53

Venecia,

Italia

El taxi acuático se detuvo en el embarcadero, y Sam y Remi se apearon. Juntos contemplaron los edificios.

—No importa cuántas veces la veo, siempre me quita el aliento —afirmó Remi.

La piazza de San Marco es un espacio trapezoidal en la boca este del Gran Canal. Famosa por las palomas y las losas, que siguen un diseño geométrico parecido al juego de la rayuela, es quizá la plaza más famosa de toda Europa, y en ella se hallan varias de las maravillas de Venecia, algunas de las cuales se remontan a mil años o más.

Sam y Remi dieron una vuelta completa como si la estuviesen viendo por primera vez: la basílica de San Marco, con sus cúpulas bizantinas; el Campanile, con su torre de cien metros de altura; el imponente palacio Ducal gótico, o palacio del Dogo; y por último, al lado opuesto de la basílica, el Ala Napoleónica, que había sido una vez el edificio de la administración francesa.

Fuese una coincidencia o no, no tardarían en saberlo, pero tenían muy clara la relación de Napoleón con Venecia y la piazza de San Marco, que él había bautizado como «la sala de Europa». En 1805, poco después de que Venecia fuese integrada en el recién creado Reino de Italia, el emperador ordenó la construcción del Ala, porque otros edificios, como los ocupados por la Zecca —o casa de la moneda—, la Librería Marciana y las Procuratie Nuove, no eran lo bastante grandes para acomodar a su corte.

Eran casi las seis y el sol se inclinaba hacia el horizonte por encima del tejado de la Librería Marciana. Se habían encendido algunas de las luces de la plaza, que proyectaban charcos ámbar en las arcadas y cúpulas. La mayoría de los turistas se habían marchado y reinaba el silencio, excepto por un murmullo de voces y el arrullo de las palomas.

—¿Con quién nos vamos a encontrar? —preguntó Remi.

—La conservadora —respondió Sam—. Maria Favaretto.

Antes de tomar el vuelo de las dos que salía de Salzburgo, Sam había llamado a la conservadora del Museo Archeologico y se había presentado. Para su fortuna, la señora Favaretto había oído hablar de ellos. Le comentó que su descubrimiento del diario perdido de Lucrecia Borgia —la maquiavélica seductora y manipuladora política del siglo XV—, un año antes en Bisceglie había sido noticia de primera plana en Venecia. Aún más, un antiguo colega suyo era el ayudante del conservador del Museo Borgiano de la Biblioteca Vaticana, a la que Remi y él habían donado el diario. Favaretto había aceptado reunirse con ellos acabado el horario de visita al museo.

—¿Es aquélla? —preguntó Remi, y señaló.

Una mujer les hacía señas desde el interior de uno de los pórticos de la Procuratie Nuove, donde estaba una parte del Museo Arqueológico; el resto se encontraba en el interior de la Biblioteca Nazionale Marciana, la Biblioteca Nacional de San Marcos. Sam y Remi se acercaron a la mujer.

—Señor Fargo, señora Fargo, soy Maria Favaretto. Es un placer conocerlos.

—Por favor, llámenos Sam y Remi —le pidió Remi, y le estrechó la mano.

—Y a mí llámenme Maria.

—Gracias por su ayuda. Esperamos no molestar.

—En absoluto. Recuérdenmelo de nuevo. ¿Qué período les interesa?

—No estamos muy seguros, pero ninguna de las referencias que hemos encontrado van más allá del siglo XVIII.

—Bien, creo que estamos de suerte. Si me siguen, por favor…

Los llevó más allá de una arcada, por un pasillo de azulejos crema, y entraron en el museo. La siguieron entre sarcófagos egipcios y carros asirios, estatuas y vasos etruscos, bustos romanos, tallas de marfil bizantinas y cerámica minoica.

Maria se detuvo delante de una puerta y la abrió con su llave. Caminaron por un largo pasillo en penumbra. Se detuvo de nuevo.

—Es una parte de la biblioteca que no está abierta al público. Dada la pregunta que quieren hacer, creo que la persona más indicada para ayudarlos es Giuseppe. No tiene ningún título, pero lleva aquí más que cualquier otro: casi sesenta años. Sabe más de Venecia que cualquier persona que conozca. —Titubeó y se aclaró la garganta—. Giuseppe tiene ochenta y dos años y es un tanto extraño. Creo que la palabra es excéntrico. Pero no se preocupen. Solo hagan sus preguntas y él encontrará las respuestas.

—De acuerdo —dijo Sam con una sonrisa.

—Les pedí una fecha porque Giuseppe es lo que se llama un hombre que vive en el pasado. No tiene ningún interés en nada moderno. Si no ocurrió en el siglo XIX o antes, no existe para él.

—No lo olvidaremos —prometió Remi.

