20

Con otro reverberante sonido que Sam y Remi sintieron en sus cabezas, el submarino pasó por encima de otro peñasco, se desvió violentamente a babor, luego se puso en posición vertical y continuó avanzando por el canal principal del río. El agua que se deslizaba por encima de la cúpula de acrílico oscureció la visión de Sam un momento, y después se despejó. Encendió la linterna y alumbró por encima de la proa, pero solo vio las paredes de piedra que pasaban a cada lado y una espuma blanca que golpeaba el cono de proa. Pese al terrible peligro que corría, Sam decidió que se parecía mucho a un viaje en un tobogán de agua de Disney World.

—¿Estás bien ahí atrás? —preguntó Sam.

Remi, tumbada detrás del asiento, con los brazos apoyados en el casco, respondió:

—¡De maravilla! ¿Cuánto llevamos?

Sam consultó su reloj.

—Veinte minutos.

—Dios mío, ¿nada más?

Después de recuperarse de la sorpresa al comprobar que el plan había funcionado, Sam y Remi se habían colgado de la cuerda de proa del submarino para que levantara el morro un palmo por encima de la superficie y permitir así que saliese el resto del agua. A continuación, Remi había entrado para cerrar las válvulas de inmersión.

A partir de ahí, poco más tuvieron que hacer: verificaron que no hubiese ninguna filtración y reforzaron el interior con unas cuantas tablas de la pasarela. Los tanques de lastre de doscientos litros —tubos de doce centímetros de diámetro que iban de proa a popa por las bandas de estribor y babor— estaban llenos y equilibraban el sumergible.

Convencidos de que estaban preparados en la medida de lo posible, habían dormido cuatro horas acurrucados en el muelle dentro de un círculo de linternas. Al amanecer, se habían levantado, desayunado con agua de las cantimploras y cecina, y después de guardar lo más imprescindible en el submarino habían subido a bordo. Sam había utilizado una de las tablas para impulsar el Marder hasta la boca del túnel del río, y tras cerrar la cúpula, habían iniciado el viaje.

Hasta ese momento el casco de aluminio reforzado aguantaba bien, pero ambos sabían que la geología también estaba de su parte: si bien las paredes del túnel eran afiladas, las rocas y los peñascos del canal estaban pulidos por la erosión y no había ningún borde afilado que destrozase el casco.

—¡Sujétate! —gritó Sam—. ¡Una piedra grande!

La proa golpeó de frente contra el peñasco, se levantó, superó la cresta y se desvió a la izquierda. La corriente movió la popa en la dirección opuesta, y el casco golpeó contra la pared.

—¡Ay! —gritó Remi por encima del estrépito.

—¿Estás bien?

—Solo otro morado para mi colección.

—Te invitaré a un masaje sueco cuando volvamos al Four Seasons.

—Te tomo la palabra.

Una hora dio paso a otra mientras Sam y Remi navegaban por los rápidos, sacudidos por los golpes del submarino contra las paredes, los saltos sobre los peñascos y los bruscos movimientos a un lado y otro de la corriente. De vez en cuando se encontraban en zonas más anchas y tranquilas del río, y eso le permitía a Sam abrir la cúpula y dejar que entrase un poco de aire fresco para completar el que Remi le suministraba a través de la botella de aire.

Casi con la precisión de un cronómetro, cada pocos minutos, el Marder chocaba contra un montón de peñascos, y se encontraban varados, con el submarino tumbado o colgado por encima de los rápidos, equilibrado como un giroscopio. Cada vez tenían que moverlo balanceándolo de un lado a otro hasta que se deslizaba de vuelta al canal, o Sam tenía que abrir la cúpula y empujarlo con la tabla.

Cerca de la tercera hora de viaje, el sonido de agua que corría desapareció de pronto. El submarino redujo la velocidad y comenzó a dar vueltas lentamente.

—¿Qué pasa? —preguntó Remi.

—No estoy seguro —contestó Sam.

Acercó la cabeza a la cúpula y se encontró mirando el techo abovedado lleno de estalactitas. Oyó que algo raspaba y miró a la izquierda a tiempo para ver una cortina de lianas que colgaban cerca de la cúpula, como las tiras en el interior de un túnel de lavado de coches. La luz entró en la cúpula y llenó el interior con un resplandor amarillo.

—¿Es el sol? —preguntó Remi.

—¡Por supuesto!

El casco rozó la arena, redujo aún más la velocidad y luego se detuvo con suavidad. Sam miró adelante. Estaban en otra laguna.

—Remi, creo que hemos llegado.

Quitó los cerrojos de la cúpula y la abrió. El aire fresco y salobre entró por la escotilla. Sacó los brazos, los dejó colgando, echó la cabeza hacia atrás y se alegró de que el sol calentase su rostro.

Oyó algo a la izquierda, abrió los ojos y volvió la cabeza. Sentada en la arena a tres metros de ellos había una joven pareja con equipos de submarinista. Boquiabiertos e inmóviles, ambos miraban a Sam. El hombre tenía el bronceado de un agricultor; la mujer, el pelo rubio platino; eran estadounidenses del Midwest en una aventura tropical.

—Buenos días —dijo Sam—. Por lo que veo, les interesa sumergirse en las cavernas.

La pareja asintió al unísono sin decir nada.

—Tengan cuidado de no perderse allí dentro —añadió Sam—. Puede ser un poco difícil encontrar la salida. Por cierto, ¿en qué año estamos?

—Deja en paz a esta gente, Sam —le susurró Remi a su espalda.