27

Sam aceleró en paralelo a la verja y hacia la entrada principal. Por el rabillo del ojo vio a Jolkov y al tipo del bigote, que corrían en la misma dirección, esquivando las lápidas y con la niebla a su alrededor.

—Tendremos que pasar realmente cerca —murmuró Sam.

—¿Adónde vamos? —preguntó Remi—. Ya has oído a Umberto… Bianco tendrá vigiladas las carreteras.

—¿Qué tal tienes hoy tu puntería?

—¿Qué? Oh. —Sujetó el arma de Bianco como si de pronto hubiese recordado que la tenía—. Bien, ¿por qué?

—Voy a hacer una pasada rápida junto al todoterreno. A ver si puedes darle a los neumáticos. Umberto, ¿está seguro de que se puede ocupar de él?

En el asiento trasero, Bianco estaba apoyado en una esquina con la misma sonrisa satisfecha. Umberto cogió la Luger por el cañón y descargó un culatazo en la sien de Bianco; el hombre perdió las fuerzas y cayó al suelo.

—¡Estoy seguro!

La esquina de la verja estaba cada vez más cerca; diez metros más allá y a la derecha se encontraba el todoterreno. Jolkov se había adelantado al del bigote y estaba a unos segundos de llegar a la entrada.

—¿Preparada? —gritó Sam.

Remi bajó el cristal de la ventanilla, sacó la pistola por el hueco y apoyó el brazo en el marco.

—¡Vas demasiado rápido!

—Es preciso. Hazlo lo mejor que puedas. Si no alcanzas a los neumáticos, inténtalo con el parabrisas. ¡Maldita sea!

Jolkov cruzó la entrada y se detuvo junto a la puerta del conductor del todoterreno. La luz interior se encendió.

Remi disparó dos veces. Las balas impactaron en la carrocería, sin alcanzar el neumático.

—¡Demasiado rápido! —insistió Remi.

—¡El parabrisas! ¡Vacía el cargador!

Remi disparó cuatro veces, y los fogonazos alumbraron la noche. Tres agujeros aparecieron en el parabrisas del todoterreno.

—¡Bien hecho!

De pronto Jolkov apareció por delante del coche, se puso con una rodilla en tierra, con un arma en las manos. Sam giró el volante a la izquierda. La parte trasera del Lancia derrapó, los neumáticos delanteros patinaron en la hierba húmeda hasta que por fin encontraron agarre. Dos sonidos metálicos resonaron por el coche cuando las balas de Jolkov alcanzaron el maletero. Sam aceleró de nuevo, corrigió la dirección y volvió a través del campo hacia las colinas.

—¿Todos bien? —preguntó Sam.

Umberto asomó la cabeza por encima del asiento delantero, respondió «Sí» y desapareció de nuevo. Remi dijo:

—Lamento no haberle dado a los neumáticos, íbamos demasiado rápido.

—No te preocupes. Le has dado al parabrisas; eso los retrasará. Tendrán que acabar quitándolo o conduciendo con las cabezas asomadas por las ventanillas laterales.

Remi se volvió en el asiento y vio a Jolkov y al tipo del bigote encaramados en el capó del todoterreno, rompiendo el parabrisas a puntapiés.

—Opción A —dijo.

El parabrisas cayó hacia dentro; Jolkov y Mostachos se agacharon, lo sacaron y lo arrojaron a un lado. Segundos más tarde se encendieron los faros del todoterreno, y comenzó a avanzar a toda velocidad por el prado.

—Aquí vienen. Con la tracción en las cuatro ruedas podrán…

—Lo sé —murmuró Sam—. ¡Sujétate!

El Lancia se movió de lado cuando los neumáticos delanteros resbalaron en las rodadas de la carretera de la mina. Sam pisó el freno, giró el volante, sintió que las ruedas traseras seguían, y después pisó de nuevo el acelerador. El Lancia subió la colina. La carretera era más estrecha de lo que había imaginado; no llegaba al metro ochenta. Cuando llegaron a lo alto, los árboles los rodearon, y las ramas golpeaban los laterales del coche y tapaban el cielo. La luz de los faros alumbró la ventanilla trasera cuando el todoterreno encaró la subida.

Al comenzar el descenso, Sam aceleró, pero de inmediato tuvo que pisar el freno cuando la carretera se desvió a la derecha y se adentró más en los árboles. Detrás de ellos el morro del todoterreno superó la cuesta, voló y luego cayó con todo el peso.

—Se la saltará —dijo Remi.

Tenía razón. Todavía rebotando por el impacto, el todoterreno se paso la curva y acabó por detenerse con el capó hundido entre los árboles. Sam miró por el espejo retrovisor a tiempo para ver cómo se encendían los pilotos de freno del todoterreno un segundo antes de que el Lancia comenzase a bajar por otra ladera. Sam atisbo por un instante las rodadas que había delante y gritó: «¡Sujétense!». Con las ruedas traqueteando y los amortiguadores chillando, el Lancia pasó por ese tramo, luego por otra pendiente al otro lado y por un trozo recto. Sam aceleró. Las ramas golpeaban el parabrisas, las piñas rebotaban en el capó y el techo. El todoterreno reapareció detrás de ellos, con las luces de los faros moviéndose enloquecidas mientras Jolkov pasaba por ese tramo.

Si bien era más resistente y tenía más potencia que el Lancia, el todoterreno también era sesenta centímetros más ancho, y Sam vio que esa desventaja daba sus frutos. Las ramas de los pinos que solo habían rozado al Lancia fustigaban el capó del todoterreno y se metían por el agujero donde había estado el parabrisas. Las ramas se quebraban, se enganchaban en la calandra y se enredaban en los limpiaparabrisas. Los faros se quedaron más atrás.

