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Ruzena llevaba sentada en el banco del parque quién sabe cuanto tiempo y era incapaz de moverse de allí, quizás porque sus ideas también permanecían fijas en un mismo sitio.

Ayer mismo creía todavía en lo que le decía el trompetista. No sólo porque era agradable, sino también porque era más sencillo: de ese modo podía renunciar con la conciencia tranquila a proseguir un combate para el que ya no tenía fuerzas. Pero ahora que sus compañeras se habían reído de ella, volvía a no creerle y pensaba en él con odio, porque en lo más profundo de su alma temía no ser lo suficientemente astuta ni tenaz como para ganarle la partida.

Sin especial interés rompió el papel del paquete que le había dado Frantisek. Dentro había una tela color azul pálido y Ruzena comprendió que había recibido de regalo un camisón; un camisón con el que él quisiera verla cada día; cada día y muchos días y todos los días de la vida. Miraba el color azul pálido de la tela y le parecía que aquella mancha azul se corría, se ampliaba, se convertía en una ciénaga, en una ciénaga de bondad y entrega, en una ciénaga de amor servil que al final acabaría tragándola.

¿A quién odiaba más? ¿Al que no la quería o al que se esforzaba por conquistarla?

Y así estaba, clavada al banco por ambos odios, sin saber siquiera lo que ocurría a su alrededor. Junto al bordillo se detuvo un microbús y tras él un camión cerrado de color verde, desde el que llegaban hasta Ruzena aullidos y ladridos de perros. Se abrió la puerta del microbús y bajó un anciano con una banda roja en la manga. Ruzena miraba atontada y tardó un rato en entender lo que veía.

El hombre voceó una orden hacia el interior del microbús y por la puerta bajó otro anciano, llevaba también una banda roja en la manga y en la mano una pértiga de tres metros de largo, en cuyo extremo había un lazo de alambre. Tras él bajaron otros hombres y se pusieron en fila delante del microbús. Todos eran viejos, todos tenían bandas rojas en las mangas y todos llevaban pértigas con lazos de alambre en la punta.

El hombre que había bajado primero y no llevaba pértiga daba las órdenes, de modo que los ancianos, como una extraña compañía de lanceros, se pusieron varias veces en posición de firmes y de descanso. Después el hombre voceó otra orden y la compañía de viejos echó a correr hacia el parque. Allí se separaron y cada uno se puso a correr en una dirección diferente, algunos por los caminillos, otros atravesando el césped. Por el parque paseaban los pacientes del balneario y correteaban los niños, y ahora, de pronto, todos se habían quedado quietos y miraban con asombro a los ancianos que se lanzaban al ataque con las pértigas hacia adelante.

También Ruzena despertó de la inmovilidad de sus meditaciones y se puso a observar lo que sucedía. Reconoció en uno de los ancianos a su padre y lo miró con disgusto, pero sin sorpresa.

Junto a un abedul, en medio del césped, correteaba un perrito callejero. Uno de los ancianos corrió hacia él y el perro lo miró sorprendido. El viejo estiró la pértiga tratando de colocar el lazo de alambre delante de la cabeza del perro. Pero la vara era larga, las manos del anciano débiles y el viejo no era capaz de acertar. El lazo de alambre se balanceaba sin precisión alrededor de la cabeza del perrito, que lo miraba con curiosidad.

Pero había venido ya a ayudar al viejo otro jubilado que tenía las manos más firmes, de modo que el perrito se encontró finalmente atrapado en el collar de alambre. El viejo tiró de la pértiga, el alambre se hincó en el cuello peludo y el perrito aulló. Los dos jubilados se rieron y arrastraron al perro por el césped hasta los vehículos aparcados. Abrieron las grandes puertas del camión, del que salió una poderosa ola de ladrido canino; tiraron allí dentro al perrito callejero.

Ruzena percibía todo lo que veía sólo como parte de su propia historia: era una mujer desgraciada entre dos mundos: el mundo de Klima la rechazaba y el mundo de Frantisek, del que quería escapar (un mundo de trivialidad y aburrimiento, un mundo de fracaso y capitulación), había venido a buscarla bajo la apariencia de este pelotón atacante, como si quisiera llevársela con uno de esos lazos de alambre.

En un caminillo de arena del parque estaba un chico de unos doce años llamando desesperadamente a su perrito, que se había metido en medio de los arbustos. Pero en lugar del perro quien corrió hacia el muchacho fue el padre de Ruzena con la pértiga. El chico se calló inmeditamente. Temía llamar al perro, porque sabía que el viejo de la pértiga se lo llevaría. Por eso se echó a correr por el camino para huir del viejo, pero el viejo también corrió tras él. Corrían los dos juntos. El padre de Ruzena con la pértiga y el chico, quien, mientras corría, se puso a llorar. Después el chico dio media vuelta y echó a correr en sentido contrario. El padre de Ruzena también giró. Otra vez corrían juntos.

Después salió de entre los arbustos un perro pachón. El padre de Ruzena alargó la pértiga hacia él, pero el perro lo esquivó y corrió hacia el chico, que lo levantó y lo apretó contra su cuerpo. Otros viejos corrieron a ayudar al padre de Ruzena y arrancaron al perro de los brazos del muchacho. El chico lloraba, gritaba y lanzaba puñetazos a su alrededor, de modo que tuvieron que retorcerle los brazos y taparle la boca, porque sus gritos llamaban demasiado la atención de los paseantes, que observaban pero tenían miedo de intervenir.

