Se colocaron los arneses, y las linternas en la frente, y cargaron con el equipo de escalada. Sam subió a la lápida y alumbró la entrada.
—Es recto y nivelado unos tres metros, y después se ensancha —dijo—. No veo ninguna repisa.
Se metió en el túnel con los pies por delante, y se agachó para ayudar a Remi. Una vez que ella estuvo montada en la lápida, continuó retrocediendo, y Remi avanzó a gatas tras él hasta que llegaron a la parte más ancha, donde Sam se volvió. El techo estaba a sesenta centímetros de altura y aparecía cubierto con pequeñas protuberancias de calcita.
Delante, en el suelo, un agujero en forma de embudo estaba cerrado en parte por una estalactita. No vieron ninguna otra abertura. Avanzaron a gatas y Sam miró por el agujero.
—Hay una plataforma a unos dos metros.
Se puso de espalda y golpeó la estalactita con los pies hasta que se desprendió del techo. La apartó del agujero.
—Yo iré primero —dijo Remi, que se adelantó y metió las piernas. Sam la sujetó por las manos y la bajó hasta que los pies de ella tocaron la plataforma—. Vale, parece firme.
La soltó, y un momento más tarde se dejó caer a su lado, levantó los brazos y volvió a colocar la estalactita en el agujero. Con un chirrido, se encajó en su lugar. Sacó un mosquetón del arnés y lo encajó entre la estalactita y el borde del agujero.
—Un sistema de alarma temprano —explicó.
Un tanto inclinada, la plataforma medía tres metros de largo por dos de ancho y acababa en una cornisa. Encima estaba la boca de una rampa en diagonal. Al resplandor de las lámparas vieron que se curvaba hacia abajo y a la derecha.
Sam sacó de la mochila un rollo de cuerda de nueve milímetros, le enganchó un mosquetón en un extremo, la pasó por encima de la repisa y dejó que cayese por la rampa. Había soltado unos seis metros de cuerda cuando el mosquetón se detuvo.
—Otro punto nivelado —dijo Sam—. Lo que no sabemos es qué ancho tiene.
—Bájame —le pidió Remi.
Sam recogió el mosquetón y lo enganchó al arnés de Remi. Con los pies apoyados en la pared, Sam la bajó por la rampa y fue soltando cuerda según sus indicaciones hasta que ella le dijo que parase.
—Otra plataforma —avisó Remi, y su voz resonó—. Hay paredes a la izquierda y delante, y una cornisa a la derecha. —Sam oyó el roce de las botas en las piedras sueltas—. Y otra rampa en diagonal.
—¿Qué ancho tiene la plataforma?
—Más o menos el mismo de donde estás tú.
—Muévete contra la pared. Ahora bajo.
Soltó la cuerda por encima del borde y se descolgó hasta que sus pies tocaron la rampa. Se sentó y se deslizó como quien baja por un tobogán hasta la plataforma. Remi lo ayudó a levantarse.
El techo era más alto, medio metro por encima de la cabeza de Sam, y estaba salpicado por finas estalactitas de unos tres centímetros de largo.
Sam se acercó a la cornisa y alumbró la siguiente rampa.
—Comienzo a intuir una pauta —le comentó a Remi.
Durante los siguientes quince minutos continuaron bajando por una serie de plataformas y rampas hasta que finalmente se encontraron en una caverna del tamaño de un granero con estalactitas en el techo y las paredes cubiertas con manchas marrones y crema. Unas estalagmitas gruesas como toneles parecían bocas de incendio retorcidas.
Sam sacó un tubo de luz química de la mochila, lo quebró y lo sacudió hasta que brilló con una luz verde neón. Lo dejó detrás de la estalagmita más cercana, donde no se podía ver desde la plataforma superior.
Delante había una pared ciega; a la derecha había tres fisuras verticales que correspondían a las entradas del mismo número de túneles. A la izquierda, una cortina de estalactitas como dientes de dragón bajaba hasta unos treinta centímetros del suelo.
—Estamos por lo menos a treinta metros bajo tierra —comentó Remi—. Sam, es imposible que alguien pudiese traer las cariátides hasta aquí abajo por este camino.
