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Grand Hotel Beauvau

Una hora más tarde y después de una ducha caliente, Sam y Remi estaban en la terraza contemplando el puerto Viejo, cada uno con su segundo gibson de Bombay Sapphire. Las luces de la ciudad se reflejaban en la superficie del agua como un mosaico rojo, amarillo y azul que se movía poco a poco con la lluvia. Desde lejos llegaba el lúgubre aullido de una sirena de niebla, y más cerca el repique de la campana de una boya.

Sonó el teléfono. Sam miró la pantalla: era Rube. Tan pronto como habían vuelto al hotel, lo había llamado para hacerle un relato somero de los acontecimientos de la noche, y después le había pedido que lo llamase más tarde.

Sam cerró la puerta de la terraza, contestó al teléfono y lo puso en manos libres.

—Rube, por favor, dinos que Jolkov y su alegre banda están detenidos.

—Lamento decir que no. La DCPJ no ha podido encontrarlos.

—Desearía poder decir que estoy sorprendido.

—Yo también. ¿Preparados para abandonar y volver a casa?

—Ni lo sueñes.

—¿Remi?

—Ni por asomo.

—Bueno, lo bueno es que el nombre y la foto de Jolkov están en todas partes. Si intenta dejar el país a través de un aeropuerto, puerto o estación ferroviaria, lo pillarán.

—Claro que —dijo Sam—, por lo que me has dicho, los Spetsnaz están entrenados para cruzar las fronteras. Tampoco me pareció alguien tan estúpido como para ir a un aeropuerto.

—Es verdad.

—¿Qué pasa con Bondaruk? —preguntó Remi—. ¿Hay alguna posibilidad de investigar los secretos de su familia y descubrir qué lo impulsa?

—Es posible. Resulta que el coronel de la guardia revolucionaria iraní, que fue el control de Bondaruk durante la guerra en la frontera, años más tarde tuvo algunos problemas con el ayatolá. No sabemos cuál fue la causa de los problemas, pero el coronel, que se llama Aref Ghasemi, escapó a Londres y comenzó a trabajar para los británicos. Aún está allí. He mandado a alguien que lo busque.

—Gracias, Rube —dijo Remi, y colgó.

A la mañana siguiente durmieron hasta las nueve y desayunaron en la terraza. La lluvia de la noche anterior había cesado, y ahora había un cielo azul con algunas nubes dispersas que parecían copos de algodón. Mientras tomaban el café llamaron a Selma, que estaba despierta pese a que casi eran las doce de la noche en California. Hasta donde sabían, su jefa documentalista dormía solo cinco o seis horas, y sin embargo nunca parecía sentirse cansada.

Sin entrar en detalles innecesarios, Sam le habló del escondite vacío en el castillo de If.

—La cigarra estaba allí —añadió Remi—, y parecía una réplica perfecta del sello de Laurent.

—Eso es mejor que nada —opinó Selma—. Estoy haciendo algunos progresos en descifrar las líneas tres y cuatro de la botella, pero en cuanto al resto, nada. Creo saber la razón: hay una tercera clave.

—Explícate —le pidió Sam.

—El libro de Laurent es una clave, y la botella que tenemos es otra, al menos las cuatro primeras líneas lo son. Creo que la tercera clave es otra botella. Necesitamos las tres para cruzar las claves y descifrar el resto de las frases.

—Parece complicado —dijo Remi.

—Quizá lo sea desde nuestra perspectiva, pero tenemos que hacer algunas suposiciones: primero, que Laurent tenía la intención de ocultar las doce botellas del cajón original en ubicaciones separadas, sus flechas en el mapa apuntan a lo que fuese, al final de esto.

—Necesitamos encontrarle un nombre a esto —señaló Sam.

—El oro de Napoleón —sugirió Remi y se encogió de hombros.

—A mí ya me vale.

—De acuerdo, el oro de Napoleón —asintió Selma—. Sospecho que su intención era que funcionase de esta manera: encuentras una botella, la descifras con el libro, después el acertijo te lleva a la siguiente botella…

Sam lo pilló en el acto.

—Entonces utilizas el libro para descifrar el código de la etiqueta, y con la primera botella descifras la siguiente línea.

—Y su acertijo te lleva a otra botella… y así siempre. La buena noticia es, y solo es una suposición, que no creo que haya una secuencia en el código; en otras palabras, Laurent lo diseñó de forma tal que cualquier botella pudiese llevar a otro acertijo.

—Si es así —dijo Remi—, ¿por qué ocultó tres botellas juntas en el castillo?

—No lo sé. Quizá lo averigüemos más adelante.

—Estamos negando la evidencia —manifestó Sam—. Sabemos a ciencia cierta que una botella se perdió; el fragmento del río Pocomoke lo demuestra. Sin esa botella, podríamos estar perdiéndonos el último enigma; aquél que nos señala el oro de Napoleón.

