Había dado tres pasos tras salir por la puerta cuando oyó una voz ahogada por la nieve que gritaba a su izquierda: «¡Allí!». Sin saber si el grito era por la planeadora que huía o por él, Sam se desvió a la derecha para seguir la curva del edificio, y luego corrió a través del prado hacia del monumento del sextante. Si Jolkov y su compañero lo perseguían, no quería conducirlos hasta Remi.
Cuando vio el monumento delante, se lanzó de cabeza por una pendiente que lo llevó detrás del pedestal. Se giró para mirar por dónde había llegado. Pasaron diez segundos. Oyó el ruido de las pisadas en la gravilla. Entre la nieve arrastrada por el viento vio a dos figuras aparecer por la esquina del edificio y entrar en el cobertizo. La pregunta era: ¿cuánto tiempo le llevaría a Jolkov reparar su propio sabotaje? El cable del distribuidor le llevaría menos de un minuto, pero devolver el volante a la posición correcta le sería más difícil. Cuanto más tardasen, más difícil le resultaría alcanzar a la planeadora.
Pasó un minuto. Dos. Un motor se puso en marcha y aceleró. Tras unos pocos segundos se alejó en dirección al lago. Sam se puso de pie, rodeó la parte de atrás de la capilla y encontró a Remi acurrucada en la penumbra de la leñera.
—Lo he oído —dijo Remi—. La pregunta es: ¿cuánto tiempo hemos ganado?
—Diez o quince minutos como mínimo. Con la que está cayendo es lo que tardarán en descubrir nuestro señuelo. Vamos.
La ayudó a levantarse. Subieron los escalones hasta la puerta de atrás y la abrieron.
Después del viento y la nieve, el relativo calor de la capilla les pareció celestial. Comparada con su gran exterior, la capilla era muy sencilla, con mosaicos marrones, bancos agrietados y paredes blancas de donde colgaban iconos religiosos. Por encima de sus cabezas, un balcón recorría toda la pared trasera, y las bóvedas estaban adornadas con filigranas rosas y grises. Los grandes rosetones de las paredes laterales permitían la entrada de una luz blanca opaca.
Caminaron por el pasillo central hasta el fondo de la capilla, donde había una puerta. La cruzaron y se encontraron en el ábside, en el que vieron una escalera de caracol. Subieron treinta o cuarenta escalones hasta una trampilla cerrada con cerrojo y un candado. El candado no estaba puesto.
—Al parecer, alguien se olvidó de controlar un punto del protocolo de evacuación —comentó Remi con una sonrisa.
—Mejor para nosotros. No me haría ninguna gracia estropear un monumento nacional bávaro.
Sam quitó el candado y descorrió el cerrojo. Con mucho cuidado levantó la trampilla, subió, ayudó a Remi y la cerró de nuevo. Aparte de la poca luz que entraba por las persianas, el espacio octogonal estaba a oscuras. Encendieron las linternas y echaron un vistazo.
—Aquí —dijo Remi, y se arrodilló—. He encontrado algo.
—Aquí también —dijo Sam desde la pared opuesta.
Se acercó a Remi y miró lo que ella alumbraba. Grabado en la moldura de madera debajo de la ventana, casi borrada por capas y capas de pintura, estaba el símbolo de la cigarra.
—¿El tuyo es idéntico? —preguntó Remi.
Sam asintió y fueron a la pared opuesta. Allí también había otro símbolo de la cigarra.
—¿Por qué dos? —preguntó en voz alta.
—La frase «Un trío de quoins…» tuvieron que aplicarla no solo al sextante.
Les llevó menos de treinta segundos encontrar el tercero. Los primeros dos símbolos de la cigarra estaban situados cerca de la fachada de la torre; el tercero, en la parte posterior.
—Formemos el triángulo —dijo Sam.
Se agachó junto a uno de los sellos y Remi hizo lo mismo. Después extendieron los brazos, cada uno señalando al otro y al tercer sello.