—Lo sé. Tiene que haber otra entrada, en algún lugar del paso. ¿Oyes eso?
En alguna parte, a su izquierda, más allá de los dientes de dragón, llegaba el sonido del agua en movimiento.
—Una cascada.
Caminaron a lo largo de la cornisa y se detuvieron a mirar por debajo cada pocos pasos. Más o menos por la mitad encontraron que los dientes de dragón estaban rotos y dejaban una abertura que les llegaba a la altura de la cintura. Al otro lado había un puente de piedra de un metro veinte de ancho que cruzaba una grieta; a medio camino, una fina cortina de agua caía al abismo, levantando una nube de bruma que resplandecía a la luz de las linternas. Apenas visible a través de la cascada distinguieron la silueta oscura de otro túnel.
—¡Es increíble! —exclamó Remi por encima del ruido—. ¿Viene del lago?
Sam le habló con la boca pegada a la oreja.
—Lo más probable es que sea una vertiente del deshielo. Seguramente no estará aquí dentro de un par de meses.
Volvieron por donde habían llegado. Procedente de algún lugar a lo lejos llegó un sonido metálico, seguido por el silencio y luego una serie de tintineos cuando el mosquetón de Sam cayó por las rampas de arriba.
—Quizá solo se resbaló —dijo Remi.
Volvieron a la plataforma y permanecieron inmóviles y atentos. Pasó un minuto, dos, y luego llegó el eco de una voz.
—Bájame.
—Maldita sea —murmuró Sam.
La voz era inconfundible: Hadeon Bondaruk.
—¿Cuánto tiempo tenemos? —preguntó Remi.
—Tendrá más gente. Veinte, veinticinco minutos.
—Debe de creer que estamos en el camino correcto —manifestó Remi—. Ha venido a reclamar su recompensa.
En aquel momento eran pocas las personas que sabían que esa cueva era el escondite de las columnas: Sam y Remi, Bondaruk y quién fuese que lo acompañaba. Bondaruk no podía dejar que saliesen con vida.
—Pues se va a llevar una desilusión —afirmó Sam—. Vamos.
Caminaron en zigzag entre las estalagmitas hasta la pared opuesta y miraron en cada túnel. En el primero y en el del medio no vieron nada más que oscuridad. El tercero se desviaba a la izquierda dos metros más allá. Sam miró a Remi y se encogió de hombros. Ella hizo lo mismo y dijo:
—Cara o cruz.
Se colaron por la fisura y pasaron por la curva. Remi tropezó y cayó al suelo; se sentó para frotarse una rodilla. Sam la ayudó a levantarse.
—Estoy bien. ¿Qué es eso?
Un objeto en el suelo brillaba a la luz de la lámpara. Sam pasó junto a ella y lo recogió. Era una espada recta y fina de unos sesenta centímetros de largo. Aunque mostraba manchas de óxido, había puntos en los que el metal brillaba a lo largo de la hoja.
—Es una xiphos, Remi. La usaban los infantes espartanos. Dios mío, estuvieron aquí. —Salió de su sorpresa y continuaron avanzando.
El túnel se prolongaba otros quince metros, desviándose a un lado y a otro hasta que llegó a una intersección de tres salidas.
—El de la izquierda creo que es el túnel del medio. Lleva de nuevo a la caverna —dijo Sam.
—No, gracias.
Tras otros seis metros, el túnel comenzaba a bajar, primero suavemente y después más empinado, hasta que acabaron teniendo que ir apoyados en las paredes. Transcurrieron los minutos. Pasaron un recodo, y Sam resbaló hasta que se detuvo contra una pared.
—Callejón sin salida —dijo Remi.
—No del todo.
Donde la pared se unía con el suelo había una grieta horizontal. Sam se agachó y alumbró el interior. Apenas si tenía unos cincuenta centímetros de altura. El aire frío entraba por la abertura.
—Puede que haya otra entrada —señaló Remi—. Iré a comprobarlo.
—Demasiado peligroso.
Detrás de ellos una voz resonó en el túnel.
—¿Habéis visto algo?
Era Jolkov. Dos voces le respondieron:
—Nada.
—Bondaruk, Jolkov y dos más —dijo Sam.
—Voy —afirmó Remi.
