18

Con el resto del cabo que tenían —veinte de los veinticinco metros originales— montaron un sistema que les permitiese moverse con el equipo por el túnel de la derecha. Remi fue primero, y Sam fue soltando cabo por un lazo alrededor de una pilastra hasta que llegó al siguiente muelle.

—¡Vale! —gritó ella—. Calculo que son unos diez metros.

Sam recogió el cabo, ató el motor y luego la embarcación (que no querían dejar para que no la encontrasen los perseguidores, si es que sospechaban que sus presas aún estaban en las cuevas), las dos bolsas impermeables y el equipo de buceo en un extremo. Acabada esa parte, tiró del cabo hasta que Remi lo avisó:

—Vale, aguanta. —La oyó gruñir mientras sacaba el equipo del agua—. Suelta.

Sam oyó un gorgoteo que provenía de la entrada, y luego el soplido de un regulador que asomaba a la superficie. Se tumbó boca abajo y se quedó quieto, con el rostro apoyado en las tablas del muelle. Se encendió una linterna que alumbró las paredes y el techo. En el resplandor, Sam alcanzó a ver la cabeza del hombre; a su lado había un objeto con forma de proyectil: un propulsor eléctrico. Combinado con unas buenas aletas y piernas fuertes, podía mover a un hombre de noventa kilos a una velocidad de entre cuatro y cinco nudos. Vaya con la ventaja de la marea, pensó Sam.

El hombre arrojó lo que parecía un garfio por encima de la pasarela, le dio un tirón a la cuerda, y después gritó en inglés con acento ruso:

—Todo despejado, adelante. —Dirigió el propulsor hacia el muelle y comenzó a cruzar la caverna.

Sam no se concedió tiempo para pensar o adivinar, sino que le dio al cabo tres tirones de emergencia, rodó por encima del borde y se metió debajo del agua. La corriente lo atrapó y lo llevó por el túnel. Unos segundos más tarde, el otro muelle apareció a la vista. Remi estaba arrodillada en el borde, ocupada en recoger el cabo. Sam se llevó el dedo a los labios, y ella asintió al tiempo que lo ayudaba a subir al muelle.

—Los malos —susurró.

—¿Cuánto tiempo tenemos?

—Solo el suficiente para escondernos.

Sam miró a un lado y al otro. Una parrilla de pasarelas con forma de E cruzaba la caverna para unir el muelle con otro en la pared opuesta; en ambos había pilas de cajones de madera con el símbolo de la marina de guerra alemana.

Esa caverna, si bien casi el doble de grande que la primera, era del tipo de cuevas de lava, lo que significaba que no encontrarían ninguna salida por el lado del mar. ¿O sí?, se preguntó Sam al tiempo que alumbraba el entorno. En el techo colgaba lo que había tomado en un primer momento por una estalactita muy larga. A la luz de la linterna vio en ese momento que se trataba de un grupo de raíces y lianas que bajaban casi hasta la superficie del agua.

—¿Una salida? —preguntó Remi.

—Quizá. Aquí la corriente es más lenta.

—Medio nudo, no más —asintió Remi.

Desde la primera caverna oyeron un par de voces que se llamaban la una a la otra, y después una tercera. Una detonación resonó en el túnel, seguida por otra, luego una ráfaga de diez segundos.

—Disparan al agua —susurró Sam—. Intentan hacernos salir.

—Mira aquí, Sam.

Volvió la linterna y apuntó al agua, donde Remi le señalaba. Apenas por debajo de la superficie había una forma curva.

—Un casco —susurró ella.

—Creo que tienes razón.

—Quizá acabamos de encontrar el UM-77.

—Vamos, tenemos trabajo.

Le explicó el plan sobre la marcha. Envolvieron el motor y el resto del equipo en el bote neumático acribillado, lo ataron con el cabo de proa y, a continuación, ocultaron el bulto debajo del muelle. Después, cortaron un trozo de diez metros de cabo y comenzaron a hacerle nudos cada cincuenta centímetros. Una vez hecho esto, Sam preguntó:

—¿Qué parte quieres?

—Tú te sumerges, yo trepo.

Remi le dio un rápido beso, cogió el cabo y comenzó medio a correr medio a arrastrarse por la pasarela.

Sam cogió la linterna, se descolgó del muelle y se sumergió.

De inmediato se dio cuenta de que no era un minisubmarino Molch. Era demasiado pequeño, al menos un metro ochenta más corto, la mitad del diámetro del UM-34. Llegó a la conclusión de que se trataba de un sumergible Marder; en esencia, un par de torpedos G7e apoyados uno sobre el otro: el de arriba, vaciado y convertido en una cabina y compartimiento de baterías con una cúpula de acrílico; el otro, un torpedo desprendible.

Al seguir la curva del casco hasta el fondo, Sam comprobó que faltaba el torpedo, solo quedaba la cabina tumbada de lado, la cúpula estaba medio enterrada en la arena. Siguió la eslora del casco hasta la cabina, dejó la linterna en la arena y se puso a abrir los cierres. Estaban atascados.

Tiempo, Sam, tiempo.

Los pulmones comenzaron a arderle. Sujetó la palanca con las dos manos, apoyó los pies en el casco y tiró. Nada. Probó otra vez. Nada.

A través del agua oyó de nuevo unas voces ahogadas, en esa ocasión más cerca. Apagó la linterna, miro hacia arriba, se orientó, y luego se apartó del submarino para nadar hacia la pared más lejana. Los pilones del muelle aparecieron en la penumbra, se deslizó entre ellos y giró a la derecha, para seguir la pared. Pasado el muelle, flotó hacia arriba y salió con suavidad a la superficie.

