41

—… ¡Tres!

Agachado, Sam abrió la puerta.

Excepto por la luz de la luna que entraba a través del techo, el invernadero estaba a oscuras y, al estar separado del laboratorio, en su interior no llovía. El agua del pasillo comenzó a entrar y a correr por el suelo.

Sam y Remi esperaron, atentos. Silencio. Nada se movía.

—¿Dónde están? —susurró Remi.

Una granada de luz y sonido golpeó contra la pared que había junto a la puerta y aterrizó a sus pies. Sam la lanzó de vuelta de un taconazo y cerró la puerta. Desde el otro lado llegó la detonación, y un destello de luz blanca se filtró por las grietas.

Sam abrió la puerta unos centímetros; esa vez oyó pisadas que corrían y vio las luces de las linternas que buscaban cómo llegar hasta ellos a través del invernadero.

—¿Te importa si te la pido prestada? —preguntó Sam y cogió la metralleta de Remi—. Cuando comience a disparar, ve a la derecha. Salta por una de las ventanas y ve hacia el patio.

—¿Y tú?

—Voy a demoler la casa. ¡Ve!

Sam abrió la puerta, apuntó al techo con las metralletas y abrió fuego. Agachada, Remi corrió hacia el patio, disparando la Glock, que rebotaba en su mano con cada retroceso y de cuyo cañón salían fogonazos de color naranja.

Sam, consciente de que el cristal seguramente era reforzado, apuntó a las juntas de soporte cerca de la cumbrera. Las juntas se rompieron con un largo y reverberante sonido. La primera placa de cristal se desprendió hacia dentro, seguida por otra y otra, que en su caída aplastaban las palmeras y rompían las espalderas. Unas voces comenzaron a gritar en ruso, pero casi de inmediato se convirtieron en alaridos cuando el primer panel se hizo añicos contra el suelo. Los trozos de vidrio volaron por el invernadero como si fuesen metralla, cortando el follaje y atravesando las paredes.

Sam, ya corriendo, vio todo eso por el rabillo del ojo. Los certeros disparos de Remi habían destrozado una de las paredes de vidrio. Estaba agachada en el patio y le hacía gestos para que se apresurase. Sam sintió un tirón en la manga, luego tres aguijonazos en el rostro. Agachó la cabeza y levantó los brazos mientras continuaba corriendo para saltar a través del agujero abierto por Remi.

—Estás sangrando —dijo Remi.

—Quizá acabe con una cicatriz como si me hubiese batido en duelo. ¡Vamos!

Le devolvió la metralleta, dio media vuelta y corrió hacia los setos. Con los brazos extendidos en forma de cuña, se abrió paso como un ariete entre las ramas para llegar al otro lado, y después echó una mano atrás para ayudar a Remi. Desde el otro lado del seto oyeron el estruendo de los cristales que se rompían cada pocos segundos mientras los restos del techo del invernadero continuaban cayendo. Unas voces se llamaban las unas a las otras, algunas en inglés, otras en ruso. De la misma manera, desde la casa principal y desde lo que Sam y Remi supusieron que era el patio donde se celebraba la fiesta, llegaban las voces de los invitados de Bondaruk.

La pareja se agachó en la hierba para recuperar el aliento y orientarse. A la derecha, a cincuenta metros, estaba la pared de la finca que daba al acantilado; detrás tenían el ala oeste, la zona principal de la casa, y el ala este; delante, a cien metros, había una hilera de pinos muy juntos con una barrera de agracejos rojos.

Sam consultó su reloj: las cuatro de la madrugada. Faltaban unas horas para el amanecer.

—Robemos uno de los coches —propuso Remi, que se quitó los zapatos para partirles los tacones, y se los calzó de nuevo—. Podemos largarnos a Sebastopol a toda prisa y encontrar algún lugar con mucha gente. Bondaruk no se atreverá a hacer nada en público.

—No cuentes con eso. Además, es demasiado obvio. A estas alturas ya habrán cerrado el perímetro. No lo olvides: solo puede saber que somos nosotros por los vídeos de las cámaras o si le muestra nuestras fotos al tipo del laboratorio. Ahora mismo lo único que sabe es que se ha desatado el caos. Lo mejor será mantener el misterio.

