—Muy pronto todos ustedes disfrutarán de mi talento musical —dijo el capitán con un correcto pero muy acentuado inglés. Redujo la velocidad del motor y la embarcación comenzó a frenarse—. A su derecha tienen la Echowand, que significa «pared del eco».
Junto con los otros veinte pasajeros, Sam y Remi se volvieron en los asientos y miraron a estribor. Iban a bordo de una de las dieciocho lanchas eléctricas que explotaba la Königssee Boat Company. Había dos modelos: uno de veinte metros de eslora, con capacidad para ochenta y cinco pasajeros, y el modelo donde viajaban Sam y Remi, de seis metros de eslora, que podía llevar a veinticinco pasajeros.
Cuatrocientos metros más allá, a través de la niebla matinal, vieron un acantilado cubierto de bosque que se elevaba del agua. El capitán sacó una pulida flügelhorn de debajo de la consola del timón, se la llevó a los labios, sopló unas pocas notas tristes y después guardó silencio. Dos segundos más tarde, el sonido llegó en una réplica perfecta.
Los pasajeros rieron y aplaudieron.
—Por favor, mi interpretación no está incluida en el billete de esta mañana y es un trabajo que da mucha sed. Cuando desembarquen, quizá quieran dejar algo de trinkgeld en mi jarra o en cualquiera de las otras que vean en las bordas. Dividiré el bote entre mi colega de las montañas que respondió a mi llamada y yo.
Más risas. Uno de los pasajeros preguntó:
—¿Qué es trinkgeld?
—Dinero para beber, por supuesto. Esto de la corneta da mucha sed. Vale, ahora continuamos. La siguiente escala es la iglesia de la Peregrinación de San Bartolomé.
El viaje se reanudó casi en absoluto silencio; los motores eléctricos producían un suave gorgoteo. Era como navegar suspendidos en la niebla, con el susurro del agua a los lados. El aire era calmo, pero lo bastante frío para que Sam y Remi vieran su propio aliento.
Se habían levantado temprano, a las seis, y habían desayunado poco en la habitación para continuar con el trabajo. Antes de irse a la cama, Remi había escrito a algunos antiguos colegas y conocidos para plantearles tres preguntas: ¿qué tesoros contenía Delfos cuando la invasión de Jerjes? ¿Dónde se encontraban en la actualidad dichos tesoros? ¿Había algún relato referente a que Jerjes se hubiese llevado el tesoro de Delfos o el de Atenas?
En el buzón había media docena de respuestas, la mayoría de las cuales solo daban pie a nuevos interrogantes.
—Seguimos sin saber nada de Evelyn —comentó Remi, que buscaba en el buzón del iPhone.
—Recuérdamela, Evelyn… —dijo Sam.
—Evelyn Torres. En Berkeley. Fue ayudante del conservador en el Museo Arqueológico de Delfos hasta hace seis meses. Nadie conoce Delfos mejor que ella.
—Ya nos contestará, estoy seguro. —Sam tomó unas cuantas fotos del paisaje antes de volverse hacia Remi, que miraba su teléfono. Fruncía el entrecejo—. ¿Qué pasa? —preguntó.
—Me preocupa que Jolkov aparezca de nuevo. Se me ha ocurrido una cosa: ¿cuántas veces ha aparecido hasta ahora?
Sam pensó un momento.
—Sin contar el Pocomoke: apareció en Rum Cay, en el castillo de If y en Elba. Tres veces.
—No apareció en Ucrania, en Monaco, ni aquí. ¿Correcto?
—Toca madera.
—No cuentes con ello.
—¿Eso qué significa?
—No puedo estar segura, pero si la memoria no me falla hay tres lugares que tienen algo en común: Ucrania, Monaco y éste.
—Adelante.
—Nunca utilicé mi iPhone en ninguno de aquellos lugares; teníamos el móvil vía satélite. No lo encendí, y únicamente lo he hecho aquí, anoche. No, no es así. Leí mi correo cuando aterrizamos en Salzburgo.
