Beaucourt,
Francia,
cuatro semanas después
Remi entró en el camino de coches bordeado por árboles con el Citroën de alquiler y lo siguió un centenar de metros hasta una granja de dos pisos y paredes blancas con ventanas de tejadillo enmarcadas por persianas negras. Se detuvo junto a la cerca y apagó el motor. A la derecha de la casa había un jardín rectangular, con la tierra negra rastrillada y lista para la siembra. Un camino de losetas llevaba desde la cerca hasta la puerta.
—Si hemos acertado —comentó Remi—, estamos a punto de cambiar la vida de una joven.
—Para bien —afirmó Sam—. Ella se lo merece.
Tras la refriega en la caverna habían empleado dos horas en el camino de regreso a la entrada. Remi delante, colocando escarpias y cargando hasta donde podía el peso de su marido. Sam se había negado a que fuese sola a buscar ayuda. Habían llegado juntos y se marcharían juntos.
Una vez fuera, Sam se había puesto cómodo mientras Remi corría hacia el hotel para pedir auxilio.
Al día siguiente estaban en un hospital de Martigny. La bala no había tocado ningún órgano vital, pero había dejado a Sam con la sensación de haber sido utilizado como el saco de arena de un boxeador. Permaneció ingresado durante dos días en observación, y después le dieron el alta. Tres días más tarde estaban de nuevo en San Diego, donde Selma les explicó cómo Bondaruk y Jolkov los habían seguido hasta el Gran San Bernardo. Uno de los guardias de seguridad enviados por el amigo de Rube había sido abordado días antes por Jolkov, quien le había dado un ultimátum: coloca el artilugio o verás secuestradas a tus dos hijas. Sam y Remi se pusieron en el lugar del hombre y no lo culparon por la decisión tomada. No se dio parte a la policía.
A la mañana siguiente comenzaron el proceso de devolver las cariátides al gobierno griego. La primera llamada fue para Evelyn Torres, quien de inmediato se puso en contacto con el director del Museo Arqueológico de Delfos. A partir de ese momento, las cosas se movieron deprisa, y al cabo de una semana, una expedición patrocinada por el Ministerio de Cultura helénico estaba en la cueva debajo del lago del Gran San Bernardo. En el segundo día dentro de la cueva, el equipo encontró una caverna lateral en cuyo interior había docenas de esqueletos espartanos y persas, junto con sus armas y equipos.
Pasarían semanas antes de que la expedición intentase sacar las columnas de la cueva, les informó Evelyn, pero el ministerio estaba seguro de que las cariátides volverían a encontrar el camino de regreso a casa, sanas y salvas, y acabarían por ser exhibidas en el museo. Antes de que acabase el año, los eruditos de todo el mundo tendrían que reformular una buena parte de la historia griega y persa.
Hadeon Bondaruk había muerto sin ver nunca a sus amadas y esquivas cariátides.
Una vez que Sam estuvo completamente recuperado, se dedicaron a la bodega perdida. Según la leyenda, Napoleón le había ordenado a su enólogo, Henri Emile Archambault, que produjese doce botellas de vino de Lacanau. Sam y Remi solo habían podido dar con cinco: una perdida por Manfred Boehm y destruida, de acuerdo con el fragmento de vidrio encontrado en el Pocomoke por Ted Frobisher; tres recuperadas por ellos: a bordo del Molch, en San Bartolomé y en las catacumbas de la familia Tradonico en Opratlj; y, por último, la botella robada del Marder por parte de Jolkov, en Rum Cay, y supuestamente entregada a Hadeon Bondaruk en su finca, una cuestión que los gobiernos de Francia y Ucrania intentaban resolver. Por su parte, Sam y Remi ya habían entregado sus botellas al Ministerio de Cultura de Francia, que había hecho una donación de 750.000 dólares a la Fundación Fargo. Un cuarto de millón de dólares por botella.
Quedaba un misterio pendiente: ¿qué había sido de las otras siete botellas? ¿Se habían perdido, o estaban en algún lugar esperando ser descubiertas, ya fuese como partes superfluas de los acertijos de Napoleón o escondidas por su propia seguridad? La respuesta, decidieron Sam y Remi, podía tenerla el hombre que había comenzado la leyenda de la bodega perdida, el capitán contrabandista del Faucon, Lionel Arienne, a quien Laurent había empleado para ayudarlo a esconder las botellas.
