15

—Podría acostumbrarme a esto —comentó Sam, con la mirada puesta en la hoguera.

—Te secundo —dijo Remi.

Habían decidido aceptar la invitación del dueño para pasar la noche en la choza. Mientras el sol bajaba hacia el horizonte, Sam fue hasta la playa y recogió trozos de madera, y Remi utilizó la caña de bambú del anfitrión para pescar tres pargos en las rompientes. Cuando cayó la noche, estaban tumbados con las cabezas apoyadas en el tronco, junto a la hoguera, y los estómagos llenos de pescado a la brasa. La noche era clara y negra, con estrellas como diamantes que llenaban el cielo. Aparte del rumor de las olas y el ocasional susurro de las palmeras, reinaba el silencio.

El anfitrión no les había mentido sobre la bodega, que, aunque era poco más grande que un armario, guardaba dos docenas de botellas. Habían escogido un Jordán Chardonnay para acompañar el pescado.

Bebieron y contemplaron las estrellas hasta que por fin Remi preguntó:

—¿Crees que nos encontrarán?

—¿Quién, Arjipov y Jolkov? Es poco probable.

Para pagar los pasajes, el hotel y el coche de alquiler habían utilizado una tarjeta de crédito que iba a parar a la cuenta de gastos de la Fundación Fargo a través de otras dos empresas. Si bien Sam no tenía duda de que los matones de Bondaruk contaban con recursos para acabar descubriendo la pista financiera, esperaba que no ocurriera antes de que se hubiesen marchado.

—A menos —añadió— que ya dispongan de una pista que los lleve hasta aquí.

—Es una bonita idea, Sam. He estado pensando en Ted. Aquel ruso, Arjipov, estaba dispuesto a matarlo, ¿verdad?

—Eso creo.

—Por el vino. ¿Qué clase de hombre haría eso? Si Rube está en lo cierto, Bondaruk es multimillonario. Lo que ganaría por vender la bodega secreta sería calderilla. ¿Por qué está dispuesto a matar para conseguirla?

—Remi, para ese tipo el asesinato es algo natural. No es un último recurso. Es una opción permanente.

—Supongo.

—Pero no estás convencida.

—Es que no acaba de cuadrar. ¿Bondaruk es un coleccionista de vinos? ¿Quizá un partidario de Napoleón?

—No lo sé. Tendremos que averiguarlo.

Remi sacudió la cabeza. Después de unos momentos de silencio preguntó:

—¿Por dónde comenzamos?

—Tenemos que aceptar algunas cosas —contestó Sam—. Primero, que Selma está en lo cierto cuando dice que la Cabeza de Cabra es una referencia, y segundo, que Boehm y su equipo tuvieron que escoger la parte más deshabitada de la isla para montar el taller. Esta costa, desde luego, cumple con los requisitos. En cuanto amanezca, cargaremos el equipo en el bote neumático…

—¿No en el avión?

—No creo. La referencia de Boehm tiene que verse desde la superficie. Desde el aire, una cabeza de cabra podría parecer un pie de pato, o la oreja de un burro, o nada en absoluto.

—Tienes razón. La erosión será un problema. Sesenta años de inclemencias pueden hacer muchos cambios.

—Muy cierto.

El archipiélago de las Bahamas era un paraíso para los espeleólogos y los buceadores. Sam sabía que había cuatro tipos de sistemas de cavernas: agujeros azules, a los que se entraba tanto por el mar como por tierra adentro y que, en esencia, eran grandes tubos que se hundían centenares de metros en el océano o en los estratos rocosos de una isla; cuevas hechas por las fracturas, que seguían las fisuras naturales de la piedra; cavernas de disolución, que se formaban a lo largo de los años por el agua de la lluvia mezclada con los minerales del suelo, que disolvía la piedra caliza que había debajo o el carbonato de calcio; y, por último, las cuevas marinas del tipo jardín, formadas en los acantilados por miles de años de golpes de olas. Si bien estos sistemas pocas veces llegaban más abajo de los treinta metros, también solían ser amplios y ofrecían entradas protegidas bajo el agua; precisamente lo que uno esperaría encontrar si buscara un lugar para ocultar un minisubmarino.

