—Lo dices en serio, ¿no?
—¿No tengo cara de serio?
—Sí, eso es lo que me preocupa.
—¿Por qué?
—Porque es una locura, por eso.
—Hay una línea muy fina entre la locura y el ingenio.
—Y una incluso más fina entre el ingenio y la idiotez.
Sam se echó a reír.
—No vi ningún guardia de seguridad en la fiesta, ¿los viste tú?
—No.
—Eso significa que vigilan el perímetro para evitar que nadie entre. Todos los invitados han sido controlados y probablemente cacheados. Hay unas sesenta o setenta personas ahí fuera, y no vi a nadie comprobando las invitaciones. Ya conoces la regla: si te comportas con naturalidad, no llamarás la atención y nadie se fijará en ti.
—Eso parece más un samfargoísmo que una regla.
—Me gusta pensar que son lo mismo.
—Ya lo sé.
—En cuanto a los guardias, es poco probable que puedan distinguir entre nosotros y la reina de Inglaterra. ¿Crees que alguna vez se le pasó a Bondaruk por la cabeza que fuésemos a invadir su casa? En absoluto. Su ego es demasiado grande para eso. La fortuna favorece a los atrevidos, Remi.
—Otro fargoísmo. ¿Y qué pasa si aparece Bondaruk?
—Lo evitaremos. Mantendremos nuestras miradas atentas a los invitados. Dada la reputación de Bondaruk, serán nuestro mejor sistema de primer aviso. Cuando aparezca, se separarán como el cardumen ante la presencia de un tiburón.
Remi exhaló un suspiro.
—¿Hasta qué punto estás seguro de eso?
—¿De qué parte?
—De todo.
Sam sonrió y apretó la mano de su esposa.
—Relájate. En el peor de los casos, daremos una vuelta, nos haremos una idea del terreno, volveremos aquí y pensaremos en nuestro siguiente paso.
Remi se mordió el labio inferior mientras pensaba, y luego asintió.
—Vale, a ver si Olga es de mi talla.
La talla no era perfecta, pero con unos pocos alfileres que Remi encontró en el baño se ajustó el vestido negro con el escote en V tan bien que solo un modisto habría podido darse cuenta de que no era suyo. Remi hizo lo mismo con el esmoquin negro de Sam, le ajustó la cintura y le recogió la camisa con un alfiler en la espalda. Bien peinados y con los rostros limpios, y tras haber ocultado los monos de camuflaje y las mochilas al otro lado de la biblioteca, se miraron el uno al otro, guardaron algunas cosas esenciales en los bolsillos de Sam y salieron.
Cogidos del brazo caminaron por el pasillo, que, como el dormitorio, estaba decorado con madera oscura, gruesas alfombras, tapices y paisajes al óleo. Fueron contando las puertas a medida que caminaban, pero dejaron de hacerlo cuando llegaron a las treinta, tras decidir que la habitación que acababan de dejar no era la única. Quedaba claro que ésa era el ala de invitados de Bondaruk.
—Un problema —murmuró Remi cuando llegaron al final del pasillo y entraron en una estancia de techo muy alto donde había dos escaleras de caracol de granito marrón. El resto del espacio estaba dividido en zonas para sentarse, con divanes y butacas de cuero. Aquí y allá había lámparas en las paredes que proyectaban unos suaves círculos de luz. Unas arcadas, delante y a la derecha, conducían a otras zonas de la casa.
—¿Qué problema? —preguntó Sam.
—Ninguno de los dos habla ruso o ucraniano.
—Es verdad, pero hablamos el lenguaje internacional —contestó Sam cuando otra pareja entró en la sala y caminó hacia ellos.
—¿Cuál es?
—Una sonrisa y un asentimiento cortés —contestó él, y lo puso en práctica con la pareja, que respondió de la misma manera. En cuanto se alejó, Sam añadió—: ¿Lo ves? Nunca falla.
Un camarero apareció ante ellos con una bandeja con copas de champán. Cada uno cogió una, y el camarero se marchó.
—¿Y si alguien intenta iniciar una conversación? —preguntó Remi.
—Pues entonces sufres un ataque de tos. Es una excusa perfecta para alejarse.
—De acuerdo. ¿En qué dirección vamos?
—Al oeste. Si la colección está aquí, es donde la encontraremos. ¿Tienes el plano?
—En el escote.
—Mmm…
—Compórtate.
—Perdón. Vale, averigüemos hasta dónde podemos acercarnos al depósito señalado como seguro, antes de ver señales de guardias. Hasta ahora no he visto ninguna cámara, ¿tú sí?
—No.
Se acercó otra pareja. Sam y Remi levantaron sus copas, sonrieron y continuaron caminando.
—Se me acaba de ocurrir una cosa —dijo Remi—. ¿Qué pasa si nos encontramos con Olga y su marido y ven que llevamos sus ropas?
—Bueno, sería un problema, ¿no?
La habitación siguiente era lo que Bohuslav había marcado como la «habitación de las espadas»; al entrar comprendieron que el nombre era lamentablemente muy poco adecuado. Medía veinticinco metros por quince, las paredes estaban pintadas de negro, y el suelo, cubierto de pizarra negra. En el centro de la sala había una vitrina de cristal iluminada desde el interior por focos colocados en el suelo. Más pequeña que el recinto por solo un par de metros y rodeada por alfombras rojo sangre, la vitrina contenía no menos de cincuenta armas blancas, desde hachas y espadas hasta alabardas y dagas, cada una en su propio pedestal de mármol con una placa escrita en ruso e inglés.
