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Sebastopol

Sam salió con el Opel alquilado fuera de la carretera de tierra y se detuvo a un par de metros del borde del precipicio. Faltaba una hora para el ocaso y el sol bajaba hacia el horizonte, tiñendo la superficie del mar Negro con tonos dorados y rojos. Debajo de ellos, los acantilados del cabo Fiolent se sumergían en el agua azul verdosa y, a unos pocos metros de la costa, docenas de escollos afilados asomaban a la superficie, cada uno rodeado por la espuma de la marejada.

A lo lejos se oyó el grito de una gaviota, y después reinó el silencio y solo quedó el sonido del viento que pasaba a través de la ventanilla abierta de Sam.

—Algo inquietante —comentó Remi.

—Solo un poco —convino Sam—. Claro que hace honor a su reputación.

La reputación a la que se refería era la de Hadeon Bondaruk. Conscientes de que necesitaban otra botella para completar las otras frases del código, Sam y Remi habían escogido el único camino que tenían: robar la botella de Bondaruk.

Era una idea peligrosa y hasta cierto punto idiota, pero sus aventuras les habían enseñado muchas cosas, una de las cuales Sam la había llamado la «ley inversa del poder y la presunción de invulnerabilidad». Dado el poder y la fama de Bondaruk, ¿quién en su sano juicio se atrevería a robarle? Tras haber reinado como jefe supremo de la mafia de Ucrania durante tantos años, Bondaruk, como muchos hombres poderosos, había comenzado a creerse su propia fama. Desde luego, él y su propiedad estaban muy bien vigilados, pero, como los músculos que no se han ejercitado durante mucho tiempo, existía la probabilidad de que la seguridad se hubiese relajado; al menos, ésa era la teoría.

Por supuesto, ninguno de los dos estaba dispuesto a arriesgarse a tal aventura solo por la intuición, así que le habían pedido a Selma que hiciese un estudio de las posibilidades: ¿había algún punto flaco en la seguridad de Bondaruk? Ella descubrió que los había. Uno, que guardaba su colección de antigüedades en la finca, al cuidado de un pequeño equipo de expertos que mantenían y supervisaban las piezas. Dos, la finca en sí misma era enorme y estaba cargada de historia, algo que, según Selma, podía ofrecerles un camino de entrada.

Bajaron del coche, fueron hasta el borde y miraron al norte. A un kilómetro y medio a lo largo de la ondulante costa, de cara a un puente de piedra que sobresalía del acantilado estaba Jotyn, la finca de cuarenta hectáreas de Bondaruk. El puente, tallado por milenios de erosión, se extendía hasta un pilar de roca que se erguía en el mar como un rascacielos.

El hogar de Bondaruk era un castillo de estilo ruso de Kiev, de cinco pisos con empinados techos de pizarra, ventanas con gabletes y minaretes con las cúpulas acebolladas de cobre, todo rodeado por un muro de piedra bajo y encalado, y por arboledas de hoja perenne.

Jotyn nació a mediados del siglo XVIII como residencia de un jefe del kanato de Crimea, descendiente de una rama escindida de la horda dorada mongol, que en el siglo XVI se había instalado en la zona. Tras cien años de dominio, la familia del jefe había sido reemplazada por las fuerzas rusas moscovitas dirigidas por un comandante cosaco de Zaporozhia que la reclamó como botín de guerra; treinta años más tarde, ocupó su lugar otro oficial más poderoso.

Durante la guerra de Crimea, Jotyn había estado ocupada por Pavel Stepanovich Najimov, el más destacado almirante de la flota del mar Negro del zar Nicolás II, que la utilizó como residencia particular, y después cambió de manos cuatro veces: primero fue museo dedicado al sitio de Sebastopol; luego, cuartel general de la Wehrmacht durante la Segunda Guerra Mundial; después, otra vez residencia veraniega de los altos mandos soviéticos, tras la liberación de la ciudad. Desde 1948 hasta la caída de la Unión Soviética, Jotyn se había convertido en una ruina, y había estado abandonada hasta que Bondaruk la compró al gobierno de Ucrania en 1997.

Dada la historia de la finca, Selma no había tenido mayores problemas en encontrar muchas pistas interesantes, pero al final fue una de las motivaciones humanas más básicas —la codicia— lo que facilitó una grieta en la coraza de Jotyn.

