El cementerio al que Yvette había hecho llegar los restos de Laurent no tenía nombre, les explicó Umberto, pero tenía centenares de años de antigüedad y se remontaba a cuando Elba todavía era un protectorado francés. Tampoco aparecía en ningún mapa.
Subieron al Lancia y siguieron la carretera principal hasta las afueras del pueblo y luego giraron al norte para subir a las montañas, ya sumidas en la oscuridad tras la puesta de sol. Después de diez minutos, Umberto, que estaba sentado en el asiento trasero, dijo:
—Detenga el coche, por favor.
—¿Qué pasa? —preguntó Sam.
—Aparque, por favor.
Sam lo hizo, apagó los faros y se detuvo a un costado. Sam y Remi se volvieron, Umberto estaba frotándose la frente.
—He hecho algo terrible —murmuró.
—¿Qué?
—Estoy llevándolos a una trampa.
—¿De qué habla? —preguntó Remi.
—Esta tarde, mientras estábamos en la ciudad, Bianco vino a mi casa. Teresa me llamó. Amenazó con matarnos si no lo ayudábamos.
—¿Por qué nos lo dice?
—El arma. Mi padre le cogió el arma a un hombre que amenazaba a su familia, a sus amigos. Estoy seguro de que él también tenía miedo, como yo, pero él luchó. Debo hacer lo mismo. Lo siento mucho.
Sam y Remi permanecieron en silencio unos minutos, y luego Remi dijo:
—Nos lo ha dicho. Es suficiente, Umberto. ¿Nos están esperando?
—No, pero vendrán. —Consultó su reloj—. Dentro de treinta minutos, no más. Debo dejarles que abran la cripta y recuperen lo que han venido a buscar, entonces ellos se lo quitarán y los matarán a los dos. Quizá a mi también.
—¿Cuántos hombres? —preguntó Sam.
—No lo sé. —Umberto sacó del bolsillo un cargador de reserva de su propia Luger y se lo dio a Sam—. Las balas de la suya son de fogueo.
—Gracias, pero ¿por qué nos dio el arma?
—Quería ganarme su confianza. Espero que puedan perdonarme.
—Lo sabremos dentro de una hora. Si nos ha traicionado…
—Tiene mi permiso para dispararme.
—Le tomo la palabra —dijo Sam, mirándole a los ojos.
—¿Qué pasa con Teresa? —preguntó Remi—. ¿Ella no…?
—Ya se ha marchado —respondió Umberto—. Tengo primos en Nisporto; ellos la protegerán.
—Nosotros tenemos un móvil. Llame a la policía. ¿Umberto?
El italiano negó con la cabeza.
—No llegarían aquí a tiempo.
—Podemos dar la vuelta, o seguir adelante y hacer lo imposible para entrar y salir antes de que lleguen aquí.
—Hay solo dos carreteras para entrar y salir —explicó Umberto—, y Bianco tendrá las dos vigiladas. De eso pueden estar seguros.
Remi miró a Sam.
—Estás muy callado.
—Estoy pensando. —El ingeniero que había en él estaba buscando una solución elegante, pero muy pronto comprendió que estaba analizando la situación en exceso. Al igual que en aquel encuentro con Arjipov en el cementerio de calderas, no tenían tiempo ni medios para un plan sofisticado—. La fortuna favorece a los atrevidos —acabó por decir.
—Oh, no…
—El que no arriesga no gana —añadió Sam.
—Sé lo que eso significa —dijo Remi.
—¿Qué? —preguntó Umberto—. ¿Qué está pasando?
—Improvisaremos sobre la marcha.
Sam arrancó el motor, puso la marcha y partieron.
Encontraron el cementerio en un prado rodeado por tres lados por las estribaciones de las colinas cubiertas de pinos y alcornoques. Solo medía una media hectárea, y estaba cercado por una verja de hierro forjado derrotada, desde hacía mucho tiempo, por el óxido y las hiedras. Como correspondía a una tarea nocturna, una niebla baja cubría el prado y se arremolinaba alrededor de las lápidas y las criptas. El cielo estaba claro y brillaba la luna llena.
—Vale, estoy oficialmente asustada —comentó Remi, que miraba a través del parabrisas cuando Sam detuvo el coche delante de la entrada, y apagó el motor y los faros. En algún lugar entre los árboles una lechuza siseó dos veces, y luego guardó silencio—. Ahora lo único que nos falta es el aullido de los lobos.
—No hay lobos en Elba —dijo Umberto—. Sí perros salvajes y serpientes. Muchas serpientes.
En el cementerio no había el menor orden, ningún respeto por la simetría o la distribución de espacios. Las lápidas asomaban entre las hierbas en ángulos obtusos. Algunas a treinta centímetros de sus vecinas, mientras que las criptas, de todos los tamaños y formas, se levantaban del suelo en diversos estados de abandono, cubiertas por la vegetación o derrumbadas del todo. En contraste, había varias criptas, pintadas hacía poco, rodeadas por la hierba bien segada y por flores.
—No son muy partidarios de la planificación, ¿verdad? —comentó Sam.
—Llevan aquí tanto tiempo que el gobierno ya no interviene —explicó Umberto—. Lo cierto es que no recuerdo la última vez que enterraron a alguien aquí.
—¿Cuántas personas hay enterradas?
—Creo que centenares. Algunas tumbas son profundas, otras no. Los muertos están apilados unos sobre otros.
—¿Dónde está la cripta de Laurent? —preguntó Remi.