Unas ocho o diez parejas caminaban por la habitación, mirando, fascinadas, el contenido de la vitrina, con los rostros iluminados desde abajo, mientras señalaban las diferentes armas y murmuraban entre sí. Sam y Remi se les unieron, pero tuvieron la precaución de guardar silencio.
Sam, gran aficionado a la historia, reconoció de inmediato muchas de las armas: la famosa claymore, la tizona escocesa de dos manos; una bardiche, una alabarda rusa; una daga curva francesa; un shamshir, un sable persa; una janjar omaní con mango de marfil; una katana japonesa, el arma favorita de los samurais; la espada corta romana conocida como gladius.
Pero había otras que no había visto nunca: un sable mameluco británico, un yatagán turco, un hacha arrojadiza vikinga conocida como mammen, un koummya de Marruecos con rubíes en la empuñadura.
Remi se acercó para murmurarle:
—No es muy original, ¿verdad?
—¿Qué quieres decir?
—Un asesino que tiene una colección de cuchillos. Habría sido más interesante que esta vitrina estuviese llena de muñecas de porcelana.
Llegaron al final de la vitrina, dieron la vuelta y se detuvieron para mirar un resplandeciente jopesh egipcio con forma de guadaña. Desde el otro lado de la vitrina se oyó el rumor de voces. A través del cristal, Sam y Remi vieron a las parejas separarse cuando una figura entró en la sala.
—El tiburón ha llegado —susurró Remi.
—Y aquí estoy yo sin mi cubo de sardinas —dijo Sam.
La profunda voz de bajo de Hadeon Bondaruk, que hablaba en inglés con un ligero acento, llenó la sala:
—Buenas noches, damas y caballeros. Veo por sus expresiones que mi colección les parece fascinante.
Con los hombros echados hacia atrás, las manos cruzadas a la espalda como un general que inspecciona a la tropa, Bondaruk caminó a lo largo de la vitrina.
—Las armas de guerra a menudo causan ese efecto. Como personas supuestamente civilizadas intentamos fingir que no nos cautivan la muerte y la violencia, pero están en nuestros genes. En nuestros corazones, todos somos personas primitivas que luchamos por la supervivencia.
Bondaruk se detuvo y miró a un lado y al otro como si desafiase a alguien a que mostrase su desacuerdo. Al no encontrar ninguna réplica, continuó caminando. A diferencia de sus invitados, no llevaba esmoquin, sino que vestía pantalón y camisa de seda negra. Era un hombre delgado, con las facciones muy marcadas, resplandecientes ojos negros y una cabellera negra recogida en una coleta. Parecía diez o quince años más joven de los cincuenta que tenía.
No prestó ninguna atención a los invitados, los cuales se apartaban respetuosamente cuando se acercaba; los hombres lo miraban con desconfianza y las mujeres lo hacían con expresiones que iban desde el miedo hasta la curiosidad.
Bondaruk se detuvo y golpeó en el cristal.
—El kris —dijo sin dirigirse a nadie en particular—. El arma tradicional de los malayos. Hermosa, con su hoja ondulada, pero poco práctica. Es un arma de ceremonia más que para matar. —Continuó caminando y se detuvo de nuevo—. Aquí pueden ver otra magnifica pieza, el dao chino, quizá la mejor arma que se haya fabricado.
Continuó, y se fue deteniendo cada pocos pasos para observar una nueva arma y ofrecer una breve lección de historia por su valoración personal de la eficacia de aquélla. Cuando se acercaba al final de la vitrina, Sam, con toda naturalidad, dio un paso hacia atrás atrayendo a Remi con él hasta que se encontraron con la espalda apoyada en la pared. Bondaruk, con el rostro reflejado en el cristal, dio la vuelta a la esquina y se detuvo para admirar una alabarda de metro ochenta de largo. Estaba a menos de dos metros de ellos.
Remi apretó con una mano el antebrazo de su marido. Sam, con su mirada fija en Bondaruk, se tensó, listo para arremeter contra él en el momento en que se volviese hacia ellos. De que los reconocería no había ninguna duda; la pregunta era si Sam sería capaz de dominarlo y convertirlo en un escudo humano. Sin esa ventaja, los guardias los detendrían en un minuto.
—La alabarda —comentó Bondaruk—. Dejemos a los ingleses la tarea de encontrar un arma que es al mismo tiempo fea e inútil.
Los invitados se rieron y murmuraron su asentimiento, y luego Bondaruk continuó caminando y dio la vuelta para seguir con su conferencia al otro lado de la vitrina. Después de unos pocos comentarios más, fue hacia la puerta, se volvió hacia la multitud, saludó con un gesto y se marchó.
Remi soltó el aliento.
—Bueno, debo reconocer que tiene presencia.
—Es la crueldad —murmuró Sam—. La lleva como una capa. Casi la puedes oler.
—Lo mismo olí en Jolkov.
—Sí —asintió Sam.
—Por un momento creí que arremeterías contra él.
—Por un momento también yo lo pensé… Vamos, a ver que podemos encontrar antes de que cambie de opinión.