—Remi…
—Es menos probable que yo me quede enganchada. Si me atasco, necesitaremos de tu fuerza para que me saques. No te preocupes, solo avanzaré un par de metros y veré lo que haya que ver.
Sam asintió con el entrecejo fruncido.
Remi se quitó la mochila y el arnés. Sam le ató un extremo de la cuerda a un tobillo, y ella se echó boca abajo y se arrastró por la grieta. Cuando solo se veían los pies, Sam acercó la boca a la abertura y dijo:
—Ya está bien.
—Espera, hay algo aquí delante.
Los pies desaparecieron y Sam la oyó arrastrarse por las piedras sueltas. Pasados treinta segundos, el sonido se apagó. Sam contuvo el aliento, por fin escuchó el susurro de Remi:
—Sam, hay otra caverna.
Se quitó la mochila y el arnés, los apiló sobre los de Remi y luego metió la espada entre las mochilas. Lo ligó todo con la cuerda y dio un tirón. El paquete desapareció a través de la grieta.
—Vale, ahora tú —llamó Remi.
Sam se tendió en el suelo y se metió por la abertura. Las paredes y el techo se cerraron a su alrededor, y se raspó los codos y la cabeza.
Entonces, desde detrás, llegó un sonido.
Se detuvo.
Unos pasos bajaban por el túnel, seguidos por el sonido de las botas que golpeaban en los cascotes. El rayo de una linterna se movió por las paredes de piedra.
—¡Aquí está! —gritó una voz—. ¡Los tengo!
Sam se movió a toda prisa, las manos buscando apoyos en el suelo, las botas apoyadas en los costados.
—¡Usted! ¡Alto!
Sam continuó moviéndose. Tres metros más allá había otra grieta, por la que Remi, alumbrada por la luz de la linterna, asomó la cabeza. Entonces aparecieron sus manos, y después un mosquetón al final de su cuerda, que se arrastró por el suelo entre golpes en su dirección. Sam lo sujetó y continuó avanzando. Remi tiraba de la cuerda con una mano detrás de la otra.
—¡Dispárale! —gritó Jolkov.
Sonó un estruendo. El túnel se llenó con una luz naranja. Sam sintió un dolor agudo en la pantorrilla izquierda. Cogió la mano que le tendía Remi, encogió las piernas y empujó con fuerza. Cayó de cabeza, hizo un torpe salto mortal y aterrizó hecho un ovillo. El arma disparó dos veces más, y las balas pasaron a través de la grieta por encima de sus cabezas para acabar dando en la pared.
Sam rodó sobre sí mismo y se sentó. Remi se arrodilló a su lado y le levantó la pernera.
—No es más que una rozadura —comentó—. Un par de centímetros a la derecha y no tendrías talón.
—Un milagro.
Remi sacó de la mochila el botiquín de primeros auxilios y se apresuró a cubrirle la herida con una venda elástica. Sam se puso de pie, probó la pierna y asintió.
Desde el interior de la grieta llegaron sonidos de algo que se arrastraba.
—Necesitamos taponarlo —dijo Sam.
La pareja miró alrededor. Ninguna de las estalactitas era lo bastante delgada para poder partirla. Algo cerca de la pared derecha llamó la atención de Sam. Se acercó. Recogió lo que parecía ser una vara, pero no tardó en saber qué era: una lanza. El mango estaba muy bien conservado, pintado con una especie de laca.
—¿Espartana? —preguntó Sam.
—No, la cabeza tiene otra forma. Diría que es persa.
Sam sopesó la lanza, volvió atrás y se apoyó en la roca debajo de la grieta.
—Dé la vuelta y retroceda —gritó.
Ninguna respuesta.
—¡Ultima oportunidad!
—¡Váyase al infierno!
El arma disparó de nuevo. La bala dio en la pared opuesta.
—Como quiera —murmuró Sam.
Se levantó, flexionó el brazo y metió la lanza en la abertura. Golpeó en algo suave y oyeron un gemido. Sam retiró la lanza y se agachó. Esperaron, atentos a oír al perseguidor llamando a su compañero, pero solo hubo silencio.
