Trieste,
Italia
Sonó el teléfono de Sam y él miró la pantalla, le dijo «Selma» a Remi y contestó.
—Es un nuevo record. Has tardado menos de dos horas.
Estaban sentados en la terraza del Grand Hotel Duchi D’Aosta, que daba a las luces de la piazza Unitá d’Italia. Era de noche y a lo lejos se veía el parpadear de las luces en el puerto.
—Ya hemos descifrado once líneas de acertijos y centenares de símbolos —respondió Selma—. Ya es como un segundo idioma.
Después de abrir la caja y confirmar que efectivamente contenía una botella de la bodega perdida de Napoleón, Sam y Remi se habían enfrentado a un dilema. Era obvio que Andrej no sabía el valor de lo que había estado oculto en las catacumbas de su familia durante los últimos doscientos y pico años. Así y todo, no estaban dispuestos a renunciar a la botella. En realidad, no les pertenecía a ellos ni a Andrej, sino al pueblo francés; era parte de su historia.
—Es una botella de vino muy particular —le dijo Sam a Andrej.
—¿Ah? —exclamó el croata—. ¿Francés, usted dice?
—Sí.
Andrej soltó un bufido.
—Napoleón violó tumba de Tradonico. Llévese botella.
—Permítanos que le demos algo por ella —dijo Remi.
Andrej entrecerró los ojos. Se acaricio la barbilla.
—Tres mil kuna.
Sam hizo la conversión.
—Unos quinientos dólares —le dijo a Remi.
Los ojos de Andrej se iluminaron detrás de las gafas.
—¿Tienen dólares americanos?
—Sí.
Andrej le tendió la mano.
—Hacemos trato.
—Acabo de enviar el acertijo por correo electrónico —dijo Selma.
—Te llamaremos cuando tengamos la respuesta. —Sam colgó y abrió el correo. Remi acercó la silla y miró por encima de su hombro—. Esta vez es largo —comentó Sam.
Este del dubr.
La tercera de siete se alzará.
El rey de Iovis muere.
Alfa a omega, Saboya a Novara, salvador de Styrie.
Templo en la encrucijada del conquistador.
Camina al este hasta el cuenco y encuentra el símbolo.
—Las cinco primeras líneas encajan en el patrón —observó Remi—. Pero la última es diferente. Nunca habían sido tan explícitos, ¿verdad?
—Es la primera vez que aparecen y dicen: «Ve allí» y «encuentra esto». Puede que estemos llegando a la meta, Remi.
—Pues toca trabajar —dijo ella.
Comenzaron como habían hecho anteriormente, escogiendo del acertijo lo que parecían ser lugares y nombres. Para dubr redujeron las referencias a dos posibles candidatos: Ad Dubr, una aldea en el norte de Yemen; y dubr, una palabra celta que significaba «agua».
—Por lo pronto es algo que está al este de Ad Dubr o al este de una masa de agua. ¿Qué hay al este de Ad Dubr?
Sam lo consultó en Google Earth.
—Unos ciento veinte kilómetros de montañas y desiertos, y después el mar Rojo. No parece probable. Hasta ahora todas las localizaciones han estado en Europa.
—Estoy de acuerdo. Sigamos. Probemos con el «rey de Iovis». ¿Cuándo murió?
Sam lo buscó.
—No existe tal persona. Iovis tampoco era un reino o un territorio. Aquí hay algo… Estamos agrupando mal las palabras: «Iovis muere». En latín significa «jueves».
—¿Rey del jueves?
—Júpiter —le aclaró Sam—. En la mitología romana, Júpiter es el rey de los dioses, como Zeus es el de los griegos.
Remi captó la idea.
—También conocido como el planeta joviano. Así que del latín Iovis consiguieron jovis y después joviano.
—Eso es.
—Por lo tanto prueba con Júpiter, dubr, tres y siete.
—Nada. —Sam añadió y eliminó términos de búsqueda, y tampoco consiguió nada—. ¿Cuál era la quinta frase?
—«Templo en la encrucijada del conquistador».
Sam probó Júpiter combinado con encrucijada del conquistador, pero no tuvo éxito, y entonces intentó con Júpiter y templo.
—Bingo —murmuró—. Hay muchísimos templos dedicados a Júpiter: Líbano, Pompeya… y Roma. Tiene que ser éste. Roma, la colina Capitolina está dedicada a la tríada capitolina: Júpiter, Juno y Minerva. Y aquí tenemos el broche final: está ubicado en una de las siete colinas de Roma.
—Déjame adivinar: la tercera. «La tercera de las siete se alzará».
—Sí.
Sam encontró un mapa, dibujado por un artista, del aspecto que tenía el lugar durante el apogeo de Roma. Giró la pantalla para que Remi lo viese. Después de unos pocos momentos ella sonrió.
—¿Ves aquí algo que te resulte familiar?
—¿Te refieres a algo aparte de la colina Capitolina? No.
—Mira al oeste.
Sam siguió con el dedo a través de la pantalla y se detuvo en una sinuosa línea azul que iba de norte a sur.
—El río Tiber.
—¿Cuál es la palabra celta para agua?
Sam sonrió.
—Dubr.
—Si esas fuesen las únicas frases del acertijo, yo diría que es preciso que vayamos a Roma, pero algo me dice que no va a ser tan fácil.
Tras aceptar que la última frase —«Camina al este hasta el cuenco y encuentra el símbolo»— se resolvería por sí sola cuando llegasen a su destino, se concentraron en la cuarta y quinta frase —«Alfa a omega, Saboya a Novara, salvador de Styrie / Templo en la encrucijada del conquistador»—, y dedicaron las dos horas siguientes a llenar sus libretas y a andar en círculos.
