50

El agua lo envolvió, tan fría que por un momento lo paralizó como una descarga eléctrica. Sam luchó contra el instinto natural de salir a la superficie para respirar, e hizo todo lo contrario. Con el hombre todavía sujeto con el abrazo de oso, giró para quedar con las piernas hacia arriba, y las movió para ir hacia las profundidades. Su oponente estaba atontado, y con un poco de suerte, debido a la nariz fracturada, no podría respirar hondo una última vez.

El hombre se sacudió, y lanzó puñetazos desesperados con el brazo derecho. Sam soportó los golpes y no lo soltó. De pronto el pistolero dejó de lanzar puñetazos. Sam notó el movimiento de un brazo entre ambos. Miró hacia abajo. A través del agua oscura y la espuma vio que la mano del hombre se movía por debajo de la americana. La mano reapareció empuñando un puñal. Sam le sujetó el antebrazo e intentó apartarlo. El puñal se movió hacia arriba. Sam lo apartó. La hoja le desgarró la camisa; sintió un dolor agudo cuando le cortó el abdomen. La hoja continuó subiendo. Sam soltó la muñeca de su rival y sujetó la mano del puñal. Intuyó más que vio la hoja cerca de su cuello. Echó la cabeza hacia atrás y la volvió a un lado. La punta del arma pasó por delante de su barbilla, llegó al lóbulo y le cortó la parte superior de la oreja.

Una docena de años de judo le habían enseñado a Sam el poder de la palanca. El hombre, al levantar el brazo derecho por encima de la cabeza, estaba en una situación de debilidad. Sam no estaba dispuesto a desaprovechar la ventaja. Con la mano izquierda todavía sujetando la muñeca de la mano con la que el hombre empuñaba el arma, invirtió la sujeción de la mano derecha, le sujetó el dorso de la mano y a continuación tiró hacia atrás y la retorció al mismo tiempo. Un chasquido sordo le indicó que le había roto el hueso de la muñeca. La boca del ruso se abrió para soltar un grito ahogado en medio de un torrente de burbujas. Sam continúo retorciéndosela hasta oír el rascar de hueso contra hueso. El puñal se le escapó de los dedos y lo perdió de vista.

Sam giró de nuevo y movió las piernas para seguir bajando. Chocaron contra el fondo. El otro intentó clavarle los dedos de la mano izquierda en los ojos. Sam cerró los párpados con fuerza, apartó la cabeza y, con la base de la mano derecha, le golpeó la barbilla para echarle la cabeza hacia atrás. Oyó un sonido como el de una calabaza que se aplasta. El hombre se sacudió una vez, dos, y después se quedó inmóvil. Sam abrió los párpados y se encontró mirando los ojos fijos y sin vida del oponente. Detrás de la nuca, una roca afilada triangular asomaba en el fondo arenoso. Sam lo soltó y la corriente se llevó el cadáver, dejando un rastro de sangre mientras daba tumbos por el fondo. No tardó más de unos segundos en desaparecer en las tinieblas.

Sam flexionó las piernas y se empujó desde el fondo. Salió a la superficie debajo de una de las pasarelas, se puso boca arriba y respiró hondo hasta que se le aclaró la vista.

—¡Sam! —gritó Remi—. ¡Aquí, por este lado, ven!

Sam nadó hacia la voz. Con las prendas empapadas, tenía la sensación de que sus brazos se movían entre miel. Sintió que las manos de Remi cogían las suyas. Se sujetó de la borda y dejó que lo ayudase a subir a la embarcación. Rodó sobre la cubierta y permaneció inmóvil, con la respiración entrecortada. Remi se arrodilló a su lado.

—Oh, Dios, Sam, tu rostro…

—Parece peor de lo que es. Unos pocos puntos de sutura y volveré a ser el mismo guaperas de siempre.

—Tienes la oreja cortada. Pareces un perro que acaba de perder una pelea.

—Digamos que es la herida de un duelo.

Ella le movió la cabeza a un lado y a otro, le observó el rostro y el cuello, y palpó con las puntas de los dedos hasta que Sam alzó la mano y le apretó la suya en un gesto tranquilizador.

