13

Nassau,

Bahamas

Selma había hecho de agente de viajes con su eficacia habitual y les había reservado dos asientos de primera clase en el último vuelo que salía de San Diego con dirección este. Tras siete horas de viaje, incluida una escala, aterrizaron en el Aeropuerto Internacional de Nassau, poco después del mediodía. Tuvieron menos suerte con el coche de alquiler, pues acabaron con un Volkswagen Escarabajo descapotable rojo brillante; según Selma, el coche más rápido y sexy de las Bahamas. Sam sospechó que Remi había sobornado a Selma, pero no dijo nada hasta que, al salir del aparcamiento, pasaron junto a un Corvette con la pegatina de Avis.

—¿Lo has visto? —dijo Sam, que miró por encima del hombro.

—Es por tu propio bien, Sam —respondió Remi, y le dio una palmada en la rodilla—. Confía en mí. —Mantuvo una mano en el ala de su sombrero blanco para impedir que volase y echó la cabeza hacia atrás para disfrutar del sol tropical.

Sam gruñó algo en respuesta.

—¿Qué has dicho? —preguntó Remi.

—Nada.

En la recepción del Four Seasons les esperaba un mensaje:

Tengo información.

Llamad por línea terrestre lo antes posible.

R.

—¿Rube? —preguntó Remi. Sam asintió.

—¿Por qué no vas tú al bungalow? Veamos qué tiene que decir, y después me reuniré contigo.

—Vale.

Sam buscó un rincón aislado en el vestíbulo y sacó su teléfono móvil. Rubin Haywood descolgó al primer tono.

—Espera, Sam. —Se oyó un clic y después un chirrido mientras Rube ponía en marcha lo que Sam dedujo que sería algún aparato de cifrado—. ¿Cómo estás?

—Muy bien. Gracias por esto. Te debo una.

—No, ni hablar.

La amistad de Haywood y Sam se remontaba a doce años atrás, a los primeros días de Sam en la DARPA, y se habían conocido en el Campo Perry de la CIA en los bosques de Virginia, cerca de Williamsburg. Haywood, que era un agente de la Dirección de Operaciones de la CIA, participaba en un curso de operaciones encubiertas. Sam estaba allí con el mismo propósito, pero como parte de un programa experimental destinado a someter a los mejores y más brillantes de la DARPA a una serie de situaciones reales que los agentes vivían en las misiones. La idea era sencilla: cuanto mejor pudiesen entender los ingenieros de la DARPA lo que era en realidad el trabajo de campo —de primera mano y desde cerca—, mejor diseñarían herramientas y artilugios que respondiesen a los desafíos del mundo real.

Sam y Rube se habían hecho amigos en el acto, y su amistad se consolidó durante las seis largas semanas de entrenamiento. Desde entonces se habían mantenido en contacto y una vez al año, en otoño, se encontraban para una excursión de tres días por Sierra Nevada.

—Todo lo que te diré no está clasificado, al menos oficialmente.

Sam leyó entre líneas. Después de recibir su llamada, Rube a su vez había hecho varias llamadas, aprovechando fuentes y contactos fuera del gobierno.

—Vale. Tú mensaje sugería que es urgente.

—Sí. El tipo al que tú llamas Caracortada utilizó una tarjeta de crédito ligada a una serie de cuentas falsas para pagar la embarcación en Snow Hill. Su nombre es Grigori Arjipov. Un antiguo miembro de las fuerzas especiales rusas. Estuvo destinado en Afganistán y Chechenia. Él y su mano derecha, un tipo llamado Jolkov, dejaron el ejército en 1994 y se pusieron a trabajar por libre. A Arjipov ya lo conoces; te envío por correo electrónico una foto de Jolkov. Si no lo has visto todavía, lo verás. Hasta donde sabemos, llevan trabajando para un único hombre desde 2005, un tío peligrosísimo llamado Hadeon Bondaruk.

—He oído ese nombre.

—Me sorprendería que no fuese así —manifestó Rube—. Es el rey de la mafia ucraniana y lo más destacado de la alta sociedad de Sebastopol. Ofrece fiestas y cacerías en su finca varias veces al año y restringe su lista de invitados a los supermillonarios: políticos, realeza europea, celebridades… Nunca ha sido acusado de un crimen, pero se sospecha que es autor de docenas de asesinatos; en su mayoría, de otros jefes mafiosos y matones que por alguna razón provocaron su ira. Aparte de los rumores, no hay gran cosa sobre su pasado.

—Me encantan los chismes —dijo Sam—. Cuéntamelos.

—El rumor dice que estuvo al mando de un grupo guerrillero en Turkmenistán durante todo el conflicto en la frontera ruso-iraní. Se movía por las montañas como un fantasma, emboscaba a patrullas y convoyes y nunca dejaba a nadie vivo.

—Un verdadero samaritano.

—¿Por qué te interesa?

—Creo que va detrás de lo mismo que nosotros.

—¿Qué es qué?

—Será mejor que no lo sepas, Rube. Ya te has jugado bastante el pellejo.

—Venga, Sam…

—Déjalo, Rube. Por favor.

Haywood hizo una pausa y después suspiró.

—De acuerdo, tú eres el jefe. Pero escucha: aunque hasta ahora has tenido suerte, se te puede acabar de pronto.