—Corrígeme si me equivoco —dijo Sam—, pero esto es un triángulo isósceles.
—Desde luego que lo es. Pero ¿en qué sentido se supone que señala?
—Si extendemos las líneas, los dos de adelante apuntarían al lago y las montañas. El tercero apunta a tierra adentro, detrás de nosotros.
Sam bajó los brazos mientras se sentaba, con la espalda apoyada en la pared. Frunció el entrecejo un instante y luego sonrió.
—¿Qué? —preguntó Remi.
—La última parte de la línea —respondió Sam—. Sabía que algo me resultaba conocido. —Buscó en los bolsillos del pantalón y sacó el folleto turístico de San Bartolomé. Lo ojeó—. Aquí. —Se lo dio a Remi—. Frigisinga.
—Hasta 1803 —leyó Remi—, el pabellón de caza junto a la capilla fue el retiro privado del príncipe preboste Joseph Conrad von Schroffenberg-Mös, que también fue obispo de Freising.
—Sabía que algo había leído al respecto durante nuestra búsqueda —añadió Sam—. Solo que lo situé mal. La palabra del siglo VIII para Freising era Frigisinga.
—Vale, entonces ¿el tal Schroffenberg-Mös estuvo aquí?
—Exactamente aquí, no. Pero vivía cerca y ya hemos estado allí.
Volvieron a bajar por la escalera de caracol, cruzaron la capilla y salieron por la puerta de atrás para seguir por el sendero hacia el bosque. Cinco minutos más tarde estaban de nuevo en la cabaña en cuyo altillo se habían refugiado poco antes. Se detuvieron delante de la placa colocada en un poste junto a la puerta principal.
—Una vez sirvió como pabellón privado del último príncipe preboste de Berchtesgaden, Joseph Conrad von Schroffenberg-Mös —leyó Remi.
—Antes de Frigisinga —acabó Sam.
Entraron. Si bien la mayor parte de la cabaña estaba hecha de troncos, tanto los cimientos como las columnas eran de piedra.
—Primero busquemos en la sillería —dijo Sam—. La madera se puede reemplazar sin problemas, la piedra cuesta más.
—De acuerdo. ¿Cómo vamos de tiempo?
Sam consultó su reloj.
—Han pasado quince minutos desde que escapó nuestra liebre.
Como sabían lo que buscaban, no tardaron mucho. Cada uno caminó agachado a lo largo de las paredes iluminando bloques de piedra con las linternas.
—La cigarra marca el lugar —dijo Remi.
Estaba arrodillada junto a un pedestal debajo del altillo. Sam se apresuró a agacharse junto a ella. Estampado en la esquina superior izquierda de la piedra estaba el sello de la cigarra.
—Por lo visto, al final tendremos que hacer un pequeño estropicio —comentó Remi.
—Lo haremos con cuidado.
Sam miró alrededor, y luego fue hasta la chimenea, cogió un atizador de acero y volvió. Se puso a trabajar. Si bien el extremo del atizador tenía forma de espátula, era más ancho que las grietas que había entre las piedras, así que tardaron unos diez preciosos minutos en mover el bloque hacia fuera hasta que entre los dos pudieron sacarlo. Remi metió la mano en el hueco.
—Hay un espacio vacío alrededor del pedestal —murmuró—, espera…
Se tumbó en el suelo y metió el brazo en el agujero hasta el codo. Se detuvo. Abrió mucho los ojos.
—Madera.
—¿El pedestal?
—No, no lo creo. Sácame.
Sam la sujetó por los tobillos y la arrastró con suavidad lejos de la pared. El brazo salió del hueco seguido por una caja de madera oblonga. Remi tenía la mano cerrada como una garra, con las uñas clavadas en la tapa.
Durante diez segundos miraron la caja en silencio.
—Me debes una manicura —afirmó Remi con una sonrisa.
—Hecho —dijo Sam también sonriendo.