—Estoy bien, Remi. Jolkov puede haber oído los disparos. Será mejor que nos vayamos.

—Tienes razón. —Levantó el cojín del asiento más cercano y buscó hasta encontrar un paño, que Sam se apretó en las heridas. Luego hizo un gesto hacia el agua—. ¿Está…?

—Desaparecido. No me dio otra alternativa. —Sam se sentó, se puso de rodillas y se quitó la sudadera y la camiseta—. Espera, el arma…

—La tengo. Aquí está. —Le entregó el revólver y se sentó al timón mientras Sam soltaba la amarra de proa. Remi giró la llave en el contacto y el motor se puso en marcha—. Sujétate. —Movió la palanca del acelerador a tope y la planeadora salió a través de las puertas—. Busca el botiquín de emergencia. Puede que encuentres una manta.

Sam buscó debajo de todos los cojines hasta que dio con una caja grande. En el interior, tal como había dicho Remi, encontró una manta térmica enrollada de color plata. La desenrolló y, cuando acabó de envolvérsela alrededor del cuerpo, se acomodó en el asiento del pasajero.

Más tarde, Sam no recordaría el sonido de otro motor por encima del suyo; solo vio la cuña blanca de la proa de la planeadora que aparecía por la niebla a su izquierda y los fogonazos del arma de Jolkov.

—Remi, ¡todo a estribor!

Remi, para su honra, reaccionó en el acto y, sin preguntar, giró el volante a tope. La planeadora se deslizó de costado. La proa de Jolkov, que había apuntado directamente al asiento de Sam, rebotó en el casco y se deslizó a lo largo de la borda. Sam, que ya estaba agachado, apartó la cabeza y sintió cómo el casco de fibra de vidrio rozaba su cabellera. La proa golpeó un ángulo del parabrisas. El tremendo golpe retorció el marco de aluminio, y el vidrio voló hecho añicos. La lancha cayó de nuevo en el agua, y Sam vio que se desviaba en una amplia curva hacia la izquierda.

—Remi, ¿estás bien? —preguntó Sam, tumbado en el fondo.

—Sí, eso creo. ¿Y tú?

—Sí. Vira todo a babor, avanza durante cinco segundos y apaga el motor.

Una vez más, Remi no hizo preguntas y obedeció. Cerró el acelerador, apagó el contacto y la embarcación se deslizó silenciosamente sobre la superficie hasta que acabó por detenerse. Permanecieron en silencio; la planeadora se balanceaba con suavidad.

—Dará la vuelta —susurró Sam—. Supondrá que continuaremos avanzando en la misma dirección durante un rato.

—¿Cómo lo sabes?

—El instinto natural de dejarse dominar por el pánico y huir cuanto antes en la dirección opuesta.

—¿Cuántas balas nos quedan en esa cosa?

Sam sacó el revólver que llevaba a la cintura. Era un Smith & Wesson calibre 38 de cinco balas.

—Dos gastadas, quedan tres. Cuando lo oigamos a nuestra derecha, ve a la izquierda hacia la costa. Avanza a toda velocidad durante treinta segundos y cierra el acelerador.

—¿Otro palpito?

Sam asintió.

—Creerá que vamos en línea recta a Schönau.

—Es lo que acabaremos por hacer. La alternativa es una marcha de tres días a través de las montañas con esta tormenta de nieve.

Sam sonrió.

—Siempre nos queda el plan C. Ya te lo explicaré más tarde. Chist… ¿Lo has oído?

Prestaron atención. Les llegó el sonido de un motor que se movía a proa de derecha a izquierda. Al cabo de unos pocos minutos cambió el sonido, que resonó en la orilla.

—Vamos —dijo Sam.

Remi puso en marcha el motor, movió la palanca del acelerador a tope y viró a babor. Navegaron durante treinta segundos, cerraron el acelerador y avanzaron hasta detenerse. Solo el chapoteo de las olas en el casco rompía el silencio. El viento había amainado casi por completo, y los gruesos copos de nieve comenzaron a amontonarse en las bordas y los asientos.

—¿Qué está haciendo? —susurró Remi.

—Lo mismo que nosotros. Escuchando, esperando.

—¿Cómo lo sabes?

