—Explícamelo de nuevo —susurró Remi—. ¿Por qué no podemos esperar hasta mañana?
—Ya es mañana —respondió Sam, girando el timón ligeramente para mantener la proa en el rumbo. Si bien su punto de destino no mostraba ninguna luz, el campanario se recortaba con claridad contra el cielo nocturno.
Vista desde el aire, Poveglia tenía la forma de un abanico, y medía quinientos metros desde la parte superior hasta la base y trescientos de un lado a otro, donde un angosto canal con paredes cortaba la isla de oeste a este, excepto por un banco de arena en el centro.
—No me vengas con tecnicismos, Fargo. Por lo que a mí respecta, las dos de la madrugada es plena noche. No es mañana hasta que sale el sol.
Después de tomar algo con Maria, habían encontrado una agencia de alquiler de barcos abierta. El encargado solo disponía de una embarcación, una lancha de cuatro metros de eslora con un motor fuera borda. Aunque no era en absoluto lujosa, Sam decidió que les serviría. Poveglia solo estaba a tres millas de Venecia, dentro de los brazos protectores de la laguna, y casi no soplaba viento.
—No me digas que te has creído las historias de Maria —comentó Sam.
—No, pero tampoco se puede decir que fuesen muy alegres.
—Eso es verdad.
Además de haber servido como fosa común para las víctimas de la plaga, a lo largo de sus mil años de historia, Poveglia había sido hogar de monasterios, colonias, una fortaleza y depósito de municiones para Napoleón; y en fecha más reciente, en los años veinte, un hospital psiquiátrico.
Maria les había explicado, con tremendos detalles, que el doctor que estaba a cargo del centro, después de haber oído a los pacientes quejarse de haber visto los fantasmas de las víctimas de la plaga, había comenzado a realizar burdas lobotomías y terribles experimentos con los internos, su particular forma de exorcismo médico.
La leyenda decía que el médico había acabado por ver los mismos fantasmas que mencionaban sus pacientes, y se había vuelto loco. Una noche había subido hasta lo más alto del campanario y se había arrojado al vacío. Los pacientes recogieron el cadáver, lo llevaron a la torre y sellaron las salidas, enterrándolo para siempre. Poco después, el hospital y la isla fueron abandonados, pero hasta el día de hoy, los venecianos dicen haber oído tocar la campana de Poveglia o haber visto luces fantasmagóricas moviéndose en las ventanas del hospital.
Poveglia era, les dijo Maria, el lugar más maldito de Italia.
—No, no me creo la parte de los fantasmas —dijo Remi—, pero lo que pasó en aquel hospital está bien documentado. Además, la isla está cerrada al turismo. Nosotros estamos cometiendo un delito.
—Eso es algo que nunca nos ha detenido antes.
—Solo intento ser la voz de la razón.
—Debo admitir que es muy siniestro, pero estamos tan cerca de resolver este acertijo que quiero acabarlo de una vez.
—Yo también. Pero prométame una cosa. Al primer tañido de la campana, nos largamos.
—Si eso ocurre, tendrás que ganarme la carrera hasta la lancha.
Unos pocos minutos más tarde divisaron la entrada del canal. A unos centenares de metros de la costa se veían las siluetas oscuras del hospital y el campanario, que se alzaba por encima de los árboles.
—¿Ves alguna luz fantasma? —preguntó Sam.
—Tú continúa con tus bromas, gracioso.
Sam llevó la lancha a través de la resaca creada por las olas y entraron en el canal. Protegido por el lado del mar, había poca circulación; la superficie del agua se veía sucia y salpicada con trozos de vegetación, y en algunos lugares solo había unos palmos de profundidad. A la derecha, la pared de ladrillos cubierta con lianas; a la izquierda, árboles y maleza. Por encima oyeron el batir de unas alas y vieron murciélagos que cazaban insectos.
—Fantástico —murmuró Remi—. Tenían que ser murciélagos.
Sam se rió. Remi no tenía miedo a las arañas, las serpientes o los insectos, pero detestaba los murciélagos, los llamaba «ratas con alas y pequeñas manos humanas».
Diez minutos más tarde llegaron al banco de arena. Sam aceleró para encajar la proa en la arena, después Remi desembarcó y arrastró la lancha un par de metros. Sam se unió a ella y sujetaron la amarra con una estaca. Encendieron las linternas.
—¿Hacia dónde? —preguntó ella.
Sam señaló a la izquierda.
—Al extremo norte de la isla.
Cruzaron el banco de arena y subieron por la ribera opuesta hasta una zona de arbustos. Encontraron una brecha, se abrieron paso y salieron a un claro del tamaño de un campo de fútbol y rodeado por árboles bajos.
—¿Esto es…? —susurró Remi.
