Observaron aquel rostro durante un minuto; el hombre parecía una estatua, y solo de vez en cuando movía la cabeza para mirar atrás y a los lados, pero por lo demás permanecía inmóvil.
—¿Un guardia? —sugirió Remi.
—Quizá. Pero ¿un guardia perezoso que intenta mantenerse fuera de la lluvia estaría tan inmóvil? Estaría moviéndose, fumando o haciendo alguna cosa. —Con una lentitud exagerada, Sam buscó en el bolsillo interior del chubasquero y sacó un monocular Nikon. Lo enfocó hacia el edificio y se centró en el rostro del hombre—. No se parece a ninguno de los hombres de Jolkov que hemos visto.
—Si son ellos, ¿cómo llegaron aquí? No hemos visto ninguna embarcación.
—Son comandos entrenados, Remi. Infiltrarse es lo suyo.
Sam observó el terreno y se tomó su tiempo para mirar en las sombras y los portales oscuros, pero no vio a nadie más.
—Un magnífico regalo de Navidad —opinó Sam—. Un monocular de visión nocturna.
—Ha sido un placer.
—No veo a nadie más. Espera…
El hombre que estaba bajo los aleros se movió para mirar por encima del hombro. En la manga de la chaqueta llevaba una insignia; en el cinturón, una linterna y un llavero.
—Me alegra informarte de que me he equivocado —murmuró Sam—. Es un guardia. Así y todo, lo mejor será que no nos pesquen rondando por un monumento nacional francés en mitad de la noche.
—Tienes razón.
—Cuando diga vamos, muévete lentamente hacia el túnel y detente a medio camino. No vayas al patio. Y mantente alerta para quedarte inmóvil.
—De acuerdo.
Sam observó al guardia a través del monocular hasta que desvió la mirada una vez más.
—Ahora.
Remi corrió agachada hacia la esquina, luego siguió a lo largo de la pared y llegó al arco. Sam continuó vigilando. Pasaron otros dos minutos, pero por fin el hombre se movió de nuevo y Sam fue a reunirse con Remi.
—El corazón me late a cien por hora —admitió ella.
—El placer de la adrenalina.
Se tomaron un momento para recuperar el aliento, y luego avanzaron poco a poco por el túnel hasta la salida al patio, y solo se detuvieron al llegar al umbral.
A la izquierda de la puerta había un murete y un banco de madera. A la derecha, unos escalones de piedra con una barandilla de hierro forjado que subían por la pared interior del patio, giraban a la izquierda y continuaban hasta una torreta, donde se bifurcaban para comunicar con una pasarela que daba la vuelta al patio. Sam y Remi observaron la pasarela y se fueron deteniendo en cada ventana o puerta, atentos a cualquier movimiento. No vieron nada.
Miraron adelante, echaron una última ojeada al patio y la pasarela, y cuando se preparaban para moverse, Sam vio, entre las sombras, otra arcada debajo de los escalones.
Nada se movía. Aparte del repiqueteo de la lluvia, todo estaba en silencio.
Siempre atento a cualquier presencia en el patio, Sam se inclinó para hablar en susurros a Remi.
—Cuando te lo diga, sube los escalones y entra en la torreta. Yo estaré…
Detrás de ellos un rayo de luz llenó el túnel.
—¡Remi, ahora!
Como un velocista al oír el disparo, Remi salió disparada y subió los escalones de dos en dos. Sam se echó boca abajo y permaneció inmóvil. La luz de la linterna alumbró todo el túnel, y después se apartó y todo volvió a quedar a oscuras. Sam se arrastró por encima del umbral hasta el patio, luego se puso de pie y fue a reunirse con Remi en la torreta.
—¿Nos ha visto?
—No tardaremos en saberlo.
Esperaron un minuto, dos, para ver si el guardia cruzaba el arco, pero no apareció.
Sam miró el interior oscuro de la torreta.
—¿Estamos en la correcta?
El mapa del folleto señalaba varias entradas al nivel de los olvidados, y una de ellas estaba en esa torreta.
—Sí, es el siguiente rellano hacia abajo, creo —contestó Remi, e hizo un gesto hacia la escalera de caracol que bajaba; otra llevaba a las almenas.
Comenzaron a bajar los escalones, con Remi en cabeza. En el siguiente rellano encontraron una trampilla de madera en el suelo, asegurada al borde de piedra con un candado. Sam cogió una pequeña palanqueta que llevaba sujeta al cinturón. Dado que la mayor parte del castillo era de piedra, y al recordar las palabras de Müller cuando dijo que su hermano había encontrado las botellas escondidas en una grieta, habían supuesto que la herramienta les sería útil.
Si bien el candado parecía nuevo, el cerrojo era un trozo de metal oxidado por años de exposición al aire salado. Remi apuntó su linterna al cerrojo, pero Sam le impidió que la encendiese.
—Esperemos hasta estar fuera de su vista.
Tardaron treinta segundos de delicado trabajo con la punta de la palanqueta para quitar el cerrojo de la madera. Sam levantó la trampilla y dejó a la vista una escalera de madera que se perdía en un hueco oscuro.