El peso de la caja les indicaba que no estaba vacía, pero lo comprobaron de todas maneras. Acomodada en un lecho de paja y envuelta en una tela impermeable había otra botella de la bodega perdida de Napoleón.
Sam cerró la tapa.
—No sé tú, pero yo creo que ya he tenido suficiente paseo turístico por un día.
—Estoy contigo.
Sam guardó la caja en la mochila y salieron al claro. Hasta entonces no habían oído el sonido de ninguna lancha porque estaban lejos del cobertizo, así que se movieron deprisa pero con cuidado, y muchas veces se detuvieron para ocultarse y mirar a su alrededor, hasta que llegaron de nuevo a la capilla.
—Ya casi estamos —dijo Sam. Remi asintió y cruzó los brazos sobre el pecho. Sam la abrazó y le dio una buena friega en la espalda—. Dentro de nada estaremos tomando un brandy caliente.
—Me gusta.
Dieron la vuelta a la izquierda por detrás de la capilla y siguieron sin apartarse de la pared hasta llegar a la fachada. Sam se detuvo tres metros antes, le hizo a Remi una señal para que esperase, y luego avanzó a gatas para asomarse por la esquina. Pasados unos segundos volvió junto a ella.
—¿Hay algo? —susurró Remi.
—No se mueve nada, pero la puerta está entreabierta. No puedo ver cuántas lanchas hay dentro.
—¿Qué me dices del muelle?
—Ahí no hay nada, pero con esta nieve…
—Silencio. —Remi inclinó la cabeza y cerró los ojos—. Escucha.
Pasados unos segundos, Sam lo distinguió: muy débil, a lo lejos, se oía un motor.
—Allí hay alguien —dijo Remi.
—No renunciarían a seguir al señuelo —razonó Sam—. O aún lo están persiguiendo o vuelven.
—De acuerdo. Es ahora o nunca.
Después de una última ojeada desde la esquina, Sam le indicó a Remi que iban a salir. Cogidos de la mano corrieron hasta el cobertizo. Entraron. Aparte de la embarcación que ellos habían lanzado al agua, faltaba la de la derecha.
Remi saltó a bordo de la embarcación que quedaba y se acomodó en el asiento mientras Sam dejaba a un lado la mochila, levantaba la tapa del motor e instalaba a toda prisa el cable del distribuidor y arreglaba la escobilla torcida. Cerró la tapa y se metió debajo del tablero para hacer un puente.
—Vale —dijo mientras salía—. Vamos a…
—¡Sam, la puerta!
Sam se volvió.
Una figura entraba a la carrera por la puerta del cobertizo. Sam vio por un momento el rostro del hombre, el compañero de Jolkov, y cómo su mano se levantó empuñando un revólver de cañón corto. Sam no pensó, sino que reaccionó recogiendo el objeto más cercano —un chaleco salvavidas color naranja— y se lo arrojó.
El hombre lo apartó de un manotazo, pero le dio a Sam el segundo que necesitaba para saltar al muelle e ir a por él. Lo golpeó, y juntos se precipitaron sobre la pared. Sam le sujetó la muñeca y se la retorció con fuerza para romperle los huesos. El arma se disparó una vez, y otra.
Era un profesional, y en lugar de oponerse a la fuerza que Sam le hacía en la muñeca, la aprovechó, girando el cuerpo mientras levantaba el brazo izquierdo en un gancho con el que golpeó a Sam en la sien. Sam vio las estrellas, pero no soltó la muñeca. Después metió su brazo derecho por debajo del brazo con el que el hombre lo golpeaba, y lo sujetó con un abrazo de oso. Con la visión todavía nublada, Sam echó la cabeza hacia atrás y la descargó hacia delante. El cabezazo encontró su diana. Oyó un sonido ahogado cuando le destrozó la nariz al hombre. El arma cayó al suelo. Con un gruñido, el pistolero se apoyó en la pared, y juntos tropezaron. Sam sintió que un pie pisaba en el vacío. Estaban cayendo. Respiró hondo y se sumergió en el agua.