26

Sin apartar el arma de la cabeza de Remi, Bianco miró a Sam con la sonrisa satisfecha de una barracuda. Se apagaron los faros. Sam miró hacia la reja y vio dos figuras que caminaban hacia él. Detrás, la silueta oscura de un todoterreno.

—¿Remi, estas bien? —preguntó Sam a su mujer por encima del hombro.

—¡Cállese! —ordenó Bianco.

Sam no le hizo caso.

—¿Remi?

—Estoy bien.

Jolkov se acercó a través de los hierbajos, que le llegaban a la rodilla, y se detuvo a una distancia de tres metros. A su derecha, el tipo del bigote sostenía un fusil de caza, con mira telescópica, a la altura del hombro y la boca del cañón apuntada al pecho de Sam.

—¿Supongo que va armado? —preguntó Jolkov.

—Parecía lo más prudente —respondió Sam.

—Con mucho cuidado, señor Fargo, deje el arma.

Sam, muy despacio, sacó la Luger del bolsillo y la dejó caer en el suelo entre ellos.

Jolkov miró a un lado y otro.

—¿Dónde está Cipriani?

—Atado y amordazado en su granero —mintió Sam—. Después de un poco de charla, nos habló de su alianza.

—Mala suerte para él. En cualquier caso, aquí estamos. Déme el libro.

—Primero dígale a Bianco que deje el arma.

—No tiene nada para negociar. Déme el libro o contaré hasta tres y le ordenaré a Bianco que dispare. Entonces mi amigo le disparará y nos llevaremos el libro.

Tres metros por detrás y a la izquierda de Jolkov, una figura se alzó entre los hierbajos junto a otra cripta y comenzó a acercarse.

Sam mantuvo la mirada fija en Jolkov.

—¿Cómo sé que no nos disparará una vez que tenga el libro?

—No lo sabe —manifestó Jolkov—. Como ya le he dicho, no tiene nada a su favor.

La figura se detuvo detrás del ruso, a poca distancia.

Sam sonrió, se encogió de hombros.

—No estoy de acuerdo.

—¿Qué quiere decir con eso?

—Creo que se refiere a mí —dijo Umberto.

Jolkov se tensó, pero no movió ni un músculo. En cambio, el tipo del bigote comenzó a volverse hacia Umberto, quien le gritó:

—Si se mueve un centímetro más, será un placer dispararle, Jolkov.

—¡Quieto! —ordenó el ruso. El del bigote se quedó inmóvil.

—Lamento haber desaparecido, Sam —dijo Umberto—. Los vi llegar y solo tuve un momento para decidir.

—Está perdonado —contestó Sam. Luego se dirigió a Jolkov—: Dígale a Bianco que le entregue el arma a Remi y que venga con nosotros.

Jolkov titubeó. Sam vio que se le movían los músculos de la mandíbula.

—No se lo pediré de nuevo.

—Bianco, dale el arma y salta la verja.

Bianco gritó algo. Aunque el dominio de Sam del italiano no era absoluto, tuvo la certeza de que la respuesta había sido escatológica o carnal… o ambas cosas.

—¡Bianco, ahora!

Sin volverse, Sam gritó por encima del hombro:

—¿Remi…?

—Tengo el arma. Ahora está saltando la verja.

—Jolkov, dígale a su amigo del bigote que coja el fusil por el cañón y lo arroje por encima de la verja a los árboles.

Jolkov dio la orden y el hombre obedeció. Bianco apareció por la izquierda de Sam, y se unió a Jolkov y el tipo del bigote.

—Ahora usted —le dijo Sam a Jolkov.

—No voy armado.

—Muéstremelo.

Jolkov se quitó la chaqueta, la puso del revés, la sacudió y después la dejó caer al suelo.

—La camisa.

Jolkov sacó del pantalón los faldones de la camisa y se giró poco a poco. Sam le hizo un gesto a Umberto, y este dio la vuelta alrededor de Jolkov y retrocedió a través del espacio abierto para recoger la Luger, que le entregó a Sam.

—¡Bastardo! —gritó Bianco.

—¿Qué ha dicho? —preguntó Sam.

—Al parecer, cree que mis padres no estaban casados cuando yo nací.

—Te mataré —amenazó Bianco—. Y a tu esposa.

—Cállese. Ahora reconozco a aquel otro, al del bigote.

—¿Quién es?

—Un matón de tres al cuarto, un chorizo. —Umberto le gritó al hombre—. ¡Sé quién eres! ¡Si te veo de nuevo, te cortaré la nariz!

—Jolkov, ahora haremos las cosas así —dijo Sam—: todos ustedes se tumbarán en el suelo y nosotros nos marcharemos. Si nos siguen, quemaré el libro.

—Miente. No lo hará.

—Se equivoca. Para salvar nuestras vidas, lo haría sin pensarlo ni un momento.

Era una mentira, por supuesto, y Sam sabía que Jolkov también lo sabía, pero confiaba en crear aunque solo fuese una mínima sombra de duda, lo suficiente para permitirles iniciar la fuga. Consideró las otras opciones: atarlos, inutilizarles el vehículo, llamar a la policía… Pero su instinto le decía que debía poner la mayor distancia posible entre ellos y Jolkov, y que debía hacerlo cuanto antes. De haber sido él otro hombre, habría una cuarta opción: matarlos en ese preciso momento. Pero no era de ésos y no quería tener en la conciencia un asesinato a sangre fría.

Jolkov era un soldado de primera que conocía más maneras de matar que la mayoría de los cocineros conocen recetas. Cada minuto que Remi, Umberto y él pasasen junto a esos hombres aumentaban las posibilidades de que cambiase la situación.

—No podrán salir de la isla —gruñó Jolkov mientras se tumbaba.

—Quizá, pero no por eso dejaremos de intentarlo.

—Incluso si lo hacen, volveré a encontrarlos.

—Eso lo veremos llegado el momento.

—Sam, quiero pedirle un favor, si me lo permite —intervino Umberto—. Quiero llevarme a Bianco con nosotros. Me aseguraré de que no cause ningún problema.

—¿Por qué?

—Deje que yo me preocupe de eso. Sam lo pensó y luego asintió.

—¡Vamos! —le ordenó Umberto a Carmine Bianco—. ¡Manos arriba!

Amenazado por el arma de Umberto, Bianco comenzó a caminar hacia la verja. Una vez que la pasaron y estaban junto al coche, Umberto cogió las esposas del cinturón de Bianco, se las puso en las muñecas, lo cacheó, lo empujó al asiento trasero y subió tras él. Remi puso en marcha el coche, abrió la puerta para Sam y luego se pasó al asiento del pasajero.

Sam se sentó al volante, puso la marcha, giró y se dirigió rodeando la verja hacia la carretera principal.

—¿Cuánto crees que esperarán? —preguntó Remi.

Sam miró por la ventanilla lateral. Jolkov y el del bigote ya estaban en pie y corrían por el cementerio.

—Unos cinco segundos —dijo, y pisó el acelerador.