—¿Estás segura?
—Del todo. ¿Es posible que lo hayan pinchado?
—Técnicamente es posible, pero ¿cuándo pudieron hacerlo? Nunca ha estado fuera de tu vista, ¿no?
—Una vez, lo deje en el hostal cuando fuimos a reflotar el Molch.
—Maldita sea. Las otras veces, en Rum Cay, en el castillo de If y en Elba, ¿solo lo encendiste o te conectaste a internet? —El iPhone podía conectarse a internet de dos maneras, ya fuese por la red integrada Edge o por las redes inalámbricas locales.
—Las dos cosas.
—Jolkov podría haber instalado un transpondedor. Cada vez que lo enciendes o conectas a internet, el transpondedor se conecta al GPS del iPhone y envía una señal a Jolkov para avisarlo: «Aquí».
Remi exhaló un sonoro suspiro, con expresión decidida.
—¿Crees que…? —Comenzó a volverse, pero Sam la detuvo.
—Ya lo miraremos cuando desembarquemos. ¿Cuándo fue la última vez que lo encendiste? ¿En el hotel?
—Así es.
—No vi a nadie siguiéndonos esta mañana.
—Yo tampoco, pero con estas multitudes es difícil saberlo.
—Por desgracia, Schönau no es tan grande. Media docena de hombres bastarían para que hubieran visto desde lejos cómo subíamos a la embarcación.
—¿Qué hacemos?
—Lo primero es lo primero. Mandamos a la papelera los acertijos y la investigación —respondió Sam con su móvil—. No podemos arriesgarnos a que Jolkov se haga con esto.
Como había hecho con la mayoría de los artilugios personales y de la casa, Sam había modificado los móviles para añadirles una serie de aplicaciones, incluida una carpeta de borrado rápido. Si se intentaba abrir la carpeta sin la contraseña de inmediato, se borraba el contenido. Una vez que Remi pasó los datos a la carpeta, Sam dijo:
—Ahora roguemos para que se produzca un milagro.
—¿Cuál?
—Que estés en un error. El problema es que no ocurre con tanta frecuencia. Déjame ver tu móvil. —Remi se lo dio, y él sacó su navaja del ejército suizo y se puso a trabajar.
Sam, con la cabeza inclinada y el móvil desarmado en su regazo, acabó por murmurar:
—Aquí lo tienes.
Remi se inclinó.
—¿Has encontrado algo?
Con las pinzas de la navaja sacó un chip del tamaño de la uña del meñique del interior del móvil. Un par de cables iban hasta la batería.
—El culpable —dijo. La buena noticia era que el chip estaba programado para transmitir únicamente cuando se encendía el teléfono; ninguna señal alertaría a Jolkov de que lo habían encontrado. Sam cortó los cables, se guardó el chip en el bolsillo de la camisa y comenzó a montar de nuevo el móvil.
Veinte minutos más tarde, con la bruma casi disipada del todo por el sol que brillaba en el cielo azul, rodearon la península de Hirschau. Apareció a la vista San Bartolomé, con sus cúpulas de color rojo vivo resplandeciendo al sol y las praderas salpicadas de nieve de las montañas detrás. El prado donde se alzaba San Bartolomé era una cuña de un par de hectáreas que iban desde la costa hasta el bosque. Había dos muelles, uno para las llegadas y salidas de los visitantes; el otro, situado cerca de la capilla, era un cobertizo cubierto. Diseminados detrás de la capilla, en islas de hierba verde y senderos sinuosos, había una docena de edificios de madera, con los troncos toscamente labrados, cuyo tamaño iba desde el de un granero hasta el de una cabaña.
El capitán trazó un círculo delante del muelle, a la espera de que otra embarcación desembarcase a los turistas, y luego se acercó al embarcadero. Un tripulante saltó a tierra, sujetó las amarras de proa y popa y levantó la barandilla protectora.
