Su creciente temor se convirtió de inmediato en alivio cuando vio aparecer una mano por debajo de la vegetación en la orilla, al otro lado de la laguna. La mano lo señalaba, con la palma hacia arriba: espera. Un segundo más tarde, el rostro de Remi apareció entre el follaje. Se tocó la oreja, señaló hacia el cielo e hizo un movimiento giratorio vertical con el dedo índice. Pasaron diez segundos, luego veinte. Un minuto. Entonces Sam oyó el batir de las palas de un helicóptero, débil, pero acercándose deprisa. Asomó la cabeza por debajo de las lianas y espió hacia el cielo en un intento de localizar el sonido.
En la vertical de su cabeza, aparecieron los rotores por encima del borde del acantilado, seguidos un segundo más tarde por el parabrisas curvo que resplandecía con el sol poniente. La superficie de la laguna se onduló con el viento creado por las palas, y una fina bruma llenó el aire. Sam ocultó la cabeza; Remi desapareció de la vista.
Durante lo que parecieron minutos, pero que probablemente fueron menos de treinta segundos, el helicóptero sobrevoló la laguna, para luego virar y seguir hacia el sur a lo largo de la costa. Sam esperó hasta que el ruido desapareció, y luego se zambulló y nadó a través de la laguna hasta que tocó la arena con el vientre. Salió a la superficie y se encontró con la mano de Remi delante de su cara; la sujetó, y ella lo ayudó a arrastrarse entre la vegetación.
—¿Eran ellos? —preguntó Remi.
—No lo sé, pero prefiero creerlo que no ser sorprendido. Además, es un pájaro muy caro, un Bell 430. Cuesta por lo menos cuatro millones.
—Lo mejor para un rey de la mafia ucraniana.
—Con lugar suficiente para sentar a un matón ruso y a ocho de sus mejores amigos. ¿Te vieron?
—No estoy segura. La primera vez que pasó iba a gran velocidad, pero dio la vuelta casi de inmediato, y luego hizo otras dos pasadas. Si no es que sentían curiosidad por este punto, es que saben que estamos aquí.
—¿Dónde está el bote?
Remi señaló a la izquierda y Sam vio unos pocos centímetros de goma gris que asomaban entre el follaje.
—Lo oculté lo más rápido que pude.
—Bien. —Sam pensó durante un momento—. Entremos en la cueva. Si deciden aterrizar y echar una mirada, será nuestro mejor escondite.
Con el oído atento a cualquier señal del regreso del helicóptero, Sam se quitó el equipo y se lo dio a Remi, quien comenzó a ponérselo.
—¿Qué vas a hacer tú? —preguntó ella.
—Cruza la laguna, métete en la caverna y espérame. Ten cuidado porque hay una corriente. Recoge el cabo y mantente cerca de la entrada. Tres tirones por mi parte es emergencia; dos, todo en orden, espera.
—Recibido.
—Yo traeré el bote e intentaré meterlo de la caverna. Esperaremos hasta que anochezca, y luego veremos lo que podamos ver.
Remi asintió, acabó de ponerse el equipo de buceo, echó una última mirada, se metió en el agua y desapareció debajo de la superficie. Sam observó el rastro de burbujas a través de la laguna hasta que desapareció en el interior de la cueva. Después se arrastró entre la maleza hasta donde Remi había escondido la embarcación. Inmóvil, cerró los ojos y prestó atención, pero no oyó nada.
En cuanto acabó de guardar el equipo suelto en dos bolsas impermeables y de atar éstas en las cornamusas, se amarró alrededor de la cintura un extremo del cabo de proa, que medía dos metros y medio de longitud, se metió en el agua y comenzó a nadar braza a través de la laguna. Estaba a medio camino cuando de pronto, desde la dirección de la playa, oyó el batir de los rotores. En el momento en que miraba por encima del hombro, el helicóptero apareció sobre las copas de las palmeras y se detuvo justo encima de él. La portezuela estaba abierta, y una figura con un mono oscuro se asomaba para mirarlo. Se dio cuenta de inmediato de que no era el secuestrador de Frobisher, Arjipov, sino el otro, cuya foto Rube le había enviado por correo electrónico: Jolkov. Tampoco había error posible en identificar el corto objeto cilíndrico en las manos de Jolkov: una metralleta.