—Te has olvidado uno —dijo Remi—. Me refiero a un supuesto.

—¿Cuál es?

—Que todo esto no sea más que una búsqueda inútil o, para ser exactos, una búsqueda desesperada del Molch.

Se despertaron al alba, desayunaron uvas, higos y ciruelas silvestres, que encontraron a cien metros de la choza, luego embarcaron el equipo en el bote neumático y se pusieron en marcha. El motor no les serviría para conseguir ningún récord de velocidad, pero tenía la potencia suficiente para cruzar los arrecifes y aguantar las mareas, y consumía poco combustible. En el momento en que el sol había superado el horizonte, se desplazaban hacia el norte a lo largo de la costa en paralelo a los arrecifes. El agua era de un color turquesa cristalino, tan clara que podía verse los peces multicolores moverse sobre el fondo de arena blanca a una profundidad de seis metros.

Sam llevaba el timón y se mantenía lo más posible cerca de la costa, con un margen de entre cincuenta y cien metros; Remi iba sentada en la proa, observaba los acantilados a través de los prismáticos y sacaba fotos con la cámara digital. De vez en cuando le pedía a Sam que diese la vuelta e hiciese una nueva pasada frente a una formación rocosa, entonces ella ladeaba la cabeza y entrecerraba los ojos, y sacaba más fotos antes de hacer un gesto negativo e indicarle que volviese a recuperar el rumbo.

Pasaron las horas, y hacia el mediodía se encontraron cerca del promontorio de la isla y Junkanoo Rock; más allá, en la costa norte, estaba Port Boyd y la zona oeste, la más poblada. Sam dio la vuelta y fueron hacia el sur.

—Lo más probable es que ya hayamos pasado por delante de docenas de cuevas —comentó Remi.

Era verdad. Muchos de los acantilados que habían visto estaban cubiertos por follaje y trepadoras que salían de cada hueco y cada grieta. Desde esa distancia podían estar frente a la entrada de una cueva y no saberlo. No obstante, poco podían hacer. Entrar en cada arrecife y buscar en cada metro de acantilado les llevaría años. Más frustrante era que la mayor parte de su búsqueda hasta entonces la habían hecho con la marea baja, que debería haberles dado la mejor oportunidad para ver una abertura.

De pronto Remi se irguió y ladeó la cabeza, una postura que Sam conocía muy bien: su esposa acababa de tener una idea genial.

—¿Qué? —preguntó.

—Creo que estamos haciéndolo mal. Estamos asumiendo que Boehm utilizó la Cabeza de Cabra como punto de referencia mientras hacía las pruebas del Molch previas a la misión, ¿correcto? Querían comprobar cualquier reparación que hubiesen hecho, ¿no?

—Eso espero.

—Y cerca de la costa, porque no querrían arriesgarse a vararlo al sumergirse, y eso significa que el Molch no se alejó demasiado… El barco nodriza del Molch, el Lothringen, sin duda llevaba un equipo de navegación avanzado, pero no el minisubmarino, que habría dependido de una observación muy cercana y, lo más probable, de ayudas visuales.

—Otra vez correcto.

—Por lo tanto, la única vez que Boehm tuvo que confiar en una referencia fue cuando volvía de realizar una prueba.

—Desde lejos de la costa —acabó Sam—. Cerca de la costa, una cabeza de cabra quizá no se parecía a una cabeza de cabra, pero desde una milla o dos en mar abierto…

Remi asintió con una gran sonrisa.

Sam dio la vuelta y llevó la embarcación hacia mar abierto.