Ella no quería seguir viendo a su padre y a sus compinches. Pero ¿adónde ir? En su pequeña habitación tenía una novela de detectives sin terminar de leer que no la atraía, en el cine ponían una película que ya había visto y en el vestíbulo del Richmond funcionaba permanentemente la televisión. Se decidió por la televisión. Se levantó del banco y el griterío de los viejos, que llegaba hasta ella desde todas partes, hizo que volviera a tomar conciencia, con toda intensidad, del contenido de sus entrañas y le pareció que era sagrado. La cambiaba y la elevaba. La separaba de aquellos seres enfurecidos que perseguían a los perros. De pronto pensó, como una idea imprecisa, que no podía rendirse y no podía capitular porque en la barriga llevaba su única esperanza; su única entrada para el futuro.

Al llegar al borde del parque, vio a Jakub. Estaba en la acera del Richmond y observaba lo que ocurría en el parque. Sólo lo había visto una vez, hoy durante el almuerzo, pero se acordaba de él. La paciente, vecina suya durante un tiempo y que golpeaba en la pared cuando Ruzena ponía la radio un poquito más fuerte, le resultaba muy antipática, de modo que observaba con atención y disgusto todo lo que tenía algo que ver con ella.

La cara de aquel hombre no le gustaba. Le parecía irónica y Ruzena odiaba la ironía. Siempre le había parecido que la ironía (cualquier tipo de ironía) era como un guardián armado junto al portal de su futuro, que la examinaba atentamente y hacía con la cabeza un gesto de rechazo. Se irguió y pretendió pasar junto a Jakub con toda la provocación de sus pechos y el orgullo de su barriga.

Y aquel hombre (lo observaba con el rabillo del ojo) dijo ahora, de pronto, con voz tierna, serena:

—Ven aquí… ven, ven aquí conmigo…

Al principio no podía entender cómo era posible que la llamase. La ternura de su voz la confundió y no supo cómo responderle. Pero luego miró a su alrededor y vio que tras ella iba un boxer gordo, con cara de persona fea.

La voz de Jakub atrajo al perro. Lo cogió por el collar:

—Ven conmigo, que, si no, vas a acabar mal.

El perro levantó confiado la cabeza hacia Jakub, su lengua ondeaba como un alegre banderín.

Fue un instante de humillación, ridícula, insignificante y sin embargo evidente: Él no había tomado en cuenta ni su provocación ni su orgullo. Ella creyó que le hablaba y en realidad le estaba hablando al perro. Pasó junto a él y se detuvo en la escalera de la entrada del Richmond.

Dos viejos con pértigas se abalanzaron hacia Jakub atravesando la calle. Ella miraba la escena con rabia y no podía evitar ponerse de parte de los viejos.

Jakub condujo del collar al perro hasta la escalera del edificio y el viejo le gritó:

—¡Suelte a ese perro inmediatamente!

Y el segundo viejo:

—¡En nombre de la ley!

Jakub no les hizo caso a los viejos y siguió andando, pero una de las pértigas se inclinó hacia abajo, pasó junto a su cuerpo y el lazo de alambre quedó colgando vacilante sobre la cabeza del boxer.

Jakub cogió el extremo de la pértiga y lo empujó hacia un lado.

Llegó un tercer viejo corriendo y le gritó:

—¡Está obstaculizando la actuación de la autoridad! ¡Voy a llamar a la policía!

Y la voz aguda de otro viejo acusaba:

—¡Estaba corriendo por el parque! ¡Corría por entre los juegos de los niños sin respetar la prohibición! ¡Meaba en la arena de los niños! ¿Prefiere usted a los perros o a los niños?

Ruzena observaba la escena desde lo alto de la escalera y el orgullo que hasta hacía un momento había sentido sólo en la barriga le subía por todo el cuerpo y la llenaba de obstinación. Jakub subía hacia donde ella estaba, llevando al perro por el collar, y ella dijo:

—Ese perro no puede entrar aquí.

Jakub le respondió en un tono sereno, pero ella ya no podía retroceder. Se cuadró delante de la amplia puerta del Richmond y repitió:

—Este es un edificio para pacientes, no para perros. Aquí no pueden entrar perros.

—¿No quiere también una de esas pértigas de ahorcar, señorita? —dijo Jakub y avanzó con el perro hacia la puerta.

Ruzena oyó en la frase de Jakub la odiada ironía que la arrastraba de vuelta hacia el lugar de donde había salido, hacia el lugar en el que no quería estar. La rabia le nubló la vista. Cogió al perro por el collar. Ahora lo tenían cogido los dos. Jakub tiraba de él hacia dentro y ella hacia fuera.

Jakub le cogió a Ruzena la mano por la muñeca y se la arrancó del collar con tal violencia que la chica trastabilló.

—¡Usted también preferiría, en lugar de niños, llevar perros en los cochecitos! —le gritó mientras se alejaba.

Jakub la miró y las miradas de los dos se apoyaron la una contra la otra con el peso de un odio repentino y desnudo.