Sam asomó la cabeza. Un hombre yacía inmóvil medio metro dentro de la grieta. Alargó un brazo y le cogió el arma, un revólver Magnum 357.
—Dámelo a mí —dijo Remi—. Tienes las manos ocupadas. A menos que quieras desprenderte de tu atizador… —Sam le dio el revólver y Remi añadió—: Les llevará algún tiempo sacarlo de aquí.
—Bondaruk no se molestará si no le queda otra opción —avisó Sam—. Están intentando encontrar otra entrada.
Miraron alrededor para orientarse. Esa caverna tenía forma de riñón y era más pequeña que la principal, con un techo de cuatro metros de altura y una salida en la pared a mano derecha.
Sam y Remi buscaron entre las estalactitas, pero no encontraron ningún otro objeto hecho por el hombre.
—¿Cuántos persas y espartanos dijo Bucklin que habían sobrevivido? —preguntó Sam.
—Veinte o más espartanos y treinta persas.
—Remi, mira esto.
Remi se acercó a Sam, que estaba junto a lo que parecían un par de estalactitas. Eran huecas, y los lados subían como pétalos de una flor. Los espacios interiores eran cilindros perfectos.
—No hay nada en la naturaleza así de regular —opinó Remi—. Estuvieron aquí, Sam.
—Y solo hay un lugar al que pudieron ir.
Caminaron hasta la pared y entraron en el túnel, que se prolongaba unos seis metros antes de abrirse a una cornisa. Otro puente de piedra, solo de sesenta centímetros de ancho, cruzaba un abismo para entrar en el otro túnel. Sam se inclinó a la izquierda y después a la derecha para comprobar la resistencia del puente.
—Parece sólido, pero… —Miró alrededor. No había estalactitas donde sujetarse—. Me toca a mí.
Antes de que Remi pudiese protestar, Sam entró en el puente. Se detuvo, permaneció inmóvil durante unos pocos segundos y después cruzó. Remi se unió a él. Juntos se abrieron paso entre el denso bosque de estalactitas y salieron a un espacio abierto. Se detuvieron.
—Sam… —murmuró Remi.
—Las veo.
Alumbradas por la luz de las linternas, las cariátides yacían lado a lado en el suelo, con sus rostros dorados mirando al techo. Sam y Remi se acercaron y se arrodillaron.
Fundidas con inmaculado cuidado, aquellas figuras femeninas tenían el torso de oro envuelto en túnicas tan delicadamente elaboradas que la pareja vio las diminutas arrugas y las costuras. En la cabeza de cada mujer había una corona de laurel; cada tallo y hoja era una obra de arte en sí misma.
—¿Quién las trasladó? —preguntó Remi—. ¿Laurent? ¿Cómo pudo hacerlo él solo?
—Con aquello —respondió Sam, y señaló.
Junto a la pared había un improvisado trineo construido con media docena de escudos entrelazados. Hechos de mimbre y cuero, cada escudo tenía la forma de un reloj de arena de un metro cincuenta de alto. Estaban unidos con lo que parecía ser tripa para formar la silueta de una canoa de poca profundidad.
—Vimos uno de ésos en la finca de Bondaruk —comentó Sam—. Es un gerron persa. Imagínatelo: Laurent, aquí, trabajando solo durante días, para construir su trineo y después arrastrar cada cariátide a través del puente… Asombroso.
—Pero ¿por qué dejarlas aquí?
—No lo sé. Sabemos que hay una laguna en su biografía unos pocos años antes de contratar a Arienne y el Faucon. Quizá Napoleón le ordenó que intentase sacarlas. Quizá Laurent comprendió que no podía hacerlo sin ayuda, así que las dejó con la idea de volver.
—Sam, la luz del día.
Sam alzó la mirada. Remi se había movido un poco más allá a lo largo de la pared y estaba arrodillada junto a una grieta del ancho de los hombros. El interior se había derrumbado y estaba lleno de rocas. Un rayo de sol se filtraba en el extremo más apartado.
—Napoleón y Laurent tuvieron que venir por este camino —dijo Remi—, pero no lo utilizaremos para salir.
—Es hora de marcharnos —afirmó Sam—. Hay que buscar refuerzos.