Hasta donde sabían, Napoleón solo había estado dispuesto a confiar en Laurent para la tarea, y se habían realizado grandes esfuerzos para garantizar que las botellas permaneciesen ocultas. Entonces ¿por qué había buscado Laurent la ayuda de un capitán cualquiera, que había encontrado en una taberna de Le Havre?
Fue una pregunta que tardaron dos semanas en responder. La primera parada fue en la Biblioteca Newberry de Chicago, donde pasaron tres días buscando en la colección Spencer, cuna de la que se suponía era la mayor colección de documentos originales de Napoleón en Estados Unidos. De allí volaron a París, donde dedicaron cuatro y tres días, respectivamente, a la Bibliothéque Nationale de France y a los archivos del Ministerio de Defensa de Cháteau de Vincennes. Por fin, con montones de notas, copias de certificados de nacimiento y defunción, documentos de licencias y de traslados, fueron en dirección oeste hasta Rouen, la capital de la provincia de Normandía. Allí, en el sótano de los archivos provinciales, encontraron el último eslabón de la cadena.
En septiembre de 1818, el sargento Léon Arienne Pelletier, un condecorado granadero en el ejército de reserva de Napoleón y subordinado de Arnauld Laurent durante la campaña italiana de 1800, había sido licenciado por razones desconocidas y enviado a su casa en Beaucourt, a ciento ochenta kilómetros al este del puerto de Le Havre. Dos meses más tarde había desaparecido de Beaucourt y reaparecido en Le Havre con documentos de identidad nuevos, y había comprado una embarcación de tres palos llamada Zodiaque. La embarcación costaba más de lo que un sargento habría podido ganar en ocho vidas en el ejército francés. Arienne había cambiado el nombre de Zodiaque por el de Faucon, y había comenzado a contrabandear armas y licores arriba y abajo de la costa, con unas ganancias modestas y, asombrosamente, sin tener nunca ningún problema con las autoridades francesas. Dos años más tarde, en junio de 1820, Arnauld Laurent había entrado en un bar y contratado a Lionel Arienne y al Faucon. Doce meses después de la vuelta de Arienne a Le Havre, éste vendió el Faucon y regresó a su casa en Beaucourt, donde se había bebido y jugado toda su fortuna.
Por qué Pelletier/Arienne había escogido revelar el secreto en su lecho de muerte era algo que Sam y Remi desconocían, pero estaba claro que él, Laurent y Napoleón eran los únicos que sabían de la existencia de las cariátides. Tampoco acabarían por saber cómo los tres hombres habían encontrado las columnas.
La traducción completa del diario y el libro de códigos de Laurent había resuelto dos pequeños acertijos: diez meses después de que él y Arienne recogiesen el vino de Santa Helena, habían pasado casi un año escondiendo las botellas por todo el mundo, y recibieron la noticia de la muerte de Napoleón.
Con el corazón destrozado, pero ya en ruta a Marsella, Laurent escondió tres botellas en el castillo de If antes de volver a puerto. De las otras botellas, no dijo nada.
En cuanto al hijo de Napoleón, Napoleón II, nunca emprendió la búsqueda que su padre había pensado para él, algo que también había sido una desilusión para Laurent. Desde el momento de su regreso a Francia con Arienne hasta su muerte en 1825, Laurent le había escrito a Napoleón II docenas de cartas rogándole que obedeciese los deseos de su padre, pero Napoleón II rehusó, afirmando que no veía ningún motivo para abandonar las comodidades de la corte real austríaca por un juego infantil de buscar un tesoro.
Resultó que el sargento Léon Arienne Pelletier aún tenía un descendiente vivo, una prima lejana llamada Luisa Foque. Tenía veintiún años y estaba acosada por las deudas, tras la muerte de sus padres en un accidente de coche un año antes, que la habían dejado con tres hipotecas sobre la granja.
—¿Cómo crees que lo tomará? —preguntó Remi.
—Vamos a averiguarlo. De una manera u otra, su vida está a punto de cambiar.
Bajaron del coche y caminaron por el sendero hasta la puerta principal. Remi tiró del cordón de cuero y sonó una campanilla. Unos momentos más tarde se abrió la puerta y apareció una joven de pelo castaño claro y nariz respingona.
—Oui?
—Bonjour, Louisa Foque?
—Oui.
Remi hizo las presentaciones y después le preguntó a Louisa si hablaba inglés.
—Sí, hablo inglés.
—¿Podemos pasar? Tenemos una información sobre su familia, referente a Léon Pelletier. ¿Conoce el nombre?
—Creo que sí. Una vez mi padre me enseñó nuestro árbol genealógico. Por favor, pasen.