—Repíteme aquella historia —le pidió Sam a Remi mientras observaba la finca a través de los prismáticos.

—Su nombre era Bogdan Abdank —dijo Remi—. Era el cosaco de Zaporozhia que se la quitó a los mongoles.

—Así es.

—Al parecer, Abdank solo era cosaco a tiempo parcial. El resto del tiempo lo dedicaba al contrabando… de pieles, gemas, licores, esclavos y cualquier cosa que se pudiese vender en el mercado negro. El problema era que había otros muchos grupos cosacos y señores de la guerra rusos de Kiev que querían apropiarse del negocio de Abdank.

—Pero el viejo Bogdan era astuto —señaló Sam, entusiasmado con la historia.

—Y muy trabajador.

Según los archivos que Selma había conseguido en la Universidad Nacional Taras Shevchenko de Kiev, Abdank había utilizado mano de obra esclava para excavar, en los acantilados y las colinas que rodeaban Jotyn, una serie de túneles donde ocultar las mercancías. Los barcos de carga que traían visón de Rumania, diamantes turcos o prostitutas de Georgia destinadas a Occidente echaban el ancla en las aguas próximas a Jotyn para descargar en las chalupas, que después desaparecían en la noche para, de nuevo, descargarlo todo en los túneles del contrabandista, debajo de la mansión.

—Así que más cuevas en nuestro futuro —comentó Remi.

—Eso parece. La pregunta es: ¿hasta dónde conoce Bondaruk la historia de Jotyn? Si los túneles existen y lo sabe, ¿habrá decidido cerrarlos?

—Mejor todavía: ¿habrá seguido los pasos de Abdank y los utiliza?

Sam consultó su reloj.

—Bueno, no tardaremos en saberlo.

Tenían que encontrarse con un contacto.

Tal como resultó, la investigación de Selma sobre Jotyn se había convertido en algo así como ir de compras a unos grandes almacenes, pues no solo les había dado una pista de cómo colarse en Jotyn, sino también, con un poco de suerte, un mapa de carreteras para moverse por el lugar.

El encargado de los archivos de la universidad Taras Shevchenko, un hombre llamado Petro Bohuslav, detestaba su trabajo y deseaba con desesperación trasladarse a Trieste, en Italia, y abrir una librería. Después de algunas negociaciones, le había hecho su oferta a Selma: por el precio correcto, estaba dispuesto a compartir una serie de planos de Jotyn aún no archivados, además de su conocimiento personal de la finca.

Sam y Remi se encontraron con él en un restaurante que daba al puerto deportivo de Balaclava, unos pocos kilómetros más allá. Ya era de noche cuando entraron en el restaurante, iluminado con lámparas de aceite en cada mesa. Música folclórica sonaba en los altavoces ocultos por los helechos colgantes. El lugar olía a salchichas y a cebolla.

Cuando entraron, un hombre que estaba sentado en uno de los reservados levantó la cabeza y los observó durante cinco segundos, y después volvió a la lectura de la carta. Una camarera con falda roja y blusa blanca se les acercó. Sam sonrió y señaló al hombre mientras caminaban entre las mesas hasta el reservado.

—¿Señor Bohuslav? —preguntó Remi en inglés.

El hombre alzó la mirada. Tenía el pelo blanco y la nariz roja del bebedor. Asintió.

—Soy Bohuslav. ¿Ustedes son el señor y la señora Jones?

—Así es.

—Siéntense, por favor. —Lo hicieron—. ¿Les apetece comer alguna cosa? ¿Tomar una copa?

—No, gracias —contestó Remi.

—Quieren entrar en Jotyn, ¿no es así?

—Eso no lo hemos dicho —señaló Sam—. Somos escritores y estamos escribiendo un libro sobre la guerra de Crimea.

—Sí, me lo dijo su ayudante. Por cierto, una mujer muy dura.

—Lo es —admitió Remi con una sonrisa.

—¿El libro que están escribiendo es sobre el sitio de Sebastopol o sobre la guerra?

—Las dos cosas.

—Necesitarán detalles especiales. ¿Están dispuestos a pagar?

—Depende de los detalles —respondió Sam— y de lo especiales que sean.

—Primero, dígame, ¿saben quién vive allí ahora?

Remi se encogió de hombros.

—No, ¿por qué?

—Un hombre muy malo compró Jotyn en los noventa. Un criminal. Se llama Bondaruk. Ahora vive allí. Hay muchos guardias.