—Será mejor que yo pruebe primero —dijo Remi.
Se sentó, deslizó las piernas en el interior del agujero y comenzó a bajar. Diez segundos más tarde susurró:
—Vale. Son unos cuatro metros. Baja con cuidado. Está atornillada a la piedra, pero parece tan vieja como el cerrojo.
Sam entró en el agujero, se agachó en el segundo escalón y cerró la trampilla dejando un espacio suficiente para los dedos, que utilizó para colocar el cerrojo de nuevo en su lugar; con un poco de suerte, el guardia no vería que estaba arrancado.
En la más total oscuridad y guiándose solo por el tacto, Sam comenzó a bajar. La escalera crujió y se movió, y en cuanto oyó que los pernos rascaban en el interior de los agujeros, se quedó quieto. Contuvo el aliento durante diez segundos, y comenzó a bajar de nuevo.
El peldaño que tenía debajo del pie más adelantado se partió con un estampido seco. Se sujetó con las manos a los más altos, para detener la caída, pero el súbito cambio de peso fue demasiado para la escalera, que se movió de lado. Se oyó una detonación cuando los pernos saltaron de los agujeros y Sam comenzó a caer. Se preparó para el golpe, y chocó contra el suelo de espaldas.
—¡Sam! —susurró Remi, y al instante se acercó a la carrera y se arrodilló a su lado.
Sam gimió, parpadeó varias veces y luego se levantó apoyado en los codos.
—¿Estás bien? —preguntó ella.
—Eso creo. Solo tengo un poco dolorido el orgullo.
—Y el trasero.
Lo ayudó a levantarse.
Delante de ellos la escalera era una ruina. Los largueros se habían separado y los peldaños colgaban en cualquier dirección.
—Bueno —dijo Remi—, al menos ahora sabemos cómo no podremos salir de aquí.
—Siempre hay un lado bueno —admitió Sam.
Remi encendió la linterna y miraron alrededor. Detrás de ellos había una pared de piedra; delante, un pasillo un poco más alto que Sam se adentraba en la oscuridad. A diferencia de las murallas de la fortaleza, allí las piedras eran de color gris oscuro y mal cortadas, y en ellas se veían las marcas de los formones, que tenían más de cuatrocientos años. Ése era el primer nivel de las mazmorras; había un segundo y, más abajo, el reino de los olvidados.
Remi apagó la linterna. Agarrados de la mano, caminaron por el pasillo.
Cuando habían dado veinte pasos, Sam encendió su linterna, echó una ojeada y la volvió a apagar. No vio el final del pasillo. Continuaron caminando. Después de otros veinte pasos, notó el apretón de la mano de Remi en la suya.
—He oído un eco —susurró ella—. A la izquierda.
Sam encendió la linterna, y quedó a la vista un túnel en el que había una docena de celdas, seis por cada lado. Por razones de seguridad habían quitado las puertas de barrotes. Entraron en la celda más cercana y echaron un vistazo.
Si bien esos túneles eran lóbregos por derecho propio, Sam y Remi encontraron que las pequeñas celdas donde no llegaba ni el más mínimo rayo de luz eran una pesadilla. Los guías del castillo acostumbraban a separar a los turistas en grupos de tres o cuatro, apagaban las luces y pedían que todos se mantuviesen en silencio durante treinta segundos. Aunque Sam y Remi se habían encontrado en situaciones similares antes —la más reciente en Rum Cay—, las celdas del castillo de If inspiraban una sensación de miedo única, como si estuviesen compartiendo el espacio los fantasmas todavía encerrados.
—Ya hemos tenido bastante —dijo Sam, y salió de nuevo al pasillo.
Encontraron el siguiente túnel un poco más allá a la derecha. Era algo más largo y tenía veinte celdas. Esa vez a paso más rápido, repitieron el proceso, pasando un túnel tras otro hasta que llegaron al final del pasillo, donde encontraron una puerta de madera. Estaba cerrada pero no tenía candado ni cerrojo. Junto a la puerta había un cartel en francés que decía: prohibida la entrada, solo personal autorizado.
—¿Por qué no hay cerradura? —se preguntó Remi en voz alta.
—Lo más probable es que la hayan quitado para evitar que algún turista acabe encerrado por accidente en lugares donde no debería estar.
Metió el dedo por el agujero de la cerradura y tiró con suavidad. La puerta se abrió un par de centímetros. Crujieron las bisagras. Se detuvo, tomó aliento y después abrió la puerta del todo.
Remi pasó por el hueco, Sam la siguió y cerró la puerta. Permanecieron inmóviles unos momentos, atentos a cualquier sonido, y después Remi hizo una pantalla con los dedos en el foco de la linterna y la encendió. Estaban en un pequeño rellano cuadrado de un metro veinte de lado. A la derecha de la puerta había un escalón; a su espalda, otra escalera de caracol que bajaba. Juntos echaron un vistazo por encima del reborde.
La luz de la linterna no fue más allá de diez escalones.