Un poco antes de la medianoche, Sam se echó hacia atrás en la silla y se pasó las manos por el pelo. Se interrumpió de pronto.
—¿Qué pasa? —preguntó Remi.
—Necesito el resumen biográfico de Napoleón, aquél que nos envió Selma. —Miró alrededor, cogió el móvil de la mesilla de noche y buscó el mensaje—. Aquí está. Styrie.
—¿Qué pasa con él? —Remi buscó entre sus notas—. Es una región de Austria.
—También era el nombre del caballo de Napoleón, o al menos hasta la batalla de Marengo en 1800. Rebautizó a Styrie para conmemorar la victoria.
—Así que «salvador de Styrie»… alguien que salvó al caballo de Napoleón. ¿Estamos buscando un veterinario? ¿Quizá al doctor Dolittle?
—No lo creo —dijo Sam, y se rió.
—Bueno, es un principio. Vamos a suponer que las dos frases anteriores («Alfa a omega, Saboya a Novara») tienen algo que ver con la persona que hizo el salvamento. Sabemos que Saboya es una región de Francia, y Novara, una provincia de Italia…
—Pero también tienen una relación napoleónica —manifestó Sam—. Novara era el cuartel general de su departamento del Reino de Italia antes de que fuese entregada a la casa de Saboya en 1814.
—Correcto. Volvamos a la frase anterior: «Alfa a omega».
—Principio y final, nacimiento y muerte, primero y último.
—Quizá habla de la persona que primero dirigió el departamento del Reino de Italia, y después asumió en 1814. No, eso no es correcto. Lo más probable es que estemos buscando un único nombre. ¿Quizá alguien que nació en Saboya y murió en Novara?
Sam escribió diferentes términos en Google y realizó combinaciones. Al cabo de diez minutos encontró una encíclica en la página web de El Vaticano.
—Bernardo de Menthon, nacido en Saboya en 923 y muerto en Novara en 1008. Fue santificado por el papa Pío XI en 1923.
—Bernardo —repitió Remi—. ¿Cómo en San Bernardo?
—Sí.
—Sé que no puede ser, pero lo único que se me ocurre son perros.
—Estás cerca. —Sam sonrió—. Los perros se hicieron famosos en el hospicio y monasterio del paso del Gran San Bernardo. Estuvimos allí, Remi.
Tres años antes se habían detenido en el hospicio durante un viaje en bicicleta por el paso del Gran San Bernardo en los Alpes Peninos. El hospicio, que se había hecho famoso por atender desde el siglo XI a los perdidos, tenía otro mérito para la fama: en 1800 había ofrecido descanso a Napoleón Bonaparte y a su ejército de reserva cuando cruzaban las montañas hacia Italia.
—No sé si habrá algún relato —dijo Sam—, pero no cuesta mucho imaginar a un agradecido Napoleón dando su caballo Styrie a los herreros del hospicio. En mitad de una ventisca habría parecido una salvación.
—Tendría que ser eso —manifestó Remi—. Una última línea: «Templo en la encrucijada del conquistador». Estas montañas han visto a muchos conquistadores: Aníbal… Carlomagno… Legiones romanas.
Sam ya escribía de nuevo en el ordenador. Su búsqueda —Júpiter, templo y Gran San Bernardo— lo llevó a un artículo de la Universidad de Oxford en el que se relataba una expedición al lugar del templo de Júpiter en la cumbre del paso.
—El templo se remonta al año 70 —dijo Sam—. Fue construido por el emperador Augusto.
Buscó el lugar en Google Earth. Remi se inclinó sobre su hombro. Solo vieron un montón de escarpados riscos de granito gris.
—No veo nada —dijo Remi.
—Está allí —insistió Sam—. Puede que solo sea un montón de piedras, pero está allí.
—Así que si miramos al este del templo… —Con el dedo índice trazó una línea a través del lago hasta el acantilado en la costa sur—. No veo nada que se parezca a un cuenco.
—No tenemos bastante resolución. Lo más probable es que necesitemos estar ahí mismo.
—Es una gran noticia —opinó Selma, cuando Sam y Remi la llamaron diez minutos más tarde. Se echó hacia atrás en la silla y dio un sorbo a su infusión. Sin su taza de hierbas, las tardes se le hacían interminables—. Déjenme que investigue un poco y los llamaré con un itinerario. Intentaré conseguirles el primer vuelo de la mañana.
—Cuanto antes mejor —dijo Remi—. Estamos en la recta final.
—Por lo tanto, si creemos la historia de Bucklin sobre los Inmortales y los espartanos, estamos aceptando que los espartanos llevaron las cariátides a través de Italia hasta el paso del Gran San Bernardo, y entonces… ¿qué?
—Entonces, dos mil quinientos años más tarde, Napoleón las encontró. Cómo y dónde no lo sabremos hasta que no vayamos hasta el templo.
—Es algo muy excitante. Casi me hace desear estar allí.
—¿Dejarías la comodidad de tu taller? —preguntó Remi—. Estamos asombrados.
—Tiene razón. Ya miraré las fotos cuando vuelvan.
Hablaron unos minutos más y colgaron. Selma oyó el roce de un zapato y, al volverse, vio que uno de los guardaespaldas que había enviado Rube Haywood iba hacia la puerta.
—Ben, ¿no? —llamó Selma.
El guardaespaldas se volvió.
—Así es. Ben.
—¿Necesita alguna cosa?
—Eh… no. Solo me pareció oír algo, así que vine a echar una mirada. Ha tenido que ser usted hablando por teléfono.
—¿Se encuentra bien? —preguntó Selma—. No tiene buena cara.
—Es un resfriado. Creo que lo pillé de una de mis hijas pequeñas.