—¿Cómo?

—Volveremos sobre nuestros pasos. El último lugar donde se les ocurrirá buscar es por donde entramos.

—¿De nuevo por el túnel? ¿Y después qué, nadar hasta la barca?

Sam se encogió de hombros.

—Aún no he llegado a esa parte. Sin embargo, creo que es nuestra mejor opción.

Remi se lo pensó cinco segundos.

—Pues entonces vayamos por el túnel de los contrabandistas, a menos que veamos un helicóptero o un tanque en algún lugar del camino.

—Encuéntrame un tanque, Remi Fargo, y te prometo que nunca más me saltaré los límites de velocidad.

—Promesas, promesas.

De todas las cosas desconocidas de la finca de Bondaruk, había dos que causaban mayor preocupación a Sam y Remi. La primera era: ¿Bondaruk tenía perros?; la segunda: ¿cuántos hombres había en la propiedad o en reserva, dispuestos a intervenir a su llamada? Aunque no sabían la respuesta a ninguna de las dos preguntas, decidieron asumir lo peor y largarse mientras reinase la confusión y antes de que el anfitrión tuviese la oportunidad de reunir a los sabuesos —humanos o caninos— que tuviera a su disposición.

Agachados, corrieron hasta el final de los setos, hicieron una pausa para asegurarse de que tenían el camino despejado y luego cruzaron una zona abierta hacia los agracejos. Sam se quitó el esmoquin y se lo dio a Remi, luego se arrastró y se abrió paso entre las espinosas ramas hasta llegar a la estrecha franja de hierba que había antes del bosque de pinos. Remi se unió a él unos segundos más tarde y comenzó a quitarse la chaqueta.

—Quédatela —dijo Sam—. Está bajando la temperatura.

Remi sonrió.

—Siempre tan caballero… Sam, tus brazos.

Él se los miró. Las espinas habían destrozado las mangas de la camisa; la tela blanca estaba salpicada de sangre.

—Parece peor de lo que es, pero esta camisa va a hacer que nos pillen.

Se arrastraron un poco más entre los pinos. Sam recogió puñados de tierra y se los frotó en la pechera de la camisa, las mangas y el rostro. Remi le ensució la espalda, luego se ocupó de sus brazos y su rostro. Sam no pudo menos que sonreír.

—Tenemos todo el aspecto de haber estado en una fiesta en el infierno.

—Tampoco hay mucha diferencia. Mira… allí.

A un centenar de metros hacia el este vieron tres linternas que aparecían por una esquina de la casa y comenzaban a moverse a lo largo de la pared hacia ellos.

—¿Oyes algún perro? —preguntó Sam.

—No.

—Confiemos en que siga así. Vamos.

Continuaron adentrándose entre los árboles, agachados y moviéndose a los lados para evitar las ramas bajas, hasta que llegaron a un angosto sendero de caza que iba de norte a sur. Lo tomaron para ir hacia el norte en dirección a los establos. El bosque de pinos tenía más de cien años, lo que al mismo tiempo era una desventaja y una ventaja. Si bien las ramas entrelazadas los obligaban muchas veces a arrastrarse y a caminar como los cangrejos, también los ocultaban. En varias ocasiones, mientras hacían una pausa para recuperar el aliento, vieron a los guardias moverse al otro lado de los árboles a diez metros de ellos, pero el follaje era tan espeso que los rayos de las linternas no conseguían penetrar.

—En algún momento acabarán por decirle a alguien que entre —susurró Sam—, pero con un poco de suerte para entonces ya nos habremos ido.

—¿A qué distancia están los establos?

—En línea recta, cuatrocientos metros, pero con las vueltas y revueltas del sendero, lo más probable es que estén al doble. ¿Preparada?

—Cuando tú digas.