Encontraron otra salida, apenas un poco más grande que la grieta por la que habían entrado. Al otro lado había un hueco y otro túnel lateral, que iba en dirección a la caverna principal. Durante veinte minutos caminaron por allí hasta que por fin llegaron a un cruce. A la izquierda oyeron el ruido del agua.
—La cascada —dijo Remi.
Fueron a gatas por el túnel hasta la boca, y se detuvieron aun par de metros. Delante de ellos estaba la cortina de dientes de dragón. A la izquierda, la plataforma. Apenas si veían el resplandor de la luz química de Sam en la pared detrás de la estalactita.
—No veo a nadie —dijo Sam.
—Yo tampoco.
Comenzaron a cruzar la caverna en línea hacia la plataforma.
Sam captó un movimiento con el rabillo del ojo, una fracción de segundo antes de que disparase el arma. La bala hizo blanco en la estalactita, junto a la cadera de Sam. Se agachó. A su lado, Remi se giró, hizo puntería a la figura que había disparado, y disparó a su vez. La figura se giró y cayó, pero dio una vuelta sobre sí misma y comenzó a levantarse.
—¡Corre! —gritó Sam—. ¡Por allí!
Con Remi en cabeza corrieron hacia los dientes de dragón, cruzaron por la brecha y llegaron al puente de la cortina de agua. Sin aminorar la carrera, Remi cruzó la catarata, seguida por Sam. Cuando llegaron a la cornisa más lejana, Remi no se detuvo, sino que se agachó para entrar en el túnel, pero Sam sí se detuvo y se volvió.
—¡Sam!
A través de la cortina de agua, Sam vio a una figura que corría por el puente. Sam dejó caer el xiphos y la lanza, recogió un puñado de grava y la arrojó sobre el puente. Un segundo más tarde, la figura cruzó la catarata, con el arma por delante. El pie adelantado resbaló en los guijarros y patinó. Con los ojos muy abiertos, moviendo los brazos como molinetes, empezó a caer hacia atrás, con el rostro vuelto hacia la catarata. Cayó sobre el puente de espaldas. Su pierna resbaló por el borde e intentó sujetarse con la otra pierna. Luego desapareció y solo se oyó un alarido mientras desaparecía en las profundidades.
Remi apareció junto al hombro de Sam. Su marido recogió la lanza, se levantó y se volvió hacia ella.
—Dos abajo, dos por…
—Es demasiado tarde para eso —dijo una voz—. No muevan ni un músculo.
Sam giró la cabeza. Rodeado por una nube de niebla, Jolkov estaba en el puente, delante de la catarata. Los apuntaba con la Glock de nueve milímetros.
—Me queda una bala —susurró Remi—. De todas maneras, nos van a matar.
—Es verdad —susurró Sam.
—Cállense —ordenó Jolkov—. Fargo, apártese de su esposa.
Sam se movió unos centímetros, aún cubriendo la mano de Remi que sujetaba el arma, mientras que con mucha lentitud extendía la lanza hacia Jolkov. En un movimiento instintivo, la mirada del ruso se dirigió hacia la punta de hierro. Remi no desaprovechó la oportunidad. En lugar de levantar el arma hasta la altura del hombro, solo la subió hasta la cintura y apretó el gatillo.
Apareció un agujero en el esternón de Jolkov; una mancha roja se extendió por la pechera de su suéter. Cayó de rodillas y miró boquiabierto a Sam y Remi. Sam vio temblar la mano de Jolkov, vio que la Glock comenzaba a levantarse. Con la lanza por delante, Sam enfiló el puente. Los reflejos cada vez más lentos de Jolkov no fueron problema para la lanza de dos metros. La cabeza de metal se hundió en el pecho de Jolkov y le salió por la espalda. Sam se inclinó, arrancó la pistola de la mano del ruso, y después afirmó los pies y giró la lanza. Jolkov se precipitó por el borde. Sam se acercó, para mirar cómo caía hasta desaparecer.
—No podría haberle ocurrido a un tipo más desagradable —opinó Remi, que se le acercaba.