Respiró hondo, se dio la vuelta y se sumergió. Justo en el mismo momento en que su cabeza desapareció debajo de la superficie, uno de los flotadores estalló. Se levantaron surtidores en el agua, y por el rabillo del ojo vio las trayectorias de las balas marcadas por las burbujas en sus estelas. El bote se sacudió con cada impacto, y luego se plegó sobre sí mismo con un fuerte siseo y se hundió con el motor, arrastrándolo por la popa.
Sam movió las piernas con fuerza, con los brazos extendidos, mientras avanzaba hacia la entrada de la cueva. Los disparos cesaron durante dos segundos —Sam se dijo que para cambiar el cargador— y luego se reanudaron. Las balas impactaban en la superficie como el granizo, y alcanzaban una profundidad de poco más de un metro antes de perder el impulso y hundirse hasta el fondo sin causar daños. Todo se volvió oscuro cuando Sam pasó por debajo del arco de piedra. El sonido de las detonaciones y el batir de los rotores se amortiguó.
Se dio la vuelta y movió las piernas para subir, con la mano buscando el techo. Venga, cabo, venga. ¿Dónde estás?
Sintió que algo le rozaba los pies: el bote neumático. En su viaje hacia el fondo, la corriente de la cueva había atrapado el bote. Sintió un tirón en la cintura cuando el cabo se tensó, y se vio arrastrado hacia abajo. Apenas si se oían las detonaciones del exterior. Sus dedos tocaron el cabo; desenvainó el cuchillo de la funda que llevaba sujeta a la pantorrilla y lo cortó. Luego vio que se movía, arrastrado hacia el interior.
Con los pulmones fatigados y la cabeza a punto de estallar por la falta de oxígeno, Sam luchó, intentando anudar la cuerda en el mango del cuchillo. El cuchillo escapó de sus dedos y le golpeó en el pecho. Lo cogió de nuevo, consiguió hacerle un nudo y luego salió a la superficie. A la derecha, por el rabillo del ojo, vio a Remi, que se sujetaba a la pared. Sintió que el vórtice lo apresaba, comenzaba a arrastrarlo.
—Sam, que…
—¡Suelta todo el cabo que puedas!
Sam arrojó el cuchillo en un arco que lo llevó hacia arriba y por encima de la pasarela. Mientras caía en el agua ya estaba nadando hacia allí, con la mano buscando el cabo. De pronto se vio apartado, llevado hacia la pared, a medida que la embarcación era arrastrada hacia el fondo por la corriente circular.
—¡Remi, el cabo, arrójalo!
—¡Ahí va!
Oyó un chapoteo, la vio nadar hacia él. La embarcación era un peso muerto. Sam se hundió debajo de la superficie; el agua le entró en la boca y la nariz.
—¡Cógelo! —gritó Remi—. ¡Lo tienes delante!
Sam sintió que algo le rozaba la mejilla y lo cogió. Sus dedos tocaron el cabo y lo apretó en el puño. Se detuvo.
Contuvo el aliento, esperó hasta que desaparecieran las estrellas que veía en los ojos y luego miró por encima del hombro.
Remi estaba colgada con medio cuerpo fuera del agua en el otro extremo del cabo. La luz de la linterna que pendía del cinturón de lastre proyectaba sombras en movimiento sobre las paredes.
—Buen lanzamiento —dijo Sam.
—Gracias. ¿Estás bien?
—Sí, ¿y tú?
—No mucho.
Permanecieron colgados e inmóviles durante un momento, para orientarse, y después Sam dijo:
—Voy a subir a la pasarela. Suelta el cabo y yo me reuniré contigo.
—De acuerdo.
Los noventa minutos de yoga y las sesiones de pilates que Remi tenía tres veces por semana demostraron su valor cuando trepó por el cabo como un mono para encaramarse a la pasarela. Los tablones hicieron un ruido seco, que fue seguido de un lento crujido al astillarse. Remi se quedó inmóvil.
—Tiéndete —le gritó Sam—. Distribuye el peso, poco a poco.
Ella lo hizo, y después, con las rodillas y los codos, presionó en las tablas hasta convencerse de que ninguna más iba a partirse.
—Creo que está todo en orden. —Se quitó las aletas, las enganchó en el cinturón, y luego desató el cabo.
—Tengo el bote y todo nuestro equipo colgando de mi cintura —dijo Sam—. Voy a intentar salvarlo.
—Vale.