—Podría ser. —Ninguno de los mapas de Poveglia ubicaba con precisión las fosas comunes—. En cualquier caso, es extraño que aquí no crezca nada.
Continuaron su camino a través del campo, con cuidado y alumbrando el suelo con las linternas. Si se trataba de una fosa común, estaban caminando sobre los restos de decenas de miles de personas.
Cuando llegaron a la línea opuesta de árboles, Sam fue hacia el este unos treinta metros antes de desviarse de nuevo hacia el norte. Los árboles comenzaron a espaciarse y salieron a un pequeño claro con las hierbas muy altas. A través de los árboles, al otro lado del claro, vieron el reflejo de la luna en el agua. A lo lejos sonó una campana.
—Una boya en la laguna —murmuró Sam.
—Gracias a Dios. El corazón me ha dado un brinco.
—Aquí hay algo. —Avanzaron y se detuvieron junto a un bloque de piedra que asomaba por encima de los hierbajos—. Tuvo que ser parte de un cimiento.
—Allí, Sam —Remi alumbró con la linterna lo que parecía ser el poste de una cerca en el lado derecho del claro. Se acercaron. Atornillado al poste había una placa cubierta con un cristal:
—Si Tradonico estuvo aquí, ahora se ha marchado —dijo Remi.
—Trasladados en 1805 —volvió a leer Sam—. Es más o menos la fecha en que Napoleón fue coronado rey de Italia, ¿no?
—También alrededor de ese año había convertido Poveglia en un depósito de municiones —señaló Remi—. Si Laurent estaba con él, es probable que aquí tuviesen la inspiración para el enigma.
—Y hubiesen sabido a qué lugar se habían llevado los restos de Tradonico. Remi, aquí nunca hubo una botella. Todo el acertijo no era más que un escalón para enviar a Napoleón hijo a alguna otra parte.
—Pero ¿adónde?
A la mañana siguiente, dos minutos después de las ocho, el taxi que llevaba a Sam y Remi se detuvo en una pequeña callejuela, dos manzanas al este de la iglesia de Santa María Magdalena. Le pagaron al taxista, bajaron del vehículo y subieron hasta una puerta roja bordeada con una reja negra de hierro forjado. Una pequeña placa de bronce en la pared junto a la puerta decía: «Sociedad Histórica de Poveglia».
Sam pulsó el timbre. Oyeron pasos en un suelo de madera, y luego se abrió la puerta para dejar a la vista a una mujer rolliza con un vestido estampado rosa y amarillo.
—¿Si?
—Buon giorno —dijo Remi—. Parla inglese?
—Sí, hablo inglés muy bien. ¿En qué puedo ayudarlos?
—¿Es usted la conservadora?
—¿Perdón?
—De la Sociedad Histórica de Poveglia —respondió Sam, sonriente y señalando la placa.
La mujer asomó la cabeza, miró la placa y frunció el entrecejo.
—Es vieja —dijo—. La sociedad no se reúne desde hace unos cinco o seis años.
—¿Por qué?
—Por todo ese asunto de los fantasmas. A la gente solo le interesaba el hospital y las fosas comunes. No les importaba el resto de su historia. Yo era la secretaria. Rosella Bernardi.
—Quizá pueda ayudarnos —dijo Remi. Se encargó de las presentaciones—. Tenemos algunas preguntas sobre Poveglia.
La señora Bernardi se encogió de hombros, los invitó a pasar y los llevó por el pasillo hasta una cocina con los azulejos blancos y negros.
—Siéntense. Hay café hecho. —Les señaló la mesa de la cocina. Sirvió tres tazas de café de una cafetera eléctrica plateada y se sentó—. ¿Qué quieren saber?
—Nos interesa Pietro Tradonico —respondió Sam—. ¿Sabe si fue enterrado en Poveglia?
La señora Bernardi se levantó, cruzó la cocina y abrió un armario de encima del fregadero. Sacó lo que parecía ser un álbum de fotos encuadernado en cuero marrón y volvió a la mesa. Abrió el álbum y buscó una página aproximadamente en el medio. Debajo de una lámina de acetato había una hoja de papel amarillento con docenas de líneas escritas a mano.
—¿Es una referencia original? —preguntó Remi.
—Sí. Es el censo oficial de Poveglia de 1805. Cuando Napoleón ordenó la adscripción de la isla, el gobierno se apresuró a borrar su pasado.
—¿Qué incluía las viviendas de Tradonico y sus seguidores…?
—Sí, las casas también. Según este documento, Pietro Tradonico y su esposa, Majella, fueron enterrados uno al lado del otro en Poveglia. Cuando los desenterraron, guardaron los huesos en un mismo ataúd, que fue depositado temporalmente en el sótano de la basílica della Salute.
Sam y Remi intercambiaron una mirada. Allí estaba la solución a la última frase del acertijo: «Juntos descansan».
