Castillo de If,
Francia
A pesar de su amor por Marsella, los Fargo nunca habían conseguido incluir en su itinerario el archipiélago Frioul y el castillo de If, una omisión que pensaban corregir aquella noche con su propia visita privada. Dudaban que el personal del cháteau les permitiera explorar todos los rincones de la isla. Ninguno de los dos sabía con exactitud qué buscaban o si lo reconocerían si aparecía, pero la expedición parecía el siguiente paso lógico del viaje.
Desde el apartamento de Müller tomaron un taxi hasta el Malmousque, un barrio a orillas del mar y orientado hacia las islas, y buscaron un café tranquilo. Se sentaron a una de las mesas de la terraza bajo una sombrilla y pidieron dos expresos dobles.
A poco menos de dos kilómetros de la costa se veía el castillo de If, un trozo de roca de color ocre desvaído con grandes acantilados, arcos de piedra y murallas verticales.
Si bien la isla tenía una extensión de poco más de tres kilómetros cuadrados, el castillo era un cuadrado pequeño, de unos treinta y tres metros de lado, y consistía en un edificio de tres pisos flanqueado en tres lados por torres circulares con almenas para los cañones.
Construido por orden del rey Francisco I, el castillo de If había comenzado su vida en 1520 como fortaleza para defender a la ciudad de los ataques por mar, un propósito que duró muy poco porque se convirtió en cárcel para los enemigos políticos y religiosos de Francia. Al igual que la prisión de Alcatraz en San Francisco, la ubicación del castillo de If y sus mortales contracorrientes le dieron la fama de ser a prueba de fugas, una afirmación que fue desmentida, al menos en la ficción, por Edmundo Dantés, el personaje de El conde de Montecristo, de Alejandro Dumas, que logró escapar de If tras catorce años de encierro.
Sam leyó en voz alta el folleto que había recogido en la oficina de turismo del puerto Viejo:
—«Más negro que el mar, más negro que el cielo, se alza como un fantasma el gigante de granito, cuyas rocas sobresalientes parecen brazos dispuestos a atrapar a la presa». Así es como lo describió Dantés.
—Visto desde aquí no tiene mala pinta.
—Ya me lo dirás cuando pases una docena de años en una de las mazmorras.
—Tienes razón. ¿Qué más?
—La cárcel funcionaba de acuerdo con una estricta estructura de clases. Los ricos podían disfrutar de celdas privadas en los pisos superiores, con ventanas y chimenea. En cuanto a los pobres, a ellos les daban los calabozos del sótano; y a los oubliettes, que son…
—Deriva de oublier, que significa «olvidar»; o sea, que oubliettes son los olvidados. Eran agujeros cavados en el suelo de las mazmorras, y cerrados con una trampilla. —Remi hablaba mejor el francés que Sam—. Te metían allí y te olvidaban; dejaban que te pudrieras.
Sonó el teléfono y Sam contestó. Era Selma.
—Señor Fargo, tengo algo para usted.
—Adelante —dijo Sam, mientras ponía el teléfono en manos libres para que Remi pudiese oírla.
—Hemos descifrado las dos primeras líneas de símbolos de la botella, pero eso es todo —comenzó Selma—. Las otras líneas nos llevaran más tiempo. Creo que nos falta una clave. En cualquier caso, las frases forman un acertijo:
Locura de los capetianos, revelación de Sébastien;
una ciudad bajo cañones;
desde el tercer reino de los olvidados,
una señal que el eterno Sheol fracasará.
—Intentamos descifrarlo…
—Hecho —proclamó Sam—. Se refiere al castillo de If.
—¿Perdón?
Le relató el encuentro con Wolfgang Müller.
—La fortaleza es donde su hermano encontró las botellas. Ya tengo la respuesta. A partir de allí es solo cuestión de ir hacia atrás. «Capetiano» se refiere a la línea dinástica a la que pertenecía el rey Francisco; él mandó construir la fortaleza. «Sébastien» es el nombre de pila de Vauban, el ingeniero que tuvo que decirle al soberano que la fortaleza era inútil. Por las razones que sean, los arquitectos la habían construido con las fortificaciones más fuertes y los emplazamientos de la artillería no apuntados al mar abierto ni a los posibles invasores, sino a la ciudad: «una ciudad bajo cañones».
—Impresionante, señor Fargo.
—Está todo en el folleto. En cuanto a la tercera línea, no lo sé.
—Yo creo que sí —dijo Remi—. En hebreo, Sheol significa el lugar de los muertos, la ultratumba. Lo opuesto, el Sheol eterno, es la vida eterna. ¿Recuerdas la cigarra de la botella?
Sam asentía con la cabeza.
—El escudo de Napoleón: resurrección e inmortalidad. ¿Y la otra parte… «el tercer reino de los olvidados»?
—Es el equivalente francés de una mazmorra: oubliette. Olvidar. A menos que estemos en un error, en algún lugar de los sótanos del castillo hay una cigarra que espera ser encontrada. Pero ¿por qué un acertijo? —se preguntó Remi—. ¿Por qué no simplemente: «Ve allí, encuentra esto»?
—Ahí es donde se pone interesante —manifestó Selma—. Por lo que he podido descifrar hasta ahora, el libro de Laurent es en parte un diario y en parte una clave de descifrado. Deja bien claro que las botellas en sí mismas no son el premio. Las llama «flechas en un mapa».