Sam y Remi desembarcaron, atentos a los rostros de los demás pasajeros, y dejaron unas cuantas monedas en la jarra del capitán.
—No he visto a nadie —murmuró Sam cuando pisó el muelle. Le tendió la mano a Remi—. ¿Tú?
—Tampoco.
La suya era la segunda embarcación de la mañana que llegaba a tierra; la mayor parte del primer grupo aún estaba en la zona del muelle y alrededor de la tienda de regalos, entretenida en tomar fotos y consultar los mapas. Sam y Remi se movieron a lo largo de la cerca que rodeaba el muelle, siempre atentos a los rostros, antes de que la multitud tuviese tiempo de dispersarse.
Mientras caminaban, oyeron a varios guías turísticos que iniciaban sus explicaciones por encima del rumor general:
—Construida en el siglo XII, San Bartolomé fue considerada protectora de los granjeros y las lecheras alpinas…
—… la disposición interior está basada en la catedral de Salzburgo, y el trabajo de estuco exterior fue realizado por el famoso artista vienes Josef Schmit…
—… hasta 1803 el pabellón de caza junto a la capilla fue el retiro privado de los príncipes prebostes de Berchtesgaden, el último de los cuales…
—… después de que Berchtesgaden se convirtiese en parte de Baviera, el pabellón se convirtió en el lugar preferido…
Sam y Remi completaron el recorrido del muelle y volvieron al punto de partida. No vieron ningún rostro conocido.
A ochocientos metros, otras dos embarcaciones acababan de pasar la península.
—Podemos esperar aquí y mirar a los pasajeros a medida que llegan las embarcaciones, o mezclarnos con la multitud y comenzar la búsqueda de pistas.
—No me entusiasma mucho esperar —dijo Remi.
—A mí tampoco. Vamos allá.
Fueron hasta la tienda de regalos, donde compraron un par de sudaderas —una amarillo limón, la otra azul oscuro— y un par de sombreros de paja. Pagaron las compras y se dirigieron a los lavabos para ponerse las prendas nuevas. Si Jolkov y sus hombres los habían estado observando desde los muelles, esos rudimentarios disfraces, combinados con la multitud, que ahora rondaba las doscientas personas, podían darles a Sam y Remi la protección suficiente para moverse de forma anónima.
—¿Preparada? —preguntó Sam.
—Del todo —contestó Remi, se remetió el pelo cobrizo debajo del sombrero.
Durante los siguientes veinte minutos, pasearon por la zona de desembarco, tomando fotos del fiordo y las montañas, hasta que Remi avisó:
—Lo tengo.
—¿Dónde? —preguntó Sam sin volverse.
—La embarcación que espera entrar en el muelle. En la banda de estribor, cuarta ventanilla de popa.
Sam se volvió para enfocar la cámara a través del fiordo, y situó la embarcación que entraba, a un lado del marco. Puso en marcha el teleobjetivo, sacó unas cuantas fotos y bajó la cámara.
—Sí, es Jolkov. Conté otros tres. Espera aquí.
Con el sombrero calado hasta los ojos, Sam fue hasta el muelle.
—Eh, un momento —le dijo al tripulante que estaba a punto de soltar las amarras—. Me olvidé el dinero de la bebida. —Sam le mostró un billete de diez euros.
—Por supuesto, señor, adelante —dijo el tripulante.
Sam subió a bordo, dejó el dinero y el chip en la jarra, y bajó de nuevo al muelle. Mientras había estado en el baño, había utilizado las pegatinas del precio de las sudaderas para conectar una batería de reloj al chip. Calculaba que la batería no alimentaria al transpondedor durante más de treinta minutos, pero bastaría para sus propósitos.
Volvió junto a Remi.
—¿Crees que funcionará? —preguntó Remi.
—Funcionará. No podrán hacer otra cosa que seguirlo. La pregunta es: ¿cómo lo resolverá Jolkov?