—Ha dicho temporalmente —preguntó Sam—. ¿Ahí dice adónde enviaron después los restos?
La señora Bernardi siguió con el índice las frases de la página, pasó a la siguiente y se detuvo más o menos por la mitad.
—Se los llevaron a casa —contestó.
—¿A casa? ¿Adónde?
—Tradonico había nacido en Istria.
—Sí, lo sabemos.
—Algunos de los miembros de la familia Tradonico vinieron para llevarse los cuerpos a su pueblo natal: Oprtalj. No sé si lo saben, pero está en Croacia.
—Si —dijo Remi con una sonrisa.
—Qué hicieron con Tradonico y su esposa cuando llegaron a Oprtalj no lo sabemos. ¿Esto responde a sus preguntas?
—Así es —respondió Sam, y se levantó.
Remi y él estrecharon la mano de la señora Bernardi. Caminaron por el pasillo, y ya salían por la puerta principal cuando ella los detuvo.
—Si los encuentran, por favor, avísenme. Podré actualizar los registros. Dudo que nadie más pregunte, pero al menos lo tendré apuntado.
La señora Bernardi se despidió de nuevo y cerró la puerta.
—Croacia, allá vamos —dijo Remi.
Sam, que había estado buscando en su iPhone, le mostró la pantalla.
—Hay un vuelo que sale dentro de dos horas. Estaremos allí a la hora de comer.
El cálculo de Sam había sido demasiado generoso. Resultó que la ruta más rápida era un vuelo de Alitalia desde Venecia hasta Roma y luego a través del Adriático hasta Trieste, donde alquilaron un coche. Cruzaron la frontera y fueron en dirección sur, donde estaba Oprtalj, a unos cincuenta kilómetros de distancia. Llegaron a última hora de la tarde.
Situada en lo alto de una colina de trescientos metros de altura en el valle de Mirna, Oprtalj tenía un claro aspecto mediterráneo, con techos de tejas y laderas bañadas por el sol en las que abundaban los viñedos y los olivares. La historia del pueblo, como una antigua fortaleza medieval, se mostraba en el laberinto de callejuelas de adoquines, rejas y edificios apretujados. Después de detenerse tres veces para pedir orientaciones, que recibían en mal inglés o en italiano, encontraron el ayuntamiento, a unas pocas manzanas al este de la carretera principal, detrás de la iglesia de San Juraj. Aparcaron a la sombra de un olivo y se apearon.
Como en el pueblo solo había mil cien habitantes, Sam y Remi confiaban en que el nombre de la familia Tradonico fuese famoso. No se llevaron una desilusión. Al escuchar el nombre del antiguo dogo, el empleado asintió y les dibujó un mapa en una servilleta de papel.
—El Museo Tradonico —dijo en un inglés pasable.
El mapa los llevó hacia el norte, colina arriba, pasado un prado donde había vacas, y después a un callejón hasta un edificio del tamaño de un garaje y pintado de color azul. Un cartel pintado a mano sobre la puerta tenía seis palabras, la mayoría de ellas escritas en croata, pero una palabra era reconocible: Tradonico.
Abrieron la puerta. Sonó una campanilla. A su izquierda había un mostrador de madera, con forma de L; delante, una habitación de seis metros por seis con columnas de madera y paredes encaladas. En los estantes había pequeñas esculturas, iconos enmarcados y diversos recuerdos para turistas. Un ventilador de techo crujía y chirriaba con el movimiento de las aspas.
Un hombre mayor con unas gafas de montura metálica y un viejo chaleco se levantó de la silla detrás del mostrador.
—Dobar dan.
Sam abrió en una página señalada del libro de frases croatas que había encontrado en el aeropuerto de Trieste.
—Zdravo. Ime mi je Sam. —Señaló a Remi y ella sonrió—. Remi.
El hombre se señaló el pecho con el pulgar.
—Andrej.
—Govorite li Engleski? —preguntó Sam.
Andrej movió la cabeza de un lado a otro.
—Poco inglés. ¿Americano?
—Sí —asintió Sam—. De California.
—Buscamos a Pietro Tradonico —dijo Remi.
—¿El dogo?
—Sí.
—Dogo muerto.
—Sí, lo sabemos. ¿Está aquí?
—No. Muerto. Mucho tiempo muerto.
Sam probó otra táctica.
—Venimos de Venecia. De la isla de Poveglia. A Tradonico lo trajeron aquí desde Poveglia.
Se iluminaron los ojos de Andrej y asintió.
—Sí, 1805. Pietro y esposa Majella. Por aquí.
Andrej salió de detrás del mostrador y los llevó hasta una urna de vidrio en el centro de la habitación. Señaló un icono pintado con pan de oro. Mostraba a un hombre de rostro afilado y nariz larga.
—Pietro —dijo Andrej.