—Pensaba lo mismo —declaró Remi—. Supongo que no lo sabremos hasta haber llegado al final.

—Selma, ¿cuáles son las posibilidades de que la botella que Jolkov encontró en Rum Cay les sirva para algo? —preguntó Sam.

—Muy pocas. A menos que tengan un libro de códigos. Si nos basamos en que no dejan de pisarnos los talones, diría que están perdidos.

—De nuevo negamos la evidencia —señaló Remi—. En algún momento tendremos que hacernos con la botella de Rum Cay.

—Eso significa —afirmó Sam— meternos en la boca del lobo.

Sebastopol

Tres mil doscientos kilómetros al este de Marsella, Hadeon Bondaruk estaba sentado tras su escritorio, con las manos entrelazadas sobre la mesa. Encima de la carpeta de cuero rojo oscuro había una docena de fotos en color de alta resolución, cada una correspondiente a una hilera de símbolos. Por décima vez en una hora, cogió una lupa con luz y observó cada foto, atento a los más mínimos detalles de cada símbolo: el ángulo derecho de cierto cuadrado, la curva de una omega truncada, la inclinación de una media luna… Nada. ¡No había nada!

Tiró la lupa en la mesa y luego pasó el brazo por encima de la carpeta para dispersar las fotos.

A pesar de su valor monetario, la botella en sí era un objeto inútil para sus intereses, y ahora que los Fargo tenían el libro de Arnauld Laurent debía suponer que no tardarían en descifrar el código. Por mucho que deseara culpar a Jolkov por la pérdida del libro, Bondaruk debía admitir que también él había subestimado a los Fargo. Eran buscadores de tesoros, aventureros. Ni él ni Jolkov habían previsto que pudiesen convertirse en semejante problema. O que tuviesen tantos recursos. Quizá tendrían que haberlo hecho. Después de todo parecía lógico suponer que las aventuras de los Fargo los habían puesto en suficientes situaciones complicadas para dotarlos de una gran experiencia.

Así y todo, los recursos de los Fargo no podían compararse con los suyos. Solo en estudiar a Napoleón había gastado centenares de miles de dólares. Sus investigadores habían diseccionado la vida de ese hombre, desde la cuna hasta la sepultura, habían rastreado no solo a todos sus descendientes conocidos, sino también a las docenas de amigos, consejeros y amantes en quienes Napoleón hubiese podido confiar, incluido Arnauld Laurent. Cada libro escrito sobre Napoleón se había incorporado a la base de datos y analizado en busca de pistas. Obras de arte de la época, desde escenas de batallas hasta retratos y bocetos, habían sido examinadas tratando de hallar cualquier dato que pudiese orientarlos: un símbolo en el botón de una casaca, un dedo señalando a algo en el fondo, un libro en un estante detrás de la cabeza de Napoleón…

Como resultado de tantos esfuerzos, pese al dinero gastado y el tiempo invertido, no tenía nada más que una inservible botella de vino y el pictograma de un maldito insecto.

Sonó el teléfono que estaba sobre la mesa, y Bondaruk contestó.

—Soy yo —dijo Vladimir Jolkov.

—¿Dónde has estado? —gruñó Bondaruk—. Esperaba tu llamada anoche. Dime qué ha pasado.

—Los seguimos ayer por la tarde hasta Marsella. Me encontré con ellos y les propuse una tregua y una alianza.

—¿Has hecho… qué? ¡No te dije que hicieses eso!

—Proponer una tregua y mantenerla son dos cosas diferentes, señor Bondaruk. En cualquier caso, no aceptaron.

—¿Dónde están ahora?

—De nuevo en Marsella.

—¿De nuevo? ¿Eso qué significa?

—He tenido que dejar Francia; estoy en La Junquera, al otro lado de la frontera española. La policía francesa me busca. Alguien ha emitido un comunicado.

—Los Fargo. Han tenido que ser ellos. ¿Por qué lo habrán hecho?

—Lo estoy investigando. No tiene importancia. Si se marchan, lo sabré.

—¿Cómo?

Jolkov se lo explicó.

—¿Qué pasa con el libro? —preguntó Bondaruk.

—Tengo a un hombre vigilando su casa, pero los Fargo no mentían. Tienen un dispositivo de seguridad muy bueno. Creo que causará más problemas de lo que vale. Dado que sabemos adonde van y cuándo, podemos dejar que hagan el trabajo duro por nosotros.

—De acuerdo.

Bondaruk colgó, fue hasta la ventana y se obligó a respirar hondo para calmarse. Jolkov tenía razón: aún había tiempo. Los Fargo llevaban ventaja, pero todavía tenían un largo camino por delante y muchos obstáculos que vencer antes de llegar al final. Tarde o temprano cometerían un error. Cuando lo hiciesen, Jolkov estaría allí.