De nuevo en la caverna, buscaron el camino entre las estalactitas, sin olvidarse de mirar atrás a ambos lados mientras iban de vuelta a la plataforma. A Bondaruk no se lo veía por ninguna parte. Esperaban verlo salir de la oscuridad de uno de los túneles, pero nada se movió. Aparte del lejano rumor de la catarata, todo estaba en silencio. Se detuvieron en la cornisa.
—Esta vez yo haré de escalera —dijo Sam, que se puso de rodillas y formó un estribo con las manos. Remi no se movió.
—Sam, ¿dónde está la luz química?
Él se volvió.
—Está allí…
Detrás de la estalagmita, el resplandor verde de la luz química se movió.
—Corre, Remi —susurró Sam entre dientes.
Ella no discutió, sino que echó a correr a través de la caverna hacia los túneles al otro lado de los dientes de dragón.
A tres metros delante de Sam, apareció Bondaruk. Como un puma atraído por una liebre que escapa, se giró, levantó el arma y apuntó.
—¡No! —gritó Sam.
Alzó la pistola y disparó. La bala erró la cabeza de Bondaruk, le rozó la mejilla y acabó atravesándole la oreja. Soltó un grito al mismo tiempo que se volvía y disparaba. Sam sintió algo parecido a un brutal martillazo en el lado izquierdo. Una punzada de dolor candente le atravesó el torso y explotó detrás de sus ojos. Tropezó y cayó. La Glock se estrelló contra el suelo.
—¡Sam! —gritó Remi.
—¡Quédese donde está, señora Fargo! —ordenó Bondaruk. Salió de detrás de la estalactita y se acercó para apuntar con el arma a la cabeza de Sam—. ¡Vuelva aquí ahora mismo!
Remi no se movió.
—¡Venga aquí!
Remi puso los brazos en jarras.
—No. De todas maneras va a matarnos.
Sam permaneció inmóvil; intentaba recuperar el aliento. Entre el rumor de la sangre en los oídos, trataba de centrarse en la voz de Remi.
—No es verdad. Dígame donde están las columnas y yo…
—Es un mentiroso y un asesino, y puede irse al infierno. Tendrá que encontrar las columnas sin nosotros, pero tendrá que hacerlo de la manera más difícil.
Dicho esto, Remi dio media vuelta y comenzó a caminar. El inesperado desafío había tenido el efecto deseado.
—¡Maldita sea, vuelva aquí!
Bondaruk se giró para apuntarla con el arma. Sam respiró hondo, apretó las mandíbulas y se sentó. Levantó el xiphos por encima de la cabeza y lo descargó como un hacha. La hoja alcanzó a Bondaruk en la muñeca. Pese a no haber sido utilizada en dos mil quinientos años, la espada espartana aún tenía el filo suficiente para cercenar el hueso y la carne.
La mano de Bondaruk se desprendió y acabó en el suelo. Él soltó un alarido y se sujetó el muñón con la otra mano. Cayó de rodillas.
Remi estaba allí unos segundos más tarde, arrodillada junto a Sam.
—Ayúdame —dijo él.
—Tienes que permanecer quieto.
Sam se puso de rodillas.
—Ayúdame —repitió.
Ella lo hizo. Sam se levantó con una mueca de dolor. Apoyó la palma en la herida de bala.
—¿Me sangra la espalda? —preguntó.
—Sí.
—Eso es bueno. Una herida limpia.
—Yo no diría precisamente que es bueno.
—Todo es relativo.
Sam se acercó a Bondaruk, apartó el arma de un puntapié, y luego lo sujetó por el cuello de la chaqueta.
—Levántese.
—No puedo —jadeó el multimillonario—. Mi mano.
Sam levantó a Bondaruk.
—Señor Bondaruk, ¿cuánto sabe usted de alturas?
—¿A qué se refiere?
Sam miró a Remi con una expresión interrogativa.
Ella reflexionó un segundo y después asintió con gesto grave.
Sam lo llevó medio a rastras medio caminando a través de la caverna hacia los dientes de dragón.
—Suélteme —gritó Bondaruk—. ¿Qué hace?
Sam continuó caminando.
—Alto, alto… ¿Adónde vamos? —insistió Bondaruk.
—¿Vamos? —respondió Sam—. Nosotros no vamos a ninguna parte; usted, en cambio, va a tomar el ascensor expreso al infierno.