—Es un soldado; piensa como tal.

A popa, quizá a unos doscientos metros, oyeron la aceleración de un motor. La mano de Remi se movió hacia el acelerador.

—Todavía no —dijo Sam.

—Está cerca, Sam.

—Espera.

El motor de Jolkov continuó acercándose, acortando la distancia. Sam señaló a popa por la banda de babor y se llevó el índice a los labios. Apenas visible entre la nevada, una larga silueta fantasmal pasó junto a ellos. Vieron la figura de un hombre de pie al volante del timón. La cabeza de Jolkov se movía de izquierda a derecha. Sam levantó el revólver, apuntó y siguió la trayectoria de la embarcación hasta que se perdió de vista. Después de diez segundos, Remi dejó escapar un suspiro.

—No puedo creer que no nos haya visto —dijo.

—Nos ha visto. Fue una pausa apenas perceptible cuando se volvió hacia este lado, pero nos ha visto. Ahora dará la vuelta. Ve marcha atrás, poco a poco. Con todo el silencio que puedas.

Remi lo hizo. Después de haber recorrido unos quince metros, Sam susurró:

—Adelante y despacio. Llévanos hacia la orilla. —Cogió el bichero de dos metros cuarenta del soporte junto a la borda y miró a través de la nieve. A su izquierda oyó el chapoteo del agua en las rocas—. Vale, apágalo —le dijo a Remi—. A la derecha.

Ella lo hizo.

Silencio.

Más allá de la borda apareció el difuso contorno de un pino, luego otro. Las ramas se inclinaban hacia ellos como dedos de un esqueleto. Sam sujetó una rama con el bichero para frenar la deriva, y se arrimó hasta que el casco golpeó contra la orilla. Las ramas cubiertas de nieve, que bajaban hasta a casi treinta centímetros de la superficie del lago, formaban un dosel sobre sus cabezas. Sam se arrodilló junto a la borda y se asomó entre las ramas. Remi hizo lo mismo.

Por delante y a la derecha llegó el ruido de un motor. Pasados diez segundos se detuvo. Un momento más tarde, su embarcación comenzó a balancearse cuando les alcanzó la estela de la lancha de Jolkov.

—En cualquier momento —susurró Sam—. Preparada para irnos.

Como si hubiese sido una señal, a una distancia de catorce metros pasó la lancha de Jolkov, que iba de nuevo hacia los muelles de la capilla. Con el motor a ralentí. Luego desapareció, perdida en la niebla.

—No nos ha visto —susurró Remi.

—Esta vez no. Vale, en marcha. Síguelo. Cinco segundos a baja velocidad. Diez segundos de planeo.

Remi volvió a colocarse al timón y se apartaron de las ramas, dieron media vuelta y siguieron la estela de Jolkov.

Durante los siguientes veinte minutos continuaron su juego de planear y reducir la velocidad, siempre guiándose por el ruido del motor de Jolkov directamente en la proa. Apagaban el motor cuando él lo hacía y avanzaban solo cuando él volvía a poner el marcha el motor. Avanzaban lentamente, cubriendo menos de quince metros cada vez. Los muelles de San Bartolomé aparecieron a la derecha, las cúpulas acebolladas rojas parecían flotar en el aire.

Delante, el motor de Jolkov aceleró y comenzó a desviarse a la izquierda. Sam le hizo una señal a Remi para que fuese a la derecha. De nuevo hacia la costa.

—Poco a poco y sin prisa. —El ruido del motor de Jolkov parecía ir hacia el centro del lago.

—Apaga el motor —susurró Sam, y Remi lo hizo.

—Cree que nos estamos escondiendo o que volvemos a Schönau, ¿no es así? —preguntó Remi.

Sam asintió.

—Montará una emboscada en algún lugar al norte. Por desgracia para él, no vamos a entrar en su juego.

Pasaron los minutos, los cinco se convirtieron en diez, luego en veinte. Por fin Sam dijo:

—Vale, continuemos. Seguiremos la costa hacia el sur. Ve apenas por encima del ralentí.

—Algo me dice que ese brandy caliente tendrá que esperar.

—¿No te conformas con un techo sobre tu cabeza y un buen fuego?