—Lo sé.

—¿Al menos me dejarás que te ayude? Conozco a un tipo allí que deberías ver. ¿Tienes un boli?

Sam cogió el bloc de papel de la mesa y apuntó el nombre y la dirección que le dio Rube.

—Confío en él. Ve a verlo.

—De acuerdo.

—Por el amor de Dios, tened mucho cuidado, ¿me oyes?

—Te oigo. Remi y yo ya hemos pasado por algunos aprietos graves. Nos ocuparemos de éste.

—¿Cómo lo harás?

—Muy fácil. Nos mantendremos siempre un paso por delante.

Tres horas más tarde, Sam, en el Volkswagen Escarabajo, dejó la carretera de la costa para entrar en un pequeño aparcamiento y se detuvo junto a un oxidado cobertizo donde había una manga de viento y un cartel pintado a mano que decía: air sampson. Cincuenta metros a la derecha había otro cobertizo más grande, y entre las dobles puertas correderas vieron el morro de un avión. Al otro lado del hangar había una pista de aterrizaje hecha con conchas machacadas.

—¿Es aquí? —preguntó Remi, con los ojos entrecerrados.

Sam consultó su mapa.

—Sí, es aquí. Selma jura que es el mejor lugar de la isla para alquilar un avión.

—Si ella lo dice… ¿Estás dispuesto a llevar esa cosa? —Remi señaló con un gesto un objeto envuelto con una toalla que estaba en el suelo a los pies de Sam.

Después de hablar con Rube, Sam había ido al bungalow y le había resumido la conversación a Remi, quien lo escuchó con atención y sin hacer preguntas.

—No quiero verte herido —dijo ella por fin y tomó sus manos entre las suyas.

—Y yo no quiero verte herida. Sería el final de mi mundo.

—Entonces evitemos que nos hieran. Como dijiste, nos mantendremos un paso por delante. Y si las cosas se ponen muy mal…

—Llamaremos a los buenos y nos iremos a casa.

—Claro que sí —afirmó ella.

Antes de ir al aeródromo, tras salir del hotel, habían ido a la dirección que les había dado Rube y que correspondía al local de un zapatero remendón en el centro de Nassau, donde los esperaba Guido, el propietario y contacto de Rube.

—Rube no estaba seguro de si vendrían —dijo Guido en un inglés con un leve acento italiano—. Comentó que ambos son muy testarudos.

—¿Eso dijo?

—Sí, sí.

Guido fue hasta la puerta, colgó el cartel de he salido a comer, y los llevó al cuarto de atrás, desde donde bajaron unos pocos escalones de piedra hasta un sótano alumbrado por una única bombilla. En un banco de trabajo, entre zapatos por remendar, había un revólver de cañón corto calibre 38.

—Están acostumbrados a manejar armas, ¿no?

—Sí —respondió Sam por los dos.

Remi era una excelente tiradora y no tenía miedo a manejar armas, pero intentaba evitarlas todo lo posible.

—Bien —respondió Guido—. No hay número de serie en el arma. Imposible rastrearla. Pueden tirarla cuando acaben. —Envolvió el revólver y una caja de cincuenta proyectiles en una toalla y se la dio a Sam—. Un favor, si no le importa.

—Diga —le pidió Sam.

—No maten a nadie.

Sam sonrió.

—Es la última cosa en el mundo que queremos hacer. ¿Cuánto le debemos?

—Nada, por favor. Un amigo de Rube es amigo mío.

—¿Quieres que lo deje? —preguntó Sam.

—No, creo que no. Es mejor estar seguro que lamentarlo.

Dejaron el coche, cogieron las mochilas del maletero y entraron en el cobertizo. Un hombre negro, de sesenta y tantos años, estaba sentado en una tumbona detrás del mostrador, con un puro en la boca.

—Hola —dijo, y se levantó—. Soy Sampson, propietario y hombre para todo. —Hablaba un inglés perfecto con acento de Oxford.

—¿Supongo que no es de por aquí? —comentó Sam después de presentarse.

—Nací en Londres. Vine aquí hace diez años para vivir la buena vida. ¿Van ustedes a Rum Cay?

—Así es.

—¿Negocios o placer?

—Ambos —contestó Remi—. Observaciones de pájaros… fotografías. Ya sabe.

Sam le dio su licencia de piloto y rellenó los formularios. Sampson miró los formularios y asintió.

—¿Pasarán la noche allí?

—Probablemente.

—¿Han reservado un hotel?

Sam sacudió la cabeza.

—No, preferimos el aire libre. Ayer debió recibir unos paquetes: una tienda, agua potable, equipo de acampada… —Guiados por una de sus docenas de listas, Selma había preparado todo lo necesario, desde lo más mínimo hasta los «por si acaso».

—Los recibí. Ya están cargados —dijo Sampson. Cogió una tablilla de la pared, escribió una nota y la volvió a colgar—. Les he dado un Bonanza G36, con combustible y revisado.

—¿Flotadores?

—Tal como pidió. Vaya al hangar y Charlie les mostrará cómo salir.

Se volvieron y, de camino a la puerta, Sampson preguntó:

—¿Qué clase de pájaros les interesa ver?

Ambos se volvieron.

Sam se encogió de hombros y sonrió.

—Los nativos de la isla.