un magnífico sicólogo. Tienes que estudiarlo bien hoy. No sé cómo hacer. Tengo grandes planes en relación con él.

—¿Lo de los cuadros religiosos?

—Lo de los cuadros religiosos es una estupidez —dijo Skreta—. Se trata de cosas más importantes. Quiero que me adopte.

—¿Que te adopte?

—Ser su hijo adoptivo. Para mí es una cuestión vital. Si me convierto en hijo suyo me dan automáticamente la ciudadanía norteamericana.

—¿Quieres emigrar?

—No es eso. Estoy realizando aquí experimentos de gran importancia y no quiero interrumpirlos. De eso también quiero hablar hoy contigo porque te voy a necesitar. Pero teniendo pasaporte norteamericano podré viajar libremente por todo el mundo. Si no es así, una persona normal no puede salir de aquí a ninguna parte. Y a mí me gustaría mucho ir a Islandia.

—¿Y por qué precisamente a Islandia?

—Es el mejor sitio para pescar salmones —dijo Skreta y continuó—: Lo que complica un poco las cosas es que Bertlef sólo es siete años mayor que yo. Voy a tener que explicarle que la paternidad adoptiva es un estado legal que no tiene nada que ver con la paternidad natural y que, teóricamente, podría ser mi padre adoptivo aunque fuera menor que yo. Seguramente lo comprenderá, pero su mujer es jovencísima. Es paciente mía. De todos modos llegará pasado mañana. Mandé a Mimí a la capital para que la espere en el aeropuerto.

—¿Mimí está informada de tus planes?

—Por supuesto. Le ordené ganarse a su futura suegra al precio que sea.

—¿Y el americano? ¿Qué dice de todo eso?

—Ése es el mayor problema. Es incapaz de darse cuenta de nada. Por eso necesito que lo estudies y me aconsejes cómo hacer para conseguirlo.

Skreta miró el reloj y dijo que Bertlef ya los estaría esperando.

—¿Y qué hacemos con Bobes? —preguntó Jakub.

—¿Cómo vino a parar a tus manos? —dijo Skreta.

Jakub le explicó a su amigo cómo le había salvado la vida al perro, pero Skreta estaba centrado en sus ideas y le oía sin prestarle atención. Cuando Jakub terminó, dijo:

—La señora del restaurante es paciente mía. Hace dos años dio a luz un precioso niño. A Bobes lo quieren mucho, mañana deberías llevárselo. Mientras tanto le daremos una pastilla para dormir, así no nos molestará.

Entonces sacó del bolsillo un tubo y cogió una tableta. Atrajo al perro hacia sí, le abrió la boca y le metió la pastilla en la garganta.

—Dentro de un momento dormirá plácidamente —dijo y salió con Jakub de la habitación.