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—¿Es realmente tan extravagante el doctor Skreta, o finge serlo? —le peguntó Olga a Jakub.

—Llevo pensando en eso desde que le conozco —respondió Jakub.

—Las personas extravagantes no viven mal, siempre que consigan que la gente respete su extravagancia —dijo Olga—. El doctor Skreta es increíblemente distraído. En medio de una conversación se olvida de lo que estaba diciendo. A veces se pone a charlar en la calle y llega dos horas tarde al consultorio. Sin embargo, nadie se atreve a enfadarse con él, porque el doctor es un extravagante oficialmente reconocido y sólo un necio podría negarle su derecho a la extravagancia.

—Por muy extravagante que sea, creo que no es mal médico.

—Seguramente no, pero a todos nos parece que la práctica médica es para él algo secundario, algo que lo perturba en todas sus demás actividades, mucho más importantes. Mañana, por ejemplo, va a tocar la batería.

—Espera —interrumpió Jakub a Olga—: ¿Eso es cierto?

—Tiene que ser cierto. Por todo el balneario hay carteles que anuncian que mañana actuará el famoso trompetista Klima y que con él tocará la batería el doctor Skreta.

—Es increíble —dijo Jakub—. No me llamó en absoluto la atención que Skreta pensase tocar la batería. Skreta es el mayor soñador que conozco. Pero todavía no había visto que ninguno de sus sueños se realizase. Cuando nos conocimos, en la universidad, Skreta tenía poco dinero. Siempre tenía poco y siempre soñaba con ganar más. En aquella época planeaba conseguir una hembra de welsh terrier, porque alguien le había dicho que las crías se vendían a cuatro mil coronas. En seguida tuvo los cálculos hechos. La perra pariría dos veces al año cinco cachorros cada vez. Dos por cinco, diez; diez por cuatro mil son cuarenta mil al año. Lo calculó todo perfectamente. Obtuvo laboriosamente la protección del encargado del comedor universitario, quien le prometió que le daría dos veces al día los restos de la comida para el perro. Les escribió a dos compañeras la tesina para que, a cambio, salieran a pasearle el perro. Vivía en una residencia en la que estaba prohibido tener perros. De modo que le compraba todas las semanas un ramo de rosas a la administradora hasta que por fin ella le prometió que en su caso haría una excepción. Estuvo unos dos meses creando condiciones para criar a su perra, pero todos sabíamos que nunca iba a tenerla. Necesitaba cuatro mil coronas para comprarla y nadie se las prestó. Nadie lo tomaba en serio. Todos lo consideraban sólo un soñador, extraordinariamente astuto y emprendedor, eso sí, pero tan sólo en el reino de la imaginación.

—Eso es encantador, pero sigo sin entender tu extraño amor por él. Si ni siquiera es de fiar. No es capaz de llegar a tiempo a ningún sitio y, si hoy queda en algo, mañana se habrá olvidado.

—Eso no es del todo cierto. En cierta ocasión me ayudó mucho. En realidad, nunca nadie me ayudó tanto como él.

Jakub se llevó la mano al bolsillo pequeño de la chaqueta y sacó un papelillo azul retorcido. Lo abrió y en el papelillo apareció una tableta de color azul pálido.

—¿Qué es eso? —preguntó Olga.

—Veneno.

Jakub disfrutó un momento del silencio interrogativo de la chica y luego prosiguió:

—Lo tengo desde hace más de quince años.

Después de aquel año que pasé en la cárcel, comprendí algo. Uno debe tener al menos una seguridad: la de ser dueño de su propia muerte y poder elegir el momento y el modo en que haya de producirse. Cuando tienes esa seguridad, puedes aguantar mucho. Siempre sabes que puedes escaparte en cuanto elijas el momento.

—¿Lo tenías cuando estabas en la cárcel?

—Por desgracia no, pero lo conseguí nada más volver.

—¡Pero entonces ya no lo necesitabas!

—Aquí nunca sabes cuándo lo vas a necesitar. Y además ésta es para mí una cuestión de principios. Las personas deberían recibir su veneno el día de su mayoría de edad. Debería entregárseles en una ceremonia solemne. No para inducirlas al suicidio. Al contrario, para que vivan con más tranquilidad y más seguridad. Para que vivan con la conciencia de que son dueñas de su vida y de su muerte.

—¿Y cómo lo conseguiste?

—Skreta empezó su carrera como bioquímico en un laboratorio. Antes se lo había pedido a otra persona que creyó que estaba moralmente obligada a negármelo. Skreta me hizo la pastilla él mismo, sin la menor vacilación.

