—Si se mantienen dentro del horario, ya tendrían que estar volviendo hacia aquí —dijo Remi—. Cuatro o cinco minutos como máximo.
La presencia de la patrullera los obligaba a renunciar al uso de su embarcación, la pieza clave de la retirada. Si la dejaban allí, lo más probable sería que la patrullera la encontrase y diese la alarma. Tampoco había tiempo para encontrar un lugar donde ocultarla, y eso les dejaba una única alternativa.
Cargaron con las mochilas, y entonces Sam descubrió un par de puntos de sujeción en la roca que le permitieron mantener la embarcación estable, mientras Remi usaba sus hombros para auparse y llegar a la primera escarpia. Una vez que ella hubo subido lo suficiente para dejarle espacio, Sam abrió su navaja del ejército suizo y de un tajo rajó uno de los flotadores laterales desde la proa hasta la popa, luego sujetó la escarpia y se levantó mientras la barca se hundía debajo de él con un suave susurro.
—¿Hora? —preguntó Sam.
—Tres minutos, más o menos —contestó Remi, y comenzó a subir.
Estaban a medio camino cuando Sam oyó el rumor de los motores a la derecha. Como había ocurrido con el motor de la barca, el sonido de los motores de la patrullera cambió de pronto y resonó en el túnel.
—Remi, ha llegado la compañía —murmuró Sam.
—Aquí tengo la abertura de un túnel —dijo ella—. Entra en horizontal en la pared, pero no veo hasta dónde…
—Cualquier puerto vale en una tempestad. Entra.
—De acuerdo.
El rumor de los motores estaba en ese instante debajo de ellos, a su paso a lo largo de la pared. Sam miró abajo. Si bien la lancha era invisible en la niebla, vio que ésta se abría delante de la proa como el humo alrededor de un objeto en un túnel de viento. Se encendió el reflector y comenzó a moverse en zigzag hacia arriba por el acantilado.
—Estoy dentro —avisó Remi desde lo alto.
Con la mirada alternando entre las escarpias por encima de su cabeza y la mancha de luz que subía deprisa debajo de él, Sam trepó los últimos metros y de pronto sintió la mano de Remi sobre la suya. Encogió las piernas y se dio impulso al tiempo que tiraba con los brazos. Entró en el túnel y ocultó las piernas en el mismo momento en que la luz alumbraba la abertura un instante y continuaba moviéndose.
Permanecieron acurrucados en la oscuridad, y Sam intentó recuperar el aliento mientras oía que la patrullera cruzaba el túnel y se alejaba.
—¿Es aquí? —preguntó Sam, apoyándose sobre los codos y mirando en derredor. El túnel tenía una forma casi ovalada, una altura de un metro cincuenta y dos metros de ancho.
—Yo diría que sí —contestó Remi y señaló.
Atornillado al techo de la boca del túnel había un entramado de vigas de roble embreadas sostenido por otras verticales atornilladas a las paredes. Colgado del centro había un polipasto oxidado por el que pasaba una gruesa cuerda atada a un cabrestante manual sujeto a una de las vigas verticales. Un par de raíles de vía estrecha montados sobre las traviesas de madera y el balasto aplastado se perdían en la oscuridad.
—Bueno, el cabrestante no es original, eso está claro —comentó Sam—. A menos que la tecnología del comandante cosaco estuviese por delante de su tiempo. Mira… Esos pernos están torneados. Esto podría remontarse a la guerra de Crimea, pero yo diría que corresponden a la Segunda Guerra Mundial. Basta mirar las juntas en inglete… Este artefacto puede levantar miles de kilos. —Fue hasta la boca del túnel y miró por encima del borde—. Ingenioso. ¿Ves cómo lo colocaron justo por encima de este saliente natural en la roca? Incluso durante el día, habría sido invisible desde el agua.
—Lo veo.
—Caray, mira esto…
—Sam.
—¿Qué?
—Detesto poner coto a tu imaginación, pero tenemos que robar una botella de vino.
—Correcto, lo siento. Vamos.
Como habían utilizado Google Earth para dibujar su propio boceto aéreo de la finca de Bondaruk, con todos los ángulos y las distancias, además de las anotaciones de los apuntes de Bohuslav, pudieron controlar su avance por el túnel.
