Remi, en su papel de turista despreocupada, sonrió y apoyó su rostro en el de Sam mientras miraban la pantalla de la cámara.
—Nuestros amables perseguidores —susurró sin dejar de sonreír—. ¿Una coincidencia?
—Me gustaría creerlo, pero los prismáticos me inquietan. A menos que sea un observador de pájaros urbanos…
—O que esté persiguiendo a una antigua novia…
—Creo que debemos suponer lo peor.
—¿Ves por algún lado al tipo del bigote?
—No. Sigamos y vayamos adentro. Actúa con naturalidad. No mires alrededor.
Entraron en el museo, se detuvieron en la recepción y preguntaron por Cipriani. El recepcionista descolgó un teléfono y dijo unas cuantas palabras en italiano. Unos momentos más tarde, un hombre corpulento y con el pelo canoso apareció en el umbral a su derecha.
—Buon giorno —saludó el hombre—. Posso aiutarvi?
—Te toca a ti, Remi —dijo Sam. Si bien ambos hablaban varios idiomas, el italiano, por alguna razón, siempre se le había resistido. A Remi le pasaba lo mismo con el alemán, que Sam hablaba con toda fluidez.
—Buon giorno —respondió Remi—. Signor Cipriani?
—Si.
—Parla inglese?
Cipriani sonrió de oreja a oreja.
—Hablo inglés, por supuesto, pero su italiano es muy bueno. ¿En qué puedo ayudarles?
—Me llamo Remi Fargo. Él es mi esposo, Sam. —Se estrecharon las manos.
—Les estaba esperando —dijo Cipriani.
—¿Hay algún lugar dónde podamos hablar en privado?
—Desde luego. Mi despacho está por aquí.
Los llevó por un pasillo hasta un despacho con una ventana que daba a la plaza. Tomaron asiento. Sam sacó la carta de Yvette y se la dio a Cipriani, quien la leyó con atención y luego se la devolvió.
—Perdón, ¿podrían mostrarme alguna identificación?
Sam y Remi les dieron sus pasaportes, y los recogieron cuando Cipriani acabó.
—¿Cómo está Yvette? —preguntó Cipriani—. Espero que bien.
—Está muy bien —respondió Sam—. Le envía sus saludos.
—¿Y su gata, Moira, está bien?
—En realidad es un perro, y se llama Henri.
Cipriani separó las manos y sonrió como si se disculpase.
—Soy un hombre cauto, quizá demasiado. Yvette me ha confiado este asunto. Quiero estar seguro de comportarme a la altura.
—Lo comprendemos —dijo Remi—. ¿Desde cuándo la conoce?
—Oh, hace veinte años o más. Tiene una casa aquí, delante del castillo. Hubo unos temas legales relacionados con la tierra. Pude ayudarla.
—¿Es usted abogado?
—Oh, no. Solo conozco a gente que conoce a gente.
—Comprendo. ¿Podrá ayudarnos?
—Por supuesto. ¿Únicamente quieren visitar la cripta? ¿Tienen intención de llevarse alguna cosa?
—No.
—Entonces será muy sencillo. No obstante, solo para estar seguros, tendríamos que esperar hasta el anochecer. Los lugareños somos personas muy entrometidas. ¿Tienen algún lugar dónde alojarse?
—Todavía no.
—Entonces se quedarán con nosotros, mi esposa y yo.
—No queremos… —comenzó Sam.
—No es ninguna molestia. Serán nuestros huéspedes. Cenaremos, y después los llevaré al cementerio.
—Gracias. ¿Podemos utilizar su despacho durante unos minutos?
—Por supuesto. Tómense todo el tiempo que quieran.
Cipriani se marchó y cerró la puerta al salir. Sam sacó el móvil y marcó el número de Selma, y después de una espera de veinte segundos oyó la voz de la mujer.
—Señor Fargo… ¿Todo en orden?
—Hasta el momento. ¿Algún problema por allí?
—Ninguno en absoluto.
—Necesito que busques un número de matrícula para mí. Podría ser complicado; estamos en Elba. Si tienes algún problema, llama a Rube Haywood. —Le dio el número del despacho de Cipriani.
—Vale. Veré qué puedo hacer. No tardaré en llamar.
Llamó veinte minutos más tarde.
—Me ha costado un poco, pero la base de datos de la Dirección General de Tráfico italiana no es precisamente a prueba de hackers.
—Bueno es saberlo —dijo Sam.
—La matrícula pertenece a un Peugeot crema, ¿correcto?
—Así es.
—Entonces tengo malas noticias. Está registrado a nombre de un agente de la policía provincial. Ahora mismo envío los detalles.
Sam esperó tres minutos hasta que llegó el mensaje, leyó el contenido, le dio las gracias a Selma y colgó. Se lo dijo a Remi.
—Me he excedido en la velocidad sin darme cuenta, o alguien está interesado en nosotros.
—De haber sido algo oficial, nos habrían detenido en el transbordador, en Rio Marina —opinó Remi.
—Estoy de acuerdo.
—Bien, al menos hemos tenido un aviso.
—Y sabemos qué cara tiene nuestro otro perseguidor.
A sugerencia de Cipriani, dedicaron una hora a visitar Rio nell’Elba, pero lo hicieron con mucho cuidado, procurando mantenerse dentro de los límites del pueblo y a la vista de los transeúntes. No vieron ninguna señal del Peugeot o de sus ocupantes. Mientras paseaban cogidos del brazo, San comentó:
—He estado pensando en lo que dijo Yvette: que sospechaba que Jolkov ya había estado aquí buscando la cripta de Laurent. Bondaruk sabía que en algún momento acabaríamos apareciendo por aquí. Era el paso lógico.