Durante los veinte minutos siguientes anduvieron con mucha atención por el sendero, deteniéndose cada docena de pasos para mirar y escuchar. Con frecuencia vieron luces o siluetas que se movían por el terreno, algunas veces a centenares de metros, otras tan cerca que Sam y Remi tenían que tumbarse, sin atreverse a respirar o a moverse mientras los guardias miraban entre los árboles.

Por fin el bosque comenzó a clarear, y muy pronto el sendero dio a una zona de hierba; al otro lado estaba la pared sur de los establos. Sam se adelantó para hacer un rápido reconocimiento y volvió junto a Remi.

—La zona de la fiesta la tenemos a nuestra derecha. Los invitados no están, pero todos los coches continúan en el aparcamiento.

—Lo más probable es que Bondaruk los tenga a todos dentro y los esté interrogando —murmuró Remi.

—No me sorprendería. No veo ningún centinela… Bueno, solo veo uno, y por desgracia está en la esquina de los establos junto a la entrada.

—¿Alguna posibilidad de hacer que se vaya?

—No, a menos que yo pueda levitar. Mueve la cabeza de un lado al otro. No podría recorrer ni la mitad del claro sin que me oyera. Sin embargo, tengo una idea. —Se la explicó.

—¿A qué distancia? —preguntó ella.

—Sesenta o setenta metros.

—Nada menos que sobre el tejado del establo. Es un tiro desde muy lejos y una apuesta arriesgada.

Dedicaron unos minutos a buscar entre los árboles hasta que consiguieron media docena de piedras del tamaño de pelotas de golf. Sam cogió la primera, se movió como un cangrejo hasta el borde del claro, y esperó a que el guardia mirase en otra dirección para levantarse y lanzarla. La piedra voló muy alto por encima del tejado. Sam se agachó y retrocedió.

Silencio.

—Has fallado —susurró Remi.

Sam cogió otra piedra y repitió el proceso. Otro fallo. Luego un tercero y un cuarto. Cogió la quinta piedra, la sacudió en la mano como si fuesen un par de dados, y la sostuvo junto a los labios de Remi.

—Dame suerte.

Ella puso los ojos en blanco, pero, obediente, sopló en la piedra.

Sam se arrastró de nuevo, esperó el momento y la lanzó. Pasaron dos segundos.

Desde el aparcamiento llegó el sonido de un cristal roto, seguido por los rítmicos bocinazos de una alarma de coche.

—Acabas de hundir el acorazado de alguien —dijo Remi.

La alarma tuvo un impresionante e inmediato efecto, que comenzó con el guardia apostado en la puerta del establo, quien dio media vuelta y salió corriendo hacia el aparcamiento. Voces procedentes de otros puntos de la finca comenzaron a gritarse las unas a las otras.

Sam y Remi corrieron hacia la pared y llegaron allí en menos de diez segundos. Doblados por la cintura, la recorrieron hasta la esquina. Delante vieron a cinco o seis guardias que corrían por la zona de la fiesta y cruzaban los setos.

—Adelante —jadeó Sam. Doblaron la esquina y entraron en los establos.

No habían dado dos pasos en el interior cuando una enorme silueta oscura se alzó ante ellos. Sam empujó a Remi a la izquierda y él rodó a la derecha. El caballo, un semental árabe negro que medía por lo menos dieciséis palmos hasta la cruz, se encabritó y sus cascos se movieron en el aire delante de Sam. Soltó un tremendo relincho, apoyó los cascos en el suelo, echó a galopar por el pasillo y desapareció por una de las puertas abiertas.

Detrás de Sam se abrió una puerta. El guardia vio primero a Remi y se dirigió hacia ella, levantando la metralleta. Antes de que pudiese decir una palabra, Sam ya estaba allí para descargarle un tremendo derechazo en la sien. El tipo se tambaleó y cayó al suelo. Mientras Remi recogía el arma, Sam cerró la puerta y colocó la tranca. En el exterior se oían unas cuantas botas que pisaban la gravilla.

—Para que después hablemos de una salida silenciosa —murmuró Sam.

—En este momento prefiero cualquier salida —dijo Remi.

Echaron a correr hacia el cuarto de arreos.