A la luz de las linternas, Sam vio las huellas de las voladuras a lo largo de las paredes, pero la mayor parte del túnel parecía haber sido hecho a la antigua manera, a martillo y formón, y días de trabajo agotador.
Aquí y allá había en el suelo cajas de madera, rollos de cuerdas medio deshechas, hachas y martillos oxidados, un par de botas de cuero, lonas que se hicieron polvo cuando Remi las tocó con el pie… A izquierda y derecha, cada tres metros, había lámparas de aceite, globos de vidrio negros de hollín, depósitos de bronce con las asas cubiertas con una pátina verde… Sam golpeó uno con el índice y oyó un chapoteo.
Tras caminar unos cincuenta metros, Remi se detuvo y observó el bosquejo.
—Ahora tendríamos que estar debajo mismo del muro exterior —indicó—. Otros cien metros y estaremos debajo de la casa principal.
Solo erró por unos pocos metros. Después de otros dos minutos llegaron a una intersección más grande; el túnel y las vías continuaban en línea recta a la derecha. Cinco volquetes formaban una hilera junto a la pared izquierda, mientras que un sexto estaba en las vías que iban de norte a sur.
—En línea recta vamos a los establos, y a la derecha al ala este —dijo Sam.
—Eso creo.
Sam consultó su reloj.
—Miremos primero en los establos, a ver qué encontramos. Después de caminar casi un kilómetro, Remi se detuvo de pronto, apoyó el índice sobre los labios y susurró:
—Música.
Permanecieron en silencio durante diez segundos. Luego Sam se inclinó para decirle al oído a Remi:
—Frank Sinatra. Summer wind.
—Oigo voces, risas… —dijo Remi—. Gente que sigue la canción.
—Sí.
Continuaron, y muy pronto llegaron al final del túnel, donde había unos escalones de piedra que llevaban a una trampilla. Sam levantó la cabeza y olisqueó.
—Estiércol.
—Entonces estamos en el lugar correcto.
La música y las risas sonaban cada vez más fuertes, al parecer, directamente por encima de sus cabezas. Sam apoyó un pie en el primer escalón. En aquel momento, le llegó el sonido de una pisada en la trampilla. Se quedó quieto. Otro pie se unió al primero, seguido por otros dos más ligeros, de alguna manera más delicados. A través de las grietas en la trampilla se movieron las sombras, tapando y destapando la luz.
Una mujer se rió y dijo en inglés con acento ruso:
—No, Dimitri, hace cosquillas.
—Ésa es la idea, mi lapochka.
—Oh, me gusta. Para, para… ¿Y tu esposa?
—¿Qué le pasa?
—Venga, volvamos a la fiesta antes de que alguien nos vea.
—No, hasta que me lo prometas —dijo el hombre.
—Sí, lo prometo. La semana que viene en Balaclava.
La pareja se alejó y momentos más tarde llegó el sonido de una puerta de madera al cerrarse. En algún lugar relinchó un caballo y después se hizo el silencio.
—Hemos conseguido colarnos en una de las condenadas fiestas de Bondaruk —susurró Remi—. Para que después hablen de mala suerte…
—Quizá sea buena suerte —afirmó Sam—. A ver si podemos conseguir que trabaje a nuestro favor.
—¿A qué te refieres?
—Son muchas las probabilidades de que Bondaruk sea el único que sepa qué aspecto tenemos.
—Oh, no, Sam.
—Remi, ¿dónde están tus modales? —Sam sonrió—. Vayamos a relacionarnos.
Una vez seguros de que no había nadie cerca, Sam subió los escalones, levantó la trampilla y miró alrededor. Se volvió hacia Remi.
—Es un trastero. Vamos.
Salió y sostuvo la trampilla para Remi, y después la cerró. Al otro lado de la puerta abierta había otro espacio, el cuarto de arreos, alumbrado por unos focos instalados en los zócalos. Lo cruzaron y salieron por la puerta opuesta, que daba a un pasillo de grava con establos a ambos lados. En el techo abovedado había extractores de aire y claraboyas por las que entraba la débil luz de la luna. Oyeron a los caballos resoplar suavemente y moverse en las caballerizas. En un extremo, a unos treinta metros de distancia, estaban las puertas. Fueron hasta ellas y echaron un vistazo.