Cuando estuvieron a una milla de distancia, repitieron el recorrido de la costa, y regresaron por la ruta que habían seguido antes, más allá del punto del desembarco hasta el extremo sudeste de la isla, Signal Point, y Port Nelson, donde viraron y de nuevo se dirigieron hacia el norte.

Hacia las tres y media, cansados, sedientos y un tanto quemados por el sol pese a los sombreros y los filtros solares, estaban a una milla del extremo norte cuando Remi, que observaba la costa a través de los prismáticos, levantó el puño. Sam redujo la velocidad, puso el motor en punto muerto y esperó. Remi se volvió en su asiento y se inclinó hacia atrás para darle los prismáticos a Sam.

—Mira aquel acantilado. —Señaló—. Rumbo dos-ocho-cero.

Sam apuntó con los prismáticos y siguió la pared de piedra.

—¿Ves dos árboles uno al lado del otro? —preguntó Remi.

—Espera… Vale, los veo.

—Imagínatelos sesenta años atrás, cuando tenían un tercio de su tamaño y menos ramas. Añade un poco de tamaño a la piedra…

Sam hizo el imaginario ajuste y miró de nuevo, pero después de diez segundos sacudió la cabeza.

—Lo siento.

—Entrecierra los ojos —le pidió Remi.

Lo hizo y de pronto, como si alguien hubiese apretado un interruptor, lo vio. Seis décadas de erosión habían suavizado el bulto en el acantilado, pero no había ninguna duda: combinados, el saliente y los dos árboles formaban el vago perfil de una cabeza de cabra coronada por unos cuernos cubiertos de vegetación y muy crecidos.

La pregunta era si estaban viendo lo que querían ver, víctimas de la autosugestión, o si de verdad allí había algo. Una mirada al rostro de Remi le dijo que ella se preguntaba lo mismo.

—Solo hay una manera de averiguarlo —dijo Sam.

La brecha que había en el arrecife era estrecha, menos de tres metros de ancho, y con la marea alta y la resaca, la parte superior del coral estaba sumergida lo suficiente para ser invisible desde lejos, pero lo bastante cerca de la superficie para destrozar la goma de la embarcación si Sam se desviaba.

Remi estaba en la proa, con los brazos apoyados en los flotadores mientras se inclinaba hacia delante y miraba el agua.

—Izquierda… izquierda… izquierda —señaló—. Vale, todo recto. Tranquilo.

A cada lado de la embarcación, entre la espuma, Sam veía los afilados bordes del coral justo por debajo de la superficie turquesa. Utilizó el acelerador y el timón para encontrar el delicado equilibrio entre los efectos de éste y la potencia; si no utilizaba bastante el primero, no podría evitar verse empujado sobre el coral; si usaba demasiado el segundo, no podría responder a las señales de Remi.

—Bien… ¡todo a estribor!

Sam movió el timón, y la embarcación pasó justo cuando una ola rompía en el arrecife y desviaba la popa.

—¡Aguanta! —Dio un poco más de potencia y compensó.

—Izquierda… un poco más… más…

—¿Cuánto nos falta?

—Otros tres metros y habremos pasado.

Sam miró por encima del hombro. Una ola comenzaba a levantarse seis metros por detrás y aumentaba de tamaño en el borde exterior del arrecife.

—Nos van a dar —gritó Sam—. ¡Sujétate!

—Ya estamos casi allí… A la derecha, ahora recto… Bien. ¡Máxima potencia!

Sam giró el acelerador a tope en el momento en que la ola rompía debajo de la popa de la embarcación. Sintió cómo el estómago se le subía a la garganta. Durante un segundo, la hélice giró fuera del agua con un chillido agudo, y luego la embarcación entró en la tranquilidad de la laguna.

Remi se tumbó de espaldas, apoyada en la proa, y soltó un suspiro.

—Lo diré una vez más: Sam Fargo, tú sí que sabes hacer que una chica se divierta.

—Hago lo que puedo. Bienvenida a la laguna de la Cabeza de Cabra.