—Gracias por la información, pero no estamos pensando en un asalto —mintió Sam—. Háblenos de usted. ¿Cómo es que sabe tanto del lugar? No solo de los planos, espero.

Bohuslav sonrió, y dejó a la vista tres dientes postizos de plata.

—No, más que eso. Verá, después de la guerra, tras haber expulsado a los alemanes, estuve destinado allí. Era cocinero del general. Más tarde, en 1953, me trasladé a Kiev y trabajé en la universidad. Comencé como conserje, y ascendí a asistente investigador en el departamento de historia. En 1969 el gobierno decidió instalar un museo en Jotyn y le pidió a la universidad que dirigiese el proyecto. Fui con compañeros del departamento a hacer una inspección. Pasé un mes allí, tomando fotos, dibujando planos, explorando… Tengo todas mis notas originales, bocetos y fotos.

—¿Además de los planos?

—Los planos también.

—El problema es —señaló Remi— que han pasado cuarenta años. Muchas cosas pueden haber cambiado en ese tiempo. Quién sabe qué ha hecho el nuevo propietario desde que usted estuvo allí.

Bohuslav levantó un dedo en señal de triunfo.

—Ah… Se equivoca. Ese hombre, Bondaruk, me contrató el año pasado para que fuese a Jotyn y ayudase en la restauración. Quería que la finca volviese a tener el aspecto del período del cosaco. Pasé dos semanas allí. Excepto por la decoración, nada ha cambiado. Fui a casi todos los lugares que quería, y la mayoría de las veces sin escolta.

Sam y Remi se miraron de reojo. Tras enterarse de la oferta de Bohuslav por boca de Selma, su primera preocupación fue que Bondaruk les estuviese tendiendo una trampa, pero después de pensarlo un poco más, habían decidido que no era muy probable, sobre todo basándose en la ley inversa del poder y la presunción de invulnerabilidad, de Sam, pero también por la sospecha que les preocupaba desde el comienzo del viaje: Bondaruk, tras haber tenido poca fortuna a la hora de descifrar el acertijo por su cuenta, ¿les estaba dando rienda suelta para que lo llevasen hasta aquello que ellos llamaban el oro de Napoleón? Era posible, si bien eso no cambiaba sus opciones: seguir adelante o renunciar. Pero, por poco probable que pareciese la idea de una trampa, aún sentían curiosidad por los motivos de Bohuslav. La suma que pedía, cincuenta mil grivnas ucranianas, o diez mil dólares americanos, parecía una cantidad ridícula comparada con lo que Bondaruk le haría si descubría su traición. Sam y Remi sospechaban que se trataba de pura desesperación, pero ¿por qué?

—¿Por qué hace esto? —preguntó Sam.

—Por el dinero. Quiero ir a Trieste…

—Eso lo sabemos. Pero ¿por qué enemistarse con Bondaruk? Si es tan malo como usted dice…

—Lo es.

—Entonces ¿por qué arriesgarse?

Bohuslav titubeó y frunció el entrecejo. Exhaló un suspiro.

—¿Han oído hablar de Pripyat?

—La ciudad cercana a Chernóbil —dijo Remi.

—Sí. Mi esposa, Olena, estaba allí en la adolescencia, cuando estalló la planta nuclear. Su familia fue una de las últimas en salir. Ahora tiene cáncer de ovarios.

—Lo sentimos —manifestó Sam.

Bohuslav se encogió de hombros en una muestra de fatalismo.

—Siempre ha querido ver Italia, vivir allí, y le prometí que lo haríamos algún día. Antes de que muera, me gustaría cumplir mi promesa. Tengo más miedo de romper mi promesa a Olena que a Bondaruk.

—¿Qué le impide cambiar de bando y vendernos a Bondaruk por un precio mayor?

—Nada. Excepto que no soy un estúpido. No puedo ir a él y decirle: «Voy a traicionarle, pero por más dinero no lo haré». Bondaruk no negocia. El último hombre que lo intentó, un poli codicioso, desapareció junto con su familia. No, amigo, prefiero tratar con usted. Será menos dinero, pero al menos viviré para disfrutarlo.

Sam y Remi se miraron el uno al otro, y después miraron a Bohuslav.

—Les estoy diciendo la verdad —insistió él—. Me dan el dinero, y les prometo que sabrán más de Jotyn de lo que sabe Bondaruk.