Había otros artículos en la urna, que en su mayoría eran joyas y figurillas. Sam y Remi caminaron alrededor de la urna y se detuvieron ante cada estante para examinarlo. Se miraron el uno al otro y negaron con la cabeza.
—¿Es usted un Tradonico? —preguntó Remi, y lo señaló—. ¿Andrej Tradonico?
—Da. Sí.
Sam y Remi habían discutido esa parte en el avión, pero no habían decidido cómo hacerlo. ¿Cómo hacías para decir a alguien que querías echar una ojeada a los restos de sus antepasados?
—Nos gustaría ver… Quizá podríamos…
—¿Ver cuerpo?
—Sí, si no es un inconveniente.
—Seguro, ningún problema.
Lo siguieron a través de una puerta detrás del mostrador y caminaron por un pasillo hasta otra puerta. El hombre se sacó una vieja llave del bolsillo del chaleco y la abrió. Salió una vaharada de aire frío con olor a moho. Oyeron el agua que goteaba en alguna parte. Andrej tendió la mano y tiró de un cordel. Se encendió una bombilla para dejar a la vista unos escalones de piedra que descendían a la oscuridad.
—Catacumbas —explicó Andrej, y comenzó a bajar.
Sam y Remi lo siguieron. La luz se esfumó detrás de ellos. Después de descender unos diez metros, los escalones acababan en un desvío a la derecha. Oyeron los zapatos de Andrej rascar en la piedra, y luego un clic. A su derecha se encendieron seis bombillas que alumbraban un largo y angosto pasillo de piedra.
En cada pared había nichos rectangulares, apilados uno encima de otro hasta el techo a seis metros de altura, y que se extendían a todo lo largo del pasillo. Pese al resplandor de las bombillas, muy espaciadas, la mayoría de los nichos estaban en sombras.
—Cuento cincuenta —le susurró Sam a Remi.
—Cuarenta y ocho —le corrigió Andrej—. Porque dos están vacíos.
—Entonces ¿no está aquí toda la familia Tradonico? —preguntó Remi.
—¿Todos? —Andrej se rió—. No. Demasiados. El resto en cementerio. Vengan, vengan.
Andrej los guió por el pasillo, y de vez en cuando les señalaba los nichos.
—Drazan… Jadranka… Grgur… Nada. Mi tatarabuela.
A medida que Sam y Remi pasaban delante de cada nicho atisbaban esqueletos, una mandíbula, una mano, un fémur… trozos de tela o de cuero podridos.
Andrej se detuvo al final del pasillo y se arrodilló junto al nicho inferior de la pared derecha.
—Pietro —dijo Andrej con toda calma, y después señaló el nicho de arriba—. Majella. —Metió la mano en el bolsillo del pantalón, sacó una pequeña linterna y se la dio a Sam—. Por favor.
Sam la encendió y alumbró el nicho de piedra. Una calavera le devolvió la mirada. Alumbró todo el largo del esqueleto. Repitió el proceso en el nicho de Majella. Solo otro esqueleto.
—Nada más que huesos —susurró Remi—. Claro que ¿qué esperábamos? ¿Quizá que uno de ellos sujetase una botella?
—Es verdad, pero valía la pena intentarlo. —Se volvió hacia Andrej—. Cuándo los trajeron a Poveglia, ¿había algo más con ellos?
—¿Perdón?
—¿Había alguna pertenencia? —preguntó Remi—. ¿Posesiones personales?
—Sí, sí. Vieron arriba.
—¿Nada más? ¿Una botella con palabras francesas?
—¿Francesas? No. No botella.
Sam y Remi se miraron el uno al otro.
—Maldita sea —susurró él.
—No botella —repitió Andrej—. Caja.
—¿Qué?
—Palabras francesas, ¿sí?
—Sí.
—Había una caja dentro ataúd. Pequeña, con forma de… ¿pan?
—Sí, eso es —exclamó Remi.
Andrej pasó junto a ellos y recorrió de regreso el pasillo. Sam y Remi se apresuraron a seguirlo. Andrej se detuvo junto al primer nicho al lado de los escalones. Se arrodilló, se inclinó en el interior, buscó un poco y sacó una caja de madera cubierta con letras cirílicas. Era una caja de municiones de la Segunda Guerra Mundial. Levantó la tapa.
—¿Esto?
Colocada sobre pliegues de lona podrida y media enterrada entre ovillos de cordel y herramientas de mano oxidadas y botes de pintura había una caja de aspecto familiar.
—Dios bendito —murmuró Sam.
—¿Puedo? —le preguntó Remi a Andrej.
El hombre se encogió de hombros. Remi se puso de rodillas y con mucho cuidado levantó la caja. Le dio la vuelta en las manos, miró cada lado y, por último, miró a Sam y asintió.
—¿Hay algo…? —preguntó Sam.
—¿Algo en el interior? Sí.