Maria abrió la puerta y los invitó a pasar.

—Aprieten este timbre cuando hayan acabado. Vendré a buscarlos. Buena suerte. —Cerró la puerta.

La biblioteca del museo era larga y angosta, medía unos sesenta y seis metros por trece. Las paredes no eran paredes, sino estanterías desde el suelo hasta el techo. Tenían seis metros de altura. En cada una de las cuatro paredes había una escalera movible. En el pasillo central había una única mesa de tres metros de largo y una silla de respaldo recto. Focos halógenos colgados del techo proyectaban una suave luz sobre el suelo de mosaico verde.

—¿Hay alguien ahí? —llamó una voz.

—Sí. La señora Favaretto nos ha hecho pasar —respondió Sam.

A medida que sus ojos se acomodaban a la poca luz vieron a una figura en lo alto de la escalera, al fondo de la biblioteca. Estaba en el último escalón, con los dedos recorriendo los lomos de los libros y, de cuando en cuando, empujaba uno hacia dentro o sacaba otro hacia fuera. Pasados unos minutos, bajó de la escalera y caminó por el pasillo arrastrando los pies. Treinta segundos más tarde se detuvo ante ellos.

—¿Si? —dijo sin más.

Giuseppe apenas medía un metro cincuenta, con el pelo blanco revuelto como si se hubiese peleado con el peine. No podía pesar más de cuarenta y cinco kilos. Los escudriñó con unos ojos azules de mirada penetrante.

—Hola. Soy Sam y ella es…

Giuseppe agitó una mano como descartando la presentación.

—¿Tienen una pregunta para mí?

—Sí… tenemos un acertijo. Estamos buscando el nombre de un hombre, probablemente de Istria, en Croacia, que pudo tener alguna relación con Poveglia o con Santa María de Nazaret.

—Dígame el acertijo —ordenó Giuseppe.

—Hombre de Histria, trece por tradición… —recitó Sam.

Giuseppe no dijo nada, sino que los miró durante diez segundos mientras movía los labios.

—También creemos que pudo tener algo que ver con los lazaretos… —añadió Remi.

Giuseppe se dio la vuelta de pronto y se alejó. Se detuvo en el pasillo y miró a cada pared. Su dedo índice se movía en el aire a la manera de un director de orquesta en cámara lenta.

—Está catalogando los libros en su cabeza —susurró Remi.

—Silencio, por favor.

Pasados dos minutos, Giuseppe fue a la pared a mano derecha, empujó la escalera hasta el fondo, subió, sacó un libro del estante, lo ojeó, lo volvió a poner en su sitio y bajó.

Repitió el proceso cinco veces más: miró las estanterías, movió el dedo en el aire, subió y bajó de la escalera hasta que por fin se acercó de nuevo a ellos.

—El hombre que buscan se llama Pietro Tradonico, el dogo de Venecia desde 836 hasta el 864. De acuerdo con la cronología, era el undécimo dogo, pero por tradición es considerado el décimo tercero. Los seguidores de Tradonico escaparon a la isla de Poveglia después de que lo asesinasen. Tenían algunas chozas cerca del extremo noreste de la isla.

Dicho esto, Giuseppe se volvió para alejarse.

—Una pregunta más —gritó Sam.

Giuseppe se giró sin decir nada.

—¿Tradonico está enterrado allí?

—Algunos creen que sí. Otros opinan que no. Sus partidarios reclamaron el cuerpo después del asesinato, pero nadie sabe adonde se lo llevaron.

Giuseppe se alejó de nuevo.

—Gracias —dijo Remi.

Giuseppe no respondió.

—¿Encontraron lo que buscaban? —les preguntó Maria unos minutos más tarde cuando salieron. La conservadora había tardado cinco minutos en llegar después de que ellos hubieran apretado el timbre. Durante ese tiempo, Giuseppe continuó con su trabajo como si ellos no existiesen.

—Así es —respondió Sam—. Giuseppe es todo lo que usted nos dijo. Le agradecemos su ayuda.

—Ha sido un placer. ¿Hay algo más que pueda hacer por ustedes?

—Dado que es tan amable… ¿cuál es la mejor manera para llegar a Poveglia?

Maria se detuvo para mirarlos. Su rostro mostraba una expresión tensa.

—¿Por qué quieren ir a Poveglia?

—Forma parte de la investigación.

—Pueden usar todas nuestras instalaciones. Estoy segura de que Giuseppe…

—Gracias, pero nos gustaría verlo por nosotros mismos —manifestó Sam.

—Por favor, piénselo.

—¿Por qué? —preguntó Remi.

—¿Hasta qué punto conocen la historia de Poveglia?

—Si se refiere a las tumbas de las víctimas de la plaga, leímos…

—No solo eso. Hay mucho más. Vayamos a tomar algo. Les contaré el resto.