Al otro lado de la caverna y por el túnel del río vio las luces que bailaban sobre las paredes; eran Jolkov y sus hombres al final del muelle, e iban hacia él. A tres metros a la izquierda, las raíces y las lianas colgaban justo por encima de la superficie; cerca había un agujero que tenía el diámetro de un bidón de doscientos litros. Nadó hasta allí, buscó un momento y encontró el cabo de Remi. Comenzó a subir.

Un minuto más tarde y cinco metros más arriba, su mano encontró el pie de Remi, que descansaba en un lazo. Le dio un apretón y recibió en respuesta una risita. Colocó el pie en un lazo, hizo lo mismo con la mano derecha y se puso cómodo.

—¿Has tenido suerte? —susurró ella.

—No. Está atascada.

—¿Ahora qué?

—Ahora esperamos.

La espera fue corta.

Los hombres de Jolkov se movían deprisa, y emplearon el mismo sistema de cuerdas que Sam y Remi habían utilizado para llegar al segundo muelle. Sam espió entre las lianas y contó a seis hombres. Uno de ellos caminó por el muelle y alumbró con la linterna los cajones, el agua y las pasarelas.

—¿Dónde demonios están? —exclamó.

Sam comprendió que era Jolkov en persona.

—¡Vosotros cuatro, hacedlos salir! —ordenó Jolkov. Luego le hizo un gesto al otro hombre y añadió—: Tú, ven conmigo.

Mientras Jolkov y el hombre buscaban entre los cajones, los otros se colocaron en el borde del muelle y comenzaron a disparar ráfagas al agua. Al cabo de un minuto, Jolkov ordenó:

—¡Alto el fuego, alto el fuego!

—Hay algo ahí abajo —afirmó uno de los hombres, que alumbró el agua con su linterna.

Jolkov se acercó, miró durante un momento y luego señaló a dos de sus subalternos.

—¡Tiene que ser eso! Poneos el equipo y echad una mirada.

Los hombres volvieron a los cinco minutos, y pasados otros cinco ya estaban en el agua.

—Primero buscad en la caverna —les ordenó Jolkov—. Comprobad que no están escondidos en ninguna parte.

Los hombres desaparecieron debajo de la superficie en una nube de burbujas. Sam vio las luces moverse por el fondo, bajo los dos muelles y a lo largo de las paredes antes de que reapareciesen.

—No están aquí —informó uno de ellos—. No hay lugar donde ocultarse.

Sam soltó el aliento que contenía. No habían encontrado el equipo hundido.

—Quizá se hayan ido por el túnel del río —comentó el hombre que estaba junto a Jolkov, pero el jefe lo pensó un momento.

—¿Estáis seguro de que no hay nadie? —les preguntó a los submarinistas.

Ambos asintieron, y Jolkov se volvió hacia el que había sugerido el túnel del río.

—Llévate a Pavel, ataos y buscad en el túnel cualquier rastro de ellos.

El hombre asintió, fue hasta el extremo del muelle y comenzó a desenrollar un cabo.

—Buscad en el submarino —le ordenó Jolkov a los buceadores, que se colocaron los reguladores y se sumergieron.

Sam observó cómo las luces se movían a lo largo del casco hasta que se detuvieron junto a la cúpula de la cabina.

Las luces oscilaron y se oyó el débil golpe del metal contra el metal. Pasados tres minutos, uno de los hombres salió a la superficie y se quitó el regulador de la boca.

—Es un Marder. El 77.

—Bien —respondió Jolkov.

—Los cierres están atascados. Necesitamos la palanqueta.

Uno de los que estaban en el muelle se arrodilló junto a la mochila y sacó una palanqueta. El buceador se le acercó, cogió la herramienta y se sumergió de nuevo.

Pasaron otros cinco minutos de golpes ahogados de metal contra metal, después el silencio durante unos momentos, y de pronto una enorme burbuja estalló en la superficie del agua.

Continuó la espera hasta que por fin los dos buceadores salieron a la superficie. Uno de ellos soltó una exclamación de triunfo y levantó un objeto alargado fuera del agua.

—¡Tráelo! —ordenó Jolkov.

Cuando los hombres llegaron al muelle, se arrodilló y cogió el objeto. Sam vio que era la ya familiar caja de madera rectangular. El ruso analizó la caja durante un minuto, la movió de un lado a otro y observó con atención la tapa, antes de levantarla con mucho cuidado y mirar al interior. La cerró y asintió.

—Buen trabajo.

Desde el túnel del río llegó un grito:

—¡Ayuda! ¡Sacadnos, sacadnos!

Varios hombres corrieron por el muelle y comenzaron a tirar de la cuerda. Al cabo de diez segundos, un hombre apareció en el extremo. Las luces lo alumbraron. Estaba semiconsciente y tenía la mitad del rostro bañado en sangre. Lo izaron y lo tendieron en el muelle.

—¿Dónde está Pavel? —preguntó Jolkov. El hombre murmuró algo incoherente. El jefe lo abofeteó y le sujetó la barbilla—. ¡Responde! ¿Dónde está Pavel?

—Los rápidos… El cabo se cortó… Se golpeó la cabeza. Intenté alcanzarlo, pero ya había desaparecido. Un segundo estaba allí y al siguiente había desaparecido. Ya no está.

—¡Maldita sea! —Jolkov se dio la vuelta, recorrió la mitad del muelle y luego volvió otra vez—. Vale, vosotros dos os lo lleváis y volvéis a la laguna. —Señaló al otro hombre—. Tú y yo colocaremos las cargas. Si ya no están muertos, sepultaremos vivos a los Fargo. En marcha.