—Quizás por lo extravagante que es.

—Quizás. Pero sobre todo porque me comprendió. Sabía que yo no era un histérico, aficionado a las comedias de suicidas. Entendió cuál era mi propósito. Quiero devolverle la tableta. Ya no voy a necesitarla.

—¿Ya pasaron todos los peligros?

—Mañana por la mañana abandono definitivamente este país. Recibí una invitación para dar clases en una universidad extranjera y me han dado el permiso de salida.

Por fin lo había dicho. Jakub miró a Olga y vio que sonreía. Le cogió la mano:

—¿De verdad? ¡Es fabuloso! ¡Qué bien!

Manifestaba la misma alegría, sin el menor egoísmo, que hubiera sentido él si se hubiera enterado de que Olga se iba al extranjero y que le iría muy bien. Aquello le sorprendió, porque siempre había temido que se sintiera sentimentalmente atada a él. Ahora estaba contento de que no fuera así, pero, por extraño que parezca, también un poco afectado.

Olga estaba tan interesada por la noticia que le había dado Jakub que había dejado de preguntar por la tableta color azul pálido que yacía entre ellos encima de un papel de seda arrugado, y Jakub tuvo que explicarle al detalle todo lo que le esperaba en el futuro próximo.

—Estoy muy contenta de que lo hayas conseguido. Aquí hubieses sido toda la vida un sujeto sospechoso. Ni siquiera te permitían hacer tu trabajo. Y sin embargo, se pasan la vida dando sermones sobre el amor a la tierra natal. ¿Cómo se puede querer a una tierra en la que no te dejan trabajar? Yo te digo que no siento ningún amor por mi patria. ¿Crees que hago mal?

—No lo sé —dijo Jakub—. De verdad que no lo sé. Lo cierto es que yo me he sentido muy ligado a esta tierra.

—Puede que esté mal —continuó Olga—, pero yo no siento que haya nada que me ate a esto. ¿Qué es lo que me iba a atar?

—Los recuerdos tristes también lo atan a uno.

—¿A qué lo atan? ¿A quedarse en el mismo sitio en el que nació? No entiendo cómo alguien puede hablar de libertad y no liberarse de semejante carga. Es como si el árbol pudiera tener su hogar en un sitio en el que no puede crecer. El hogar del árbol está allí donde encuentra humedad para vivir.

—¿Y tú tienes suficiente humedad?

—En general, sí. Ahora que me han autorizado a estudiar, ya tengo lo que quería. Me dedicaré a mis ciencias naturales y de lo demás no quiero ni enterarme.

Yo no inventé la situación en la que vivimos y no me siento responsable de ella. ¿Y cuándo te vas?

—Mañana.

—¿Tan pronto? —lo cogió de la mano—: Hazme el favor. Ya que has sido tan amable viniendo a despedirte de mí, no tengas tanta prisa.

Todo seguía siendo distinto de lo que él había esperado. No se comportaba como una chica que le amaba en secreto, pero tampoco como una hija adoptiva que tiene una relación filial, sin ninguna atracción física. Le tenía cogida la mano de un modo tierno y elocuente, le miraba a los ojos y repetía: «¡No tengas tanta prisa! No disfrutaría nada si sólo te hubieras detenido para decirme adiós».

Jakub estaba bastante confundido:

—Ya veremos —dijo—. Skreta también trata de convencerme de que me quede un poco más.

—Seguro que tienes que quedarte —dijo Olga—. Tenemos tan poco tiempo para nosotros. Ahora tendría que volver a las curas…

Se quedó pensativa y luego dijo que no iría a ninguna parte, ya que había venido Jakub.

—No, no, tienes que ir. No puedes descuidar el tratamiento —le dijo Jakub—: Te acompaño.

—¿De verdad? —preguntó Olga con voz de felicidad. Después abrió el armario y se puso a buscar algo.

En la mesa yacía, encima del papel arrugado, la tableta color azul pálido, y Olga, la única persona a la que le había hablado de su existencia, estaba de espaldas a ella, ante un armario abierto. Jakub pensó que la tableta azul pálido era el drama de su vida, un drama abandonado, casi olvidado y probablemente poco interesante. Y se dijo que había llegado el momento de deshacerse de aquel drama poco interesante, de despedirse rápidamente de él y dejarlo atrás. Envolvió de nuevo la tableta en el papel e introdujo el papel en el bolsillito de la chaqueta.

Olga sacó del armario un bolso, metió en él la toalla, cerró el armario y le dijo a Jakub:

—Podemos ir.