14

Rum Cay,

Bahamas

La isla tenía una superficie de poco menos de ochenta kilómetros cuadrados, y a primera vista parecería que encontrar una base oculta en Rum Cay fuese una tarea sencilla para los aventureros noveles, pero Sam y Remi habían pasado por esa situación antes y sabían que la costa, irregular como era, con centenares de calas, en realidad medía por lo menos seis veces la circunferencia de la isla.

Conocida primero como Mañana por los indios lucayanos, la isla había sido rebautizada como Santa María de la Concepción por Cristóbal Colón, y había recibido el nombre moderno cuando los exploradores españoles encontraron un barril de ron en una de las playas de arena blanca.

La única ciudad importante de la isla, Port Nelson, estaba en la costa noroeste, rodeada por plantaciones de cocoteros. Con una población que, según el censo de 1990, rondaba entre las cincuenta y las setenta personas, la mayoría de las cuales vivían en Port Nelson, la principal aunque pobre industria de Rum Cay era el turismo, seguido por las piñas, la sal y el sisal, que habían sido explotados durante décadas. Otros asentamientos, desde hacía mucho desiertos, llevaban nombres exóticos, como Black Rock y Gin Hill. Unos formidables arrecifes, cañones de coral y precipicios submarinos rodeaban la isla, convirtiéndola en un destino favorito para los piratas de antaño, o así decía el folleto que Remi había recogido en Nassau.

—Incluso hay un famoso naufragio —le comentó mientras Sam viraba con el Bonanza a la derecha para seguir el contorno de la isla.

Por muy improbable que fuese ver su objetivo desde el aire, ambos consideraron prudente dar por lo menos una vuelta sobre la isla para hacerse una idea de lo que les esperaba.

—¿Barbanegra? —preguntó Sam—. ¿El capitán Kidd?

—Ninguno de los dos. El Conqueror, el primer barco de guerra a hélice británico. Se hundió en 1861 a unos diez metros de profundidad cerca de Sumner Point Reef.

—Suena como algo digno de repetir el viaje. Rum Cay ofrecía algún hotel de lujo y también cabañas en la playa. Por las aguas azules, las ondulantes colinas cubiertas de vegetación y un aislamiento relativo, a Sam le pareció un lugar perfecto para unas tranquilas vacaciones.

—Allí está la pista —dijo Remi y señaló por la ventanilla. La pista pavimentada de mil quinientos metros de longitud estaba a unos tres kilómetros de Port Nelson, una T truncada blanca en medio del bosque que parecía decidido a reclamarla. Sam veía a los trabajadores en el borde de la pista y parecían hormigas, cortando la vegetación con machetes. Al este de la pista vieron Salt Lake, y unos pocos kilómetros al norte, Lake George.

Si bien a Sam no le preocupaba utilizar la pista, le habían pedido a Selma que se asegurase de que el avión que alquilaban llevase flotadores. Explorar la isla en coche suponía por lo menos semanas y kilómetros de viaje campo a través. Con los flotadores podían ir a cualquier punto de la isla e investigar los más interesantes que encontrasen.

Sam descendió a seiscientos metros, se puso en comunicación con la torre de control de Port Nelson, que verificó su plan de vuelo y el permiso, y luego viró alrededor del cabo noreste y siguió hacia el sur a lo largo de la costa. Como era el lugar menos poblado de la isla, Remi y él lo consideraron la mejor zona para iniciar la búsqueda. Dado que la mitad oeste de la isla estaba bien explorada y poblada —al menos para lo que era Rum Cay—, el descubrimiento de una base secreta no habría pasado inadvertido. Selma no había encontrado ningún informe al respecto, y Sam y Remi lo interpretaron como una buena señal. Siempre y cuando la base secreta no hubiese sido más que un invento de algún marino alemán senil.

—Aquello parece una buena base de operaciones —dijo Sam, señalando con un gesto de la cabeza, a través del parabrisas, una cala con forma de tres cuartos de luna con playas blancas como el azúcar. El edificio más cercano, que parecía ser una casa abandonada, se hallaba nueve kilómetros tierra adentro.

Sam miró de nuevo y redujo la velocidad y la altitud, hasta ponerse a sesenta metros por encima de las olas, y a continuación apuntó el morro del Bonanza a la playa. Hizo una rápida inspección visual para asegurarse de que no había pasado por alto ningún arrecife, y luego continuó bajando y niveló el aparato para permitir que los flotadores rozasen la superficie. Puso el motor al ralentí y dejó que el impulso llevase el Bonanza hacia delante. Los flotadores chirriaron al tocar la arena y se detuvieron a un metro de tierra firme.

—Hermoso aterrizaje, señor Lindbergh —dijo Remi, y se desabrochó el cinturón de seguridad.

—Me gustaría creer que todos mis aterrizajes son perfectos.

—Por supuesto que lo son, cariño. Excepto aquella vez en Perú…

—Déjalo.