Delante había una gran extensión de hierba rodeada por setos y antorchas. Banderines de seda multicolores ondeaban en los alambres colocados por encima de la hierba. Docenas de invitados con esmoquin y vestidos de fiesta, la mayoría de ellos parejas, estaban reunidos en grupos o paseaban mientras conversaban y reían. Los camareros, con uniformes blancos, se movían entre la multitud, con las bandejas de cócteles y aperitivos. La fuente de la canción de Frank Sinatra eran los altavoces colocados en columnas estratégicamente ubicadas alrededor de la extensión; en ese momento ofrecían música de jazz.
A la derecha de Sam y Remi se veían los pisos superiores de la casa de Bondaruk, con las cúpulas acebolladas contra el cielo oscuro. A la izquierda, en una entrada en los setos, Sam vio el aparcamiento, donde había coches Mercedes, Bentley, Lamborghini y Maybach.
—No llevamos las prendas adecuadas —murmuró Remi.
—Tienes toda la razón —asintió Sam—. No lo veo, ¿lo ves tú?
Remi se acercó al resquicio y observó a la multitud.
—No, pero a la luz de las antorchas es difícil saberlo.
Sam cerró la puerta.
—Vayamos a explorar el ala sudeste.
Volvieron hasta la trampilla, recorrieron de nuevo el túnel y siguieron por el ramal este. Casi de inmediato encontraron los túneles laterales separados por intervalos de seis a diez metros, a lo largo de la pared norte.
—Almacenes y otras salidas —dijo Sam.
Remi asintió, después de mirar su bosquejo a la luz de la linterna.
—Bohuslav los tiene marcados, pero no hay ninguna descripción de adonde llevan.
Alumbraron con sus linternas, pero no vieron más allá de los tres metros. En algún lugar a lo lejos oyeron el silbido del viento.
—No sé tú, pero yo voto por evitar otro laberinto estilo mazmorra si podemos.
—Amén.
Continuaron caminando y, después de unos pocos centenares de metros, se encontraron delante de otros escalones de piedra.
Esa vez Remi tomó la delantera, se agachó debajo de la trampilla y aguzó el oído hasta asegurarse de que el camino estaba despejado. Levantó la trampilla, asomó la cabeza y se agachó de nuevo.
—Está oscuro. No puedo saber dónde estamos.
—Subamos. A ver si se nos acomodan los ojos.
Remi salió por la trampilla y se apartó para dejar lugar a Sam. Él cerró la trampilla y, con mucho cuidado, extendió el brazo en un intento de medir el espacio. Era un cuadrado de casi un metro veinte de largo. Tras treinta segundos de espera, sus ojos fueron acomodándose poco a poco, y pudo ver un fino rectángulo de luz a su izquierda. Sam se acercó a la pared y acercó un ojo a la grieta. Se echó hacia atrás, frunció el entrecejo y miró de nuevo.
—¿Qué? —preguntó Remi.
—Libros —susurró él—. Parece una biblioteca.
Palpó a lo largo de la pared y encontró una palanca de madera. La movió hacia arriba, apoyó la palma de una mano en la pared y empujó con suavidad. Sin el menor sonido, la pared se abrió sobre unas bisagras ocultas y dejó una abertura de treinta centímetros. Sam se acercó a ella y se asomó. Echó la cabeza hacia atrás, y no había acabado de cerrar la librería cuando se oyó una voz de hombre: «¿Olga, eres tú?». Se oyeron unas pisadas sobre una alfombra, una pausa, y después se movieron en otra dirección. «¿Olga…?». Silencio durante unos segundos, y a continuación el sonido del agua que corría. Alguien cerró el grifo. Otra vez las pisadas y el ruido de una puerta que se abría y se cerraba.
Sam empujó de nuevo la librería y asomó la cabeza.
—Todo despejado —le susurró a Remi.
Salieron juntos y cerraron la librería detrás de ellos.
Estaban en un dormitorio. Medía unos seis metros de lado y tenía un baño anexo, y estaba decorado con muebles de cerezo, una enorme cama con dosel y carísimas alfombras turcas.
—¿Ahora qué? —preguntó Remi.
Sam se encogió de hombros.
—Es hora de acicalarnos y unirnos a la fiesta.