—¿Flechas a qué? —preguntó—. ¿Quién las debe seguir?
—No lo dice. Sabremos más cuando acabemos de descifrarlo.
—Bueno, parece que Laurent hacía esto obedeciendo las órdenes de Napoleón —dijo Sam—, y si se tomaron todo este trabajo para ocultar las botellas, lo que sea que esté al final del mapa ha de ser algo espectacular.
—Eso explicaría por qué Bondaruk no tiene ningún problema para asesinar —opinó Remi.
Conversaron un rato más, y después colgaron.
—Vaya, vaya —dijo Remi, señalando con la mirada—. Mira quién está aquí.
Sam se volvió. Jolkov cruzaba la terraza hacia ellos, con las manos en los bolsillos de la americana. Sam y Remi se tensaron, preparados para moverse.
—Tranquilos, ¿creen que soy tan estúpido como para matarlos a los dos en pleno día? —preguntó Jolkov, deteniéndose ante ellos. Sacó las manos de los bolsillos y las levantó—. Desarmado.
—Veo que escapó del pequeño balancín —comentó Remi.
Jolkov cogió una silla y se sentó.
—Por favor, siéntese —dijo Sam en tono desabrido.
—Podrían habernos empujado por el borde sin problemas —comentó Jolkov—. ¿Por qué no lo hicieron?
—Se nos ocurrió, créame. De no haber sido por su amigo del gatillo fácil, ¿quién sabe?
—Me disculpo. Una reacción excesiva.
—Supongo que no le importará explicarnos cómo nos ha encontrado —dijo Remi.
Jolkov sonrió. Pero la sonrisa no se reflejó en sus ojos.
—Supongo que no están dispuestos a decirme por qué se encuentran aquí.
—Supone acertadamente —respondió Remi.
—Lo que sea que vende, no estamos dispuestos a comprarlo —señaló Sam—. Su colega secuestró, torturó y a punto estuvo de matar a un amigo nuestro, y usted intentó matarnos dos veces. Díganos por qué está aquí.
—Mi jefe propone una tregua. Una alianza.
Remi se rió por lo bajo.
—A ver si lo adivino. Nosotros lo ayudamos a encontrar lo que sea que busca, y tarde o temprano usted nos mata.
—En absoluto. Unimos fuerzas y repartimos lo que sea, ochenta-veinte.
—Ni siquiera sabemos qué buscamos —admitió Sam.
—Algo de gran valor, tanto histórica como monetariamente.
—A Bondaruk ¿cuál de los dos aspectos le interesa más? —preguntó Remi.
—Eso es asunto suyo.
Sam y Remi no se hacían ilusiones. Su predicción sobre los planes que Bondaruk y Jolkov tenían para ellos era la muerte. Fueran cuales fuesen los verdaderos motivos de Bondaruk y la recompensa, de ninguna manera iban a permitir que cayesen en manos del ucraniano.
—Digamos que los artículos tienen que ver con un legado familiar —añadió Jolkov—. Solo intenta acabar algo que comenzó hace mucho tiempo. Si lo ayudan a conseguirlo, será muy generoso.
—No hay trato —dijo Sam.
—Y ya puede pasarle un mensaje a Bondaruk de nuestra parte: ¡que lo zurzan! —añadió Remi.
—Tendrían que reconsiderarlo —manifestó Jolkov—. Echen una mirada.
Sam y Remi lo hicieron. En el extremo más apartado de la terraza estaban tres de los hombres de Jolkov; todas caras conocidas de la cueva de Rum Cay.
—Toda la banda está aquí —dijo Sam.
—No, no están todos. Hay más. Allí adonde vayan, estaremos nosotros. De una manera u otra conseguiremos lo que buscamos. Lo que deben hacer es decidir si quieren salir con vida de todo esto.
—Ya nos apañaremos —afirmó Remi.
Jolkov se encogió de hombros.
—Ustedes mismos. Supongo que no habrán sido tan estúpidos como para traer con ustedes el libro del código, ¿verdad?
—No —respondió Sam—. Y tampoco somos tan estúpidos como para haberlo dejado en el hotel, pero puede ir a mirar.
—Ya lo hemos hecho. Supongo que ya está en manos de la señora Wondrash.
—Allí, o en una caja de seguridad —dijo Remi.
—No, no lo creo. Creo que su gente está intentando descifrarlo ahora mismo. Quizá les hagamos una visita. Me han dicho que San Diego es muy hermoso en esta época del año.
—Pues le deseo suerte —dijo Sam con un tono indiferente, al tiempo que se esforzaba por mantener el rostro impasible.
—¿Habla de su sistema de seguridad? —Jolkov hizo un gesto despectivo—. No será ningún problema.
—Está visto que no conoce mis antecedentes —le advirtió Sam.
Jolkov titubeó.
—Ah, sí, es ingeniero. Ha modificado el sistema de alarmas, ¿no?
—Incluso si consigue saltárselo, ¿quién sabe qué encontrará una vez dentro? —añadió Remi—. Usted mismo lo ha dicho: no somos estúpidos.
Jolkov frunció el entrecejo, una chispa de duda brilló en sus ojos, pero desapareció en el acto.
—Ya lo veremos. Una última oportunidad, señor y señora Fargo. Después, se acabaron los miramientos.
—Tiene nuestra respuesta —manifestó Sam.