Remi saltó a la playa, y Sam le pasó las mochilas y los macutos que contenían el equipo de acampada. Sonó el móvil de Sam y este contestó.

—Señor Fargo, soy Selma.

—Muy oportuno. Acabamos de amerizar. Espera un momento. —Sam llamó a Remi y conectó el altavoz—. Vamos por orden: ¿estáis protegidos?

Después de conocer los antecedentes de Bondaruk, Arjipov y Jolkov por boca de Rube, Sam había ordenado a Selma, Pete y Wendy que se trasladaran a la casa de Goldfish Point y conectaran el sistema de alarma, que Sam había perfeccionado hacía años para satisfacer sus caprichos de ingeniero; el sistema daría trabajo incluso a un grupo de expertos de la CIA. Y como, por esas cosas del destino, el inspector jefe de la policía de San Diego y compañero de judo de Sam vivía a un kilómetro de su casa, siempre había coches de la policía que vigilaban el vecindario las veinticuatro horas.

—Bien atrincherados —contestó Selma.

—¿Cómo va la batalla?

—Por ahora viento en popa. Tendremos algunas lecturas interesantes para ustedes cuando regresen a casa. En primer lugar, buenas noticias: he averiguado qué es el insecto que hay en el fondo de la botella. Aparece en el escudo de armas de la familia de Napoleón. En el lado derecho del escudo hay lo que parece una abeja. Aunque hay cierto debate al respecto entre los historiadores, la mayoría de ellos creen que no es una abeja, sino una cigarra dorada, o al menos eso era al principio. El símbolo fue descubierto en 1653 en la tumba de Childerico I, el primer rey de la dinastía merovingia. Representa la inmortalidad y la resurrección.

—La inmortalidad y la resurrección —repitió Remi—. Un tanto rebuscado, pero claro, estamos hablando de Napoleón.

—A ver si lo he entendido bien —dijo Sam—. ¿El sello de Napoleón era un saltamontes?

—Casi, pero no exactamente —señaló Selma—. Pertenecen a una diferente rama del árbol familiar. La cigarra está más cerca de la langosta y la cigarra espumadora.

Sam se echó a reír.

—Ah, sí, la cigarra espumadora real.

—Con la cigarra y la marca de Henri Archambault, no hay ninguna duda de que la botella pertenece a la bodega perdida.

—Buen trabajo —aprobó Sam—. ¿Qué más?

—También he acabado de analizar la traducción del diario de Manfred Boehm. Hay una frase allí que menciona «la Cabeza de Cabra…».

—La recuerdo —dijo Remi. Ella y Sam habían creído que se trataba de una taberna en Rum Cay que Boehm y sus compañeros habían visitado.

—Bueno, he manipulado un poco la traducción y he utilizado el alto y bajo alemán, y creo que la Cabeza de Cabra es un punto de referencia de algún tipo, quizá una referencia náutica. El problema es que he hecho algunas investigaciones y no he encontrado nada de una Cabeza de Cabra relacionada con Rum Cay, ni con ninguna de las otras islas.

—Mantendremos los ojos bien abiertos —manifestó Sam—. Si estás en lo cierto, es probable que se trate de alguna formación rocosa.

—De acuerdo. Por último, les debo una disculpa.

—¿Por?

—Un error.

—Reconocerlo lo soluciona.

Selma muy pocas veces cometía errores, y los que cometía siempre eran de muy poca importancia. Incluso así, era muy estricta, y más todavía con ella que con cualquier otro.

—Me equivoqué en la traducción del artículo de los archivos navales alemanes. Wolfgang Müller no era el capitán del Lothringen. Era un pasajero, al igual que Boehm. De hecho, era otro capitán de submarino. Estaba asignado al minisubmarino UM-77.

—Así que Boehm y Müller junto con los submarinos estaban a bordo del Lothringen, que navegó a través del Atlántico y entró en Rum Cay para reaprovisionarse y hacer reparaciones.

—Ésa es la palabra que el marinero Froch utilizó en su blog, ¿no?

—Correcto. Reparación.

—Entonces, una semana más tarde, la embarcación de Boehm, el UM-34, acabó en el río Pocomoke y el Lothringen fue hundido. Eso plantea una pregunta, ¿dónde está el submarino de Müller, el UM-77?

—En los archivos alemanes aparece como perdido. En los archivos de la marina norteamericana se dice que no encontraron nada a bordo del Lothringen cuando lo capturaron.

—Eso indica que el UM-77 probablemente se hundió durante su propia misión —apuntó Remi—. Diría que era similar a la misión de Boehm.

—Estoy de acuerdo —admitió Sam—, pero hay una tercera posibilidad.

—¿Cuál es?

—Que todavía esté aquí. Es la palabra reparación la que ha despertado mi interés. El Lothringen tenía… cuánto, ¿cincuenta metros de eslora?