—¡Sam, cuidado!

Él apartó la mirada del espejo retrovisor a tiempo para ver un peñasco que se alzaba delante. Dio un volantazo y el Lancia derrapó. El peñasco llenó la ventanilla de Sam. Pisó el acelerador cuando el Lancia se tambaleó, pero no fue lo bastante rápido. Con un crujido, la parte lateral trasera golpeó contra el peñasco y se rompió el cristal de la ventanilla. El impacto hizo que el coche culease, para acabar saliéndose de la carretera y metiéndose debajo de las ramas. El parachoques lateral golpeó contra un tronco y se detuvieron. El motor se caló. Las agujas de pino llovieron sobre el parabrisas.

—Acabamos de perder la fianza —comentó Remi.

—¿Estáis todos bien? —preguntó Sam—. ¿Remi?

—Bien.

—Espléndido —dijo Umberto.

—¿Bianco?

—Todavía duerme.

Por la ventanilla de Sam vieron los focos del todoterreno; su luz se filtraba entre los árboles. Hizo girar la llave de contacto. Nada.

—Todavía tienes puesta la marcha —dijo Remi.

—¡Maldita sea! Gracias.

Puso la palanca de cambio en punto muerto y giró la llave. El motor de arranque giró y giró pero no engranó. Lo intentó de nuevo.

—Vamos, vamos…

Carretera abajo, el todoterreno estaba a mitad de camino y se acercaba al peñasco.

El motor del Lancia arrancó, subió de revoluciones y se caló de nuevo.

—Nos la estamos jugando, Sam —dijo Remi, con los dientes apretados.

Sam cerró los ojos, rezó y probó una vez más. El motor arrancó. Puso la marcha, giró el volante a la derecha y aceleró para volver a la carretera.

—¡Umberto, intente retrasarlos!

—¡Vale!

Umberto sacó la Luger por la ventanilla y primero hizo dos disparos y luego otros dos. Las balas golpearon en la calandra y destrozaron el faro del lado del conductor. El todoterreno viró a la izquierda, fue en línea recta hacia el peñasco, y luego a la derecha. El espejo lateral rozó la roca, se destrozó y se perdió en la oscuridad.

Las luces del todoterreno llenaron el interior del Lancia. Sam entrecerró los ojos y de un manotazo desvió el espejo retrovisor. Miró por encima del hombro y vio una mano que sujetaba un arma y que asomaba por el hueco del parabrisas.

—¡Abajo, abajo! —gritó, y Remi se deslizó al suelo.

El arma disparó, el fogonazo iluminó el interior oscuro. Umberto asomó la cabeza por encima del asiento.

—Yo los retrasaré —dijo, y se asomó por la ventanilla lateral con la Luger.

—¡No!

Dos disparos más. Umberto soltó un grito y se dejó caer en el asiento.

—¡Me han dado!

—¿Dónde?

—¡En el antebrazo! Estoy bien —jadeó.

—¡Al infierno con esto! —murmuró Sam—. ¡Sujetaos!

Pisó el freno durante dos segundos y luego el acelerador otra vez. El todoterreno patinó, se desvió y chocó contra el parachoques del Lancia. Sam lo había calculado bien, acelerando un momento antes del impacto. Se adelantaron al todoterreno: seis metros… diez: cuatro largos de coche.

—¡Hala!

De pronto, los árboles desaparecieron a ambos lados. Remi levantó la cabeza.

—¡Oh, no!

Las ruedas del Lancia chocaron con el arcén, y por un momento se encontraron volando. El espacio abierto apareció en el parabrisas. El Lancia aterrizó y rebotó, las ruedas levantaron una lluvia de grava.

—¡El arcén!

—Lo veo —dijo Sam y giró el volante a la izquierda.

El Lancia derrapó. Movió el volante a la derecha para compensarlo y después enderezó. Al otro lado de la ventanilla de Remi se veía una pendiente sembrada de peñascos que bajaba varios centenares de metros hasta una garganta.

Con el motor a tope, el todoterreno de Jolkov voló por encima del obstáculo y golpeó en la carretera.

—No lo conseguirá —dijo Remi.

—Esperemos que así sea.

El todoterreno derrapó, y Jolkov compensó demasiado. La rueda trasera del lado del pasajero aplastó las piedras que había junto al arcén y se deslizó por el borde. Llevado por la inercia, casi una tercera parte del vehículo pasó por encima del arcén y se fue acercando centímetro a centímetro al precipicio, hasta que se detuvo con la parte trasera sobresaliendo en el vacío.

Sam quitó el pie del acelerador y dejó que el Lancia se detuviese poco a poco. Quince metros detrás de ellos, el todoterreno se balanceaba en el borde de la carretera. Aparte del débil y rítmico crujir del metal, reinaba el silencio.

Remi se sentó y miró a un lado y al otro.

—Con cuidado —susurró Sam.

—¿Vamos a ayudarlos? —preguntó Remi.

Una mano apareció del interior oscuro del todoterreno y se sujetó a uno de los limpiaparabrisas. Se vio el fogonazo dentro de la cabina.

Una bala rebotó en el parachoques del Lancia.

—¡Que se vayan al infierno! —dijo Sam, y pisó el acelerador.

—Para que veas lo agradecida que es la gente —comentó Remi—. Podríamos haberles dado un empujón para hacerlos caer a la garganta.

—Algo me dice que lamentaremos no haberlo hecho.