—Así que se sienta y espera a que nosotros hagamos el trabajo más duro.
—Es la jugada astuta —asintió Sam.
A las cinco y media volvieron al museo, donde encontraron a Cipriani cerrando las puertas y aceptaron acompañarlo hasta su casa.
Su casa estaba a menos de un kilómetro y medio, detrás de un olivar. Al llegar, la señora Cipriani, corpulenta como su marido y con unos vivarachos ojos castaños, los saludó sonriente y les dio dos besos en las mejillas. Cruzó cuatro palabras en italiano con Umberto, y éste los llevó a la galería y los invitó a sentarse. La cortina de clemátides blancas que colgaba de los aleros trasformaba la galería en una cómoda estancia.
—Me tendrán que perdonar un momento —dijo Umberto—. Mi esposa me necesita en la cocina.
Sam y Remi se sentaron, y unos minutos más tarde aparecieron Umberto y su esposa, que se llamaba Teresa, con una bandeja y copas.
—Espero que les guste el limoncello.
—Así es —dijo Sam.
El limoncello era básicamente una limonada con poco azúcar y una generosa dosis de vodka.
—Cento anni di sálate e felicita —brindó Umberto y levantó la copa. Después de beber un sorbo, preguntó—: ¿Sabe qué quiere decir el brindis Cento anni di salute e felicita?
Remi pensó un momento y dijo:
—Cien años de salud y felicidad.
—¡Bravo! Bebamos. No tardaremos en comer.
Después de cenar volvieron a la galería, se sentaron a la luz del crepúsculo y tomaron café, mientras contemplaban las luciérnagas en los árboles. Desde el interior llegaba el ruido de los platos que Teresa lavaba. Se había negado rotundamente a que Sam y Remi la ayudasen y los había acompañado hasta fuera sacudiendo el delantal.
—Umberto, ¿cuánto tiempo lleva viviendo aquí? —preguntó Sam.
—Toda mi vida, y mi familia, desde hace unos trescientos años. Sí, así es. Cuando Mussolini llegó al poder, mi padre y mis tíos se unieron a los partisanos y vivieron en estas colinas durante años. Cuando los británicos desembarcaron aquí en 1944…
—La Operación Brassard —precisó Sam.
—Así es. Muy bien. Cuando los británicos desembarcaron, mi padre luchó junto a los comandos de la Royal Navy. Incluso recibió una condecoración. Yo aún estaba en el vientre de mi madre cuando acabó la guerra.
—¿Su padre sobrevivió a la guerra? —preguntó Remi.
—Él sí, pero ninguno de mis tíos. Fueron capturados y ejecutados por los nazis que envió Hitler para acabar con los guerrilleros.
—Lo siento.
Cipriani separó las manos y se encogió de hombros, como diciendo: «¡Qué se le va a hacer!».
Sam sacó el móvil del bolsillo y miró a Remi, quien asintió. Ya lo habían hablado.
—Umberto, ¿este nombre le resulta conocido?
Umberto cogió el móvil, observó la pantalla un momento y luego lo devolvió.
—Sí, por supuesto. Carmine Bianco. Pero primero permítame que le pregunte: ¿dónde consiguió este nombre?
—Hoy nos siguió un coche. Está matriculado a su nombre.
—Un mal asunto. Bianco es un agente de policía, pero corrupto. Está al servicio de la Unione Corsé, la mafia corsa. ¿Me pregunto por qué estará interesado en ustedes?
—No creemos que sea por la mafia corsa —dijo Remi—. Sospechamos que le está haciendo un favor a algún otro.
—Ah. Eso no significa nada. Bianco es una bestia. ¿Estaba solo en el coche?
Sam sacudió la cabeza.
—Llevaba un compañero: moreno, con bigote.
—No me suena.
—¿Por qué la policía no hace nada con el tal Bianco? —preguntó Remi—. Dice que es corrupto. ¿No pueden detenerlo?
—En tierra firme, quizá, pero aquí, y en Cerdeña y Córcega, las cosas no son tan sencillas. Creo saber la respuesta, pero tengo que preguntarlo: ¿supongo que no podré convencerlos de que se marchen? ¿Esta noche, antes de que Bianco haga algo?
Sam y Remi se miraron e instintivamente comprendieron el pensamiento del otro. Sam respondió en nombre de los dos:
—Gracias, pero tenemos que hacerlo.
Umberto asintió, sombrío.
—Ya me lo suponía.
—No queremos ponerlos a usted y a Teresa en peligro. Si nos dice cómo…
Umberto ya se había levantado.
—Tonterías. Esperen aquí. —Fue al interior de la casa y volvió un minuto más tarde con una caja de zapatos—. Necesitarán esto —dijo, y les entregó la caja.
Dentro, Sam encontró una pistola Luger calibre 9 milímetros junto con dos cargadores llenos.
—Mi padre la recuperó del oficial de la Gestapo que mató a mis tíos. Según mi padre, el hombre ya no la necesitaba.
Umberto sonrió con un gesto grave y les guiñó un ojo.
—No podemos aceptarla —dijo Sam.
—Por supuesto que sí. Cuando hayan acabado, me la pueden devolver. Además, tengo otra. Mi padre era muy bueno recuperando cosas. Vamos, hemos de irnos.