Entre el nudo de Remi y él solo había seis metros de cabo; el resto flotaba en la corriente. Sam recogió unos tres metros, improvisó un arnés y luego, guiado solo por el tacto, pasó el extremo anudado del cabo por debajo del cinturón para hacer un nudo de ballestrinque. Con la mano derecha sujeta alrededor del cabo por encima de su cabeza, tiró del lazo del arnés. Con un sonido como el de una cuerda de guitarra, el cabo se tensó. Se elevó de la superficie, vibró unos segundos y luego se mantuvo firme.
—Creo que aguantará —dijo Sam.
Trepó por el cabo y se tumbó en la plataforma junto a Remi. Ella lo abrazó con fuerza, y su pelo empapado mojó el rostro de su marido.
—Creo que los disparos respondieron a nuestra pregunta —susurró.
—Diría que sí.
—¿Estás seguro de que no te han dado? —preguntó Remi, y sus manos y ojos le recorrieron el pecho, los brazos y el abdomen.
—Estoy seguro.
—Será mejor que nos pongamos en marcha, algo me dice que esto aún no se ha acabado.
Sam sabía que Remi casi siempre tenía razón, pero también tenía claro que disponían de pocas alternativas: salir por donde habían entrado, encontrar otra salida, pelear o esconderse. La primera no se podía tomar en cuenta porque era caer en manos de los perseguidores; la segunda planteaba un enigma pues esa caverna podía no tener salida, tanto figurativa como literalmente; la tercera tampoco era válida. Si bien disponían del revólver que les había dado Guido el zapatero, Jolkov y sus hombres iban armados con metralletas. La cuarta opción, esconderse, era la única alternativa viable para salir de ese apuro.
La pregunta era: ¿cuánto tiempo esperarían sus perseguidores antes de seguirlos hasta allí? Sam comprendió, tras consultar su reloj, que tenían algo a favor. Se acabaría la marea baja; dentro de unos minutos, la corriente volvería a subir y complicaría la entrada.
—Así que esto es lo que se considera una base secreta para un submarino nazi —comentó Remi mientras se quitaba el resto del equipo.
—Es probable, pero no hay manera de decirlo hasta que encontremos…
—No, Sam, no era una pregunta. Mira.
Sam se volvió. Remi alumbraba con la linterna la pared por encima del muelle. Aunque hecho de forma artesanal con botes de hojalata aplastados y pinturas que hacía mucho habían perdido el color, el rectángulo de un metro y medio por uno era reconocible.
—La bandera de la Kriegsmarine nazi —susurró Sam. En su apresurada observación de la caverna, no la había visto—. Supongo que es el orgullo del propietario.
Remi se rió.
Dando pasos al mismo tiempo y con mucho cuidado, atentos a los puntos débiles mientras avanzaban, los dos fueron por la pasarela hasta el muelle; aparte de algunos crujidos que les pusieron la carne de gallina, las tablas aguantaron. Los cables, aunque envueltos por una gruesa capa de oxido, también eran sólidos y estaban atornillados al techo y a las paredes de piedra. Con la ayuda de la luz de la linterna de Remi, Sam volvió a cruzar la pasarela, sujetó el cabo y regresó al muelle, arrastrando la embarcación sumergida. Juntos la levantaron. Si bien el bote estaba destrozado, el motor y el bidón de gasolina habían resistido con solo algunos roces. Igual estaban las dos bolsas impermeables: una mostraba una docena o más de agujeros, y la otra estaba intacta.
Caminaron hasta el final para echar una mirada a la pared del fondo. La segunda caverna era, como Sam había sospechado, un sistema que seguía las fracturas. Mientras que miles de años de erosión acuática habían pulido las paredes de la caverna principal, la secundaria tenía las paredes rugosas. En la unión había dos túneles que formaban una gran V, uno iba hacia la izquierda y el otro hacia abajo por la derecha. El agua salía por el túnel de la izquierda, y la mitad de su volumen llegaba a la caverna principal, mientras la otra mitad desaparecía por el túnel de la derecha.
—Ahí tienes tu río —dijo Remi.
—No puede llevar mucho tiempo aquí —comentó Sam—. Las paredes son demasiado ásperas.
—¿Cuánto calculas?
—Yo diría que no más de un siglo. A ver, déjame la luz. Sujeta mi cinturón. —Remi lo hizo, y se echó hacia atrás, mientras Sam se tumbaba hacia delante. Alumbró el túnel de la derecha, y luego dijo—: Muy bien, dame cuerda.
—¿Qué? —preguntó Remi.
—El túnel da la vuelta otra vez hacia la derecha. Al otro lado veo otro muelle y más pasarelas.
—La historia se complica.