—Más o menos —dijo Selma.

—Reparar un barco de ese tamaño requiere unas instalaciones bastante grandes, de un tamaño que ya a estas alturas se habría descubierto. Comienzo a pensar que la reparación mencionada era para el UM-34 y el UM-77, y si hemos acertado con su misión secreta, desde luego no iban a hacerlo al aire libre, no con los Catalinas PBY de vigilancia que despegaban de Puerto Rico.

—Eso significa… —comenzó Remi.

—Eso significa que nos espera algo de espeleología —dijo Sam.

Acabaron de descargar el Bonanza, lo afianzaron bien sobre la arena y comenzaron a buscar un lugar donde acampar. Solo faltaban unas pocas horas para la noche. Seguirían por la mañana.

—Tenemos a un competidor —dijo Remi, y señaló playa, abajo.

Sam se protegió los ojos con la mano y miró.

—Bueno, eso es algo que no ves todos los días.

A unos cuatrocientos metros, junto a los árboles a lo largo del brazo norte de la cala, había lo que parecía una versión de Hollywood de una choza polinésica, con el techo cónico de paja y las paredes de tablas. Colgada entre los dos postes delanteros de la choza había una hamaca; en ella, una figura, con un pie balanceándose por encima del borde y meciendo la hamaca. Sin mirarlos, la figura levantó una mano para saludar:

—Hola —dijo.

Sam y Remi recorrieron la distancia que los separaba. Delante de la choza había una hoguera rodeada de troncos como asientos.

—Bienvenidos —añadió el hombre.

Tenía un aspecto distinguido y también algo curtido, con el pelo blanco, una barba bien recortada y brillantes ojos azules.

—No pretendíamos ser intrusos —se disculpó Sam.

—No se preocupen. Los aventureros son siempre bienvenidos, y ustedes dos, desde luego, lo parecen. Por favor, siéntense.

Sam y Remi dejaron las mochilas en el suelo y se acomodaron en un tronco. Sam se presentó al anfitrión, que les respondió:

—Me alegro de verlos. Es más, les voy a ceder la propiedad a ustedes. Es hora de marchar.

—Por nosotros no se vaya —dijo Remi.

—No es eso, querida dama. Tengo una cita en Port Henry. No volveré en un par de días.

Dicho esto, el hombre desapareció entre los árboles y volvió al cabo de unos minutos empujando una moto Vespa.

—Ahí dentro hay cañas, cebos, ollas y sartenes, y de todo —añadió—. Pónganse cómodos. Hay una trampilla que da a la bodega. Están invitados a probar una botella.

Sam, seguro de que podía confiar en ese extraño, preguntó:

—¿Por casualidad no conocerá alguna leyenda de una base secreta que hay por aquí?

—¿Habla de una base de submarinos nazis?

—La misma.

El hombre apoyó la moto sobre el caballete. Fue al interior de la choza y volvió con lo que parecía un trozo de metal del tamaño de una bandeja. Se lo dio a Sam.

—¿Para servir nuestra cena? —preguntó Sam.

—Es un hidroplano, hijo. Y de un submarino muy pequeño, por lo que se ve.

—¿Dónde lo encontró?

—En Liberty Rock, en el lado norte cerca de Port Boyd.

—Suena como el lugar más indicado para comenzar la búsqueda.

—Lo encontré en una laguna. Yo diría que llegó allí empujado por un río submarino. Aquí, en el lado este de la isla, todos fluyen de norte a sur. El problema es que no tienen fuerza para empujar nada más grande que ese hidroplano.

—No pretendo molestar —intervino Remi—, pero si sabía a qué pertenecía, ¿por qué no lo buscó usted mismo?

El hombre sonrió.

—Yo ya he hecho muchas exploraciones. Me dije que tarde o temprano vendría alguien para hacer las preguntas correctas. Y aquí están ustedes. —El hombre caminó hacia su moto, luego se detuvo y se volvió—. ¿Saben?, si yo hubiese sido un marinero alemán buscando un lugar donde esconderme, me habría encantado encontrarme con una cueva marina.

—A mí también —dijo Sam.

—Por esas cosas del destino, Rum Cay las tiene a montones. Hay docenas en esta sola playa, la mayoría de ellas inexploradas y unidas por ríos subterráneos.

—Gracias. Por cierto, ¿alguna vez ha oído hablar de un lugar llamado Cabeza de Cabra?

El hombre se rascó la barbilla.

—No puedo decir que sí. Bueno, tengo que irme. Buena caza.

Puso en marcha la moto y desapareció. Sam y Remi permanecieron en silencio unos momentos, y después Sam exclamó:

—¡Maldición!

—¿Qué?

—Ni siquiera se nos ocurrió preguntarle el nombre.

—No creo que lo necesitemos —dijo Remi, y señaló la choza.

Junto a la puerta había una placa de madera. Pintado en letras rojas decía: casa de cussler.