En el interior se encontraron con una cocina que era la quinta esencia del estilo francés provincial: paredes amarillas, una mesa de roble lacada y una alacena verde donde había unas cuantas piezas de porcelana china. Alegres cortinas de cuadros naranjas enmarcaban las ventanas.
Louisa preparó el té y se sentaron a la mesa.
—Su inglés es muy bueno —comentó Remi.
—Estudiaba literatura norteamericana en Amiens. Tuve que dejarlo. Hubo… Tuve algunos problemas familiares.
—Lo sabemos —dijo Sam—. Lo sentimos mucho.
Louisa asintió con una sonrisa forzada.
—Han dicho que tienen una información referente a mi familia.
Sam y Remi se turnaron a la hora de explicar su teoría sobre Pelletier, la bodega perdida y su relación con las cariátides. Remi sacó media docena de recortes de periódicos de su bolso y se los mostró a Louisa, quien les echó una ojeada.
—Leí sobre esto —dijo—. ¿Ustedes estuvieron involucrados?
Sam asintió.
—No me lo puedo creer. No tenía ni idea. Mis padres nunca dijeron nada.
—Estoy seguro de que no lo sabían. Aparte de Napoleón y Laurent, Pelletier era la única otra persona que lo sabía, y guardó el secreto hasta su muerte. Ni siquiera él pudo contar toda la historia.
—Nadie lo habría creído.
—Casi nadie —puntualizó Remi con una sonrisa.
Louisa permaneció en silencio durante treinta segundos, y luego movió la cabeza en una muestra de asombro.
—Bien, gracias por contármelo. Es bonito saber que alguien de nuestra familia hizo algo importante, un tanto extraño, pero así y todo importante.
Sam y Remi cruzaron una mirada.
—Creo que no nos hemos explicado con bastante claridad —dijo Sam—. Falta encontrar algunas botellas.
Louisa los miró con los ojos bien abiertos.
—¿Ustedes creen…? ¿Aquí?
Sam sacó el móvil y buscó la imagen de la cigarra.
—¿Alguna vez ha visto este símbolo en alguna parte?
En respuesta, Louisa se levantó y fue hasta donde colgaban las ollas y las sartenes, sobre el fregadero. Cogió una sartén y la dejó en la mesa delante de Sam. En el mango había un pequeño sello. El mango era una varilla de acero, en cuyo extremo estaba el sello de la cigarra. Era idéntico al que habían encontrado en la cripta de Laurent.
—Mi padre lo encontró en el desván hace unos años —comentó Louisa—. No sabía para qué servía, así que lo utilizó para reparar la sartén.
—¿Aquí hay sótano? —preguntó Remi.
Si bien la investigación sobre el sargento Pelletier les había permitido descubrir muchas sorpresas, también había desafiado una de sus suposiciones básicas: que Laurent se había encargado él solo de colocar las botellas en su escondite.
Después de haber pasado tanto tiempo dedicados a la investigación, habían comenzado a pensar como Laurent y Pelletier, y solo tardaron quince minutos en encontrar lo que habían ido a buscar. En la esquina noroeste del sótano, debajo de una pared, junto a una bodega, encontraron una piedra con el sello de la cigarra. Como siempre, Sam se encargó de quitarla y Remi de buscar. Louisa estaba detrás de ellos con una linterna. Remi sacó la mano del agujero y se arrodilló.
—Siete —dijo.
—Oh, Dios mío… —Louisa suspiró. Remi se hizo a un lado para que la joven se arrodillase y lo viera por sí misma—. ¿Cuánto tiempo han estado aquí?
—Ciento noventa años, más o menos —respondió Sam.
—¿Qué pasará ahora?
—Louisa, es rica. —Remi sonrió—. Podrá pagar las hipotecas, volver a la universidad y vivir felizmente el resto de sus días.
Sam y Remi fueron hacia su coche agarrados de la mano.
—Encontramos once botellas de las doce —dijo Remi—. No está mal.
—Qué va. Piénsalo: estas botellas sobrevivieron a un viaje alrededor del mundo, la caída de Napoleón y dos guerras mundiales. Yo diría que es milagroso.
—Bien dicho. Así y todo, me siento un poco desilusionada.
—¿Por?
—El final de la aventura —dijo Remi, nostálgica.
—¿El final? Ni lo sueñes. El tesoro de Patty Cannon aún está allí, y todavía nos queda por revisar casi todo el pantano de Pocomoke.
Remi se echó a reír.
—¿Y después de eso?
—Después de eso, buscaremos un lugar en el mapa y ahí iremos.
Fin