Detrás de la multitud, la mitad de la cual participaba de una visita guiada y la otra mitad iba por libre, Sam y Remi fueron por el ancho sendero de piedra blanca hacia la capilla. En el muelle, Jolkov y sus tres compañeros acababan de desembarcar.
—¿Crees que van armados? —preguntó Remi.
—Yo diría que sí.
—Podríamos encontrar a alguien, ver si hay guardias de seguridad.
—No quiero poner a nadie en el camino de Jolkov. Quién sabe lo que es capaz de hacer. Además, ahora mismo vamos un paso por delante. No hay por qué desperdiciar la ventaja.
Sigamos, acabemos el trabajo, encontremos lo que hemos venido a buscar y larguémonos.
—Vale. Vayamos al acertijo. La primera mitad está resuelta —dijo Remi—. Eso nos deja dos frases: «El genio de Ionia, sus zancadas una batalla de rivales» y «Un trío de quoins, el cuarto perdido, señalarán el camino a Frigisinga». Algo en la primera línea no deja de molestarme.
—¿Qué es?
—Algo de la historia. Una vinculación que se me pasa por alto.
Detrás de ellos se oyó una voz:
—Perdón, por favor… Permiso…
Se volvieron y vieron a una mujer con muletas que intentaba adelantarlos. Se hicieron a un lado, y la mujer les dio las gracias con una sonrisa al pasar. Remi entrecerró los ojos mientras la miraba alejarse.
—Conozco esa mirada —dijo Sam—. ¿Se te ha encendido la bombilla?
Remi asintió, su mirada todavía puesta en la mujer.
—Las muletas. La derecha está una medida más baja.
—¿Y?
—Dilo de otra manera: su paso no es una batalla de rivales —respondió, con el rostro iluminado—. Eso es, ven. —Fue a paso rápido por el sendero hasta donde se ensanchaba delante de la capilla y se detuvo junto a la cerca, para asegurarse de que no había nadie que pudiese oírlos. Se apresuró a escribir en la pantalla del iPhone—. ¡Ya está! ¡Lo tengo! ¿Has oído hablar de la Liga Jónica: la antigua Grecia, una confederación de Estados formados después de las guerras Médicas?
—Sí.
—Uno de los miembros de la Liga Jónica era la isla de Samos: el lugar del nacimiento del genio de Samos, también conocido como Pitágoras. Ya sabes, el padre del triángulo.
—No te sigo.
—Las muletas de la mujer… Una es más corta que la otra. Si le das rienda suelta a la imaginación, forman un triángulo escaleno: dos lados desiguales.
Sam sonrió, complacido al entenderlo.
—Pitágoras era el padre del triangulo isósceles. Dos lados iguales…
—Sus zancadas una batalla de rivales —citó Remi de nuevo.
—Así que estamos buscando un triángulo isósceles.
—Así es. Con toda probabilidad señalado con el sello de la cigarra de Laurent. Eso nos deja una frase: «Un trío de quoins, el cuarto perdido, indicará el camino a Frigisinga».
Sam miró por encima del hombro y observó a la multitud hasta que vio a Jolkov, que caminaba por la zona de desembarque. Sus hombres no estarían muy lejos. Sam ya estaba a punto de volverse cuando vio a Jolkov sacar una Blackberry del bolsillo y mirar la pantalla. Levantó la cabeza, miró alrededor y luego le hizo un gesto a alguien de entre la multitud. Diez segundos más tarde, sus tres compañeros lo rodeaban. Después de una breve conversación, dos de ellos volvieron a toda prisa al muelle. Jolkov y el otro fueron hacia el sendero de la capilla.
—Mordió el cebo —dijo Remi.
—Pero no está enganchado del todo. Es lo que me temía. La pregunta es: ¿cuándo se dará cuenta de lo obvio?
—¿Qué es?
—Que nos tiene atrapados. No tienen más que quedarse en el muelle y esperar nuestro regreso.