Umberto se inclinó hacia delante y señaló a través del parabrisas.
—En aquel rincón más apartado, la que tiene el techo en forma de cúpula.
Sam consultó su reloj.
—Es hora de saber hasta qué punto el Lancia aguanta el maltrato.
Puso el motor en marcha, dio la vuelta en el camino de gravilla y después giró el volante para ir a través del prado con la hierba alta rascando la parte inferior del coche. Siguió la verja hasta el final del cementerio y se detuvo detrás de la cripta de Laurent. Apagó de nuevo el motor.
—¿Adónde se llega por ahí? —le preguntó Sam a Umberto, y señaló más allá de Remi a través de la ventanilla del pasajero. A unos ochocientos metros de distancia, unas rodadas desaparecían entre los árboles por encima de la colina.
—No tengo ni idea. Es la carretera de una vieja mina. No se ha usado desde hace setenta, ochenta años; desde antes de la guerra.
—La carretera menos transitada —murmuró Remi.
—No por mucho tiempo —afirmó Sam.
Abrió la puerta y bajó del coche. Remi y Umberto lo siguieron. A Remi le dijo:
—¿Por qué no esperas aquí? Ponte al volante y manten los ojos bien abiertos. Solo será un minuto.
Umberto y él fueron hasta la verja y la saltaron.
Comparada con algunas de sus vecinas, la cripta de Laurent era pequeña, un poco más grande que un armario, y de un metro y veinte de alto, pero al acercarse a la fachada, Sam vio que se hundía en el suelo casi un metro. Tres peldaños cubiertos de musgo llevaban a una puerta de madera. Sam sacó la linterna del bolsillo y alumbró la cerradura mientras Umberto metía la llave. En consonancia con la niebla, los siseos de las lechuzas y la luna llena, las bisagras chirriaron cuando Umberto abrió la puerta. El italiano miró a Sam y sonrió, nervioso.
—Vigile —le pidió Sam.
Bajó los escalones, cruzó la puerta y se encontró ante una cortina de telarañas. Las arañas, bajo la luz azulada de la linterna, corrieron por las telas y desaparecieron. Sam utilizó el canto de la mano como cuchilla para cortar la cortina por el centro: moscas y polillas disecadas cayeron al suelo de piedra. Sam entró.
El espacio medía un metro cincuenta de profundidad y dos metros cuarenta de ancho, y olía a polvo y a excrementos de rata. A su derecha oyó el débil rascar de unas garras diminutas en la piedra. Luego silencio. En el centro, sobre una plataforma de ladrillos de noventa centímetros de altura, se encontraba el sarcófago, sin marcas ni adornos. Sam rodeó el sarcófago hasta la pared trasera, sujetó la linterna con los dientes y empujó la tapa. Era más liviana de lo que había esperado y se deslizó unos centímetros con un ligero chirrido.
Sam empujó la tapa un poco más, sujetó la punta sobresaliente y la movió hasta colocarla perpendicular al sarcófago. Alumbró el interior.
—Es un placer conocerlo, señor Laurent —susurró.
Arnaud Laurent no era nada más que un esqueleto. Lo habían enterrado con lo que Sam supuso era el uniforme de gala de un general napoleónico, incluso con la espada de ceremonia. Entre las botas había una caja de madera del tamaño de un libro grande. Sam la levantó con cuidado, le quitó la capa de polvo de un soplido, se arrodilló y la puso en el suelo.
En el interior encontró un peine de marfil, una bala de mosquete aplastada con manchas marrones que Sam adivinó que era sangre, unas pocas medallas en pequeñas bolsas de seda, un relicario de oro en cuyo interior había el retrato de una mujer —supuso que era la esposa de Laurent, Marie— y, por último, un libro encuadernado en cuero y del tamaño de un palmo.
Con el aliento contenido, Sam abrió con cuidado el libro por la mitad y vio, a la luz de la linterna, una línea de iconos:
—Bingo —susurró.
Guardó los otros objetos en la caja, la devolvió a su lugar entre los pies de Laurent y, cuando estaba a punto de colocar la tapa, la luz de la linterna se reflejó en algo metálico. Encajado entre la bota de Laurent y el costado del sarcófago había lo que parecía un formón de acero del tamaño de un pulgar. Sam lo sacó. Era un sello, un tipo de formón de piedra. Un extremo estaba achatado como la cabeza de un clavo, el otro era cóncavo con el borde afilado. Iluminó el relieve. Tenía la forma de una cigarra.
—Gracias, general —susurró Sam—. Lamento que no hubiéramos podido conocernos doscientos años atrás.
Se guardó el sello, colocó la tapa y salió.
Umberto no estaba fuera.
Sam subió los escalones y miró a un lado y otro.
—¿Umberto? —llamó en voz baja—. Umberto, ¿dónde…?
Junto a la reja del cementerio se encendieron unos faros que lo cegaron. Se llevó la mano a los ojos para protegerlos.
—No se mueva, señor Fargo —dijo una voz con acento ruso, que llegó desde el otro lado del cementerio—. Un fusil lo apunta a la cabeza. Levante las manos bien alto.
Sam obedeció, y después murmuró por un costado de la boca:
—Remi, lárgate, vete de aquí.
—No va a ser fácil, Sam.
Con mucho cuidado, Sam volvió la cabeza para mirar por encima del hombro.
De pie junto a la puerta del conductor del Lancia, con un revólver apoyado en la sien de Remi, estaba Carmine Bianco.