9

Sam utilizó una de las botellas de aire para inspeccionar el fondo debajo del Molch de proa a popa, y tocó con suavidad cada tronco con la punta de su cuchillo rogando para no oír un sonido metálico como respuesta. Tuvieron suerte; solo oyó el suave golpe de la madera podrida.

Dada la apariencia de los troncos que estaban más arriba, muchos de los cuales aún mostraban restos de corteza, Sam sospechó que el Molch había llegado hasta allí recientemente, empujado por la tormenta fuera del canal principal y hasta esa cala. Si era así, los torpedos estarían perdidos en alguna parte del canal principal del Pocomoke, entre allí y la bahía, unas veinte millas al sur.

Una teoría sólida, pero, al fin y al cabo, una teoría, se recordó Sam.

Acabó la exploración del fondo, y luego pasó a la siguiente tarea. Aunque no había visto ningún daño externo en el casco del Molch, eso no significaba que no estuviese inundado, y en ese caso, se les habría acabado la suerte. Pequeño si se lo comparaba con sus hermanos mayores, el Molch no era ninguna pluma, porque pesaba once toneladas. Si a eso añadía el volumen de agua que podía haber en su interior, ese minisubmarino sería como el Titanic para las cuerdas y los cabrestantes que ellos tenían.

Sam se movió desde la popa hacia la proa, y fue golpeando el casco cada pocos centímetros con los nudillos, atento al eco. Sonaba a hueco. Diablos, ¿podrían tener tanta suerte?

Volvió a la superficie y subió a la orilla.

—Buenas y malas noticias —dijo Sam—. ¿Qué quieres primero?

—Las buenas.

—Estoy seguro en un noventa por ciento de que los torpedos no están allí y de que no está inundado.

—¿Y las malas?

—Solo estoy seguro en un noventa por ciento de que los torpedos no están allí.

Remi lo pensó durante un momento y después comentó:

—Bueno, si estás equivocado, al menos nos iremos juntos, y con gran estruendo.

Sam dedicó la hora siguiente a colocar los cabos en el submarino, comprobó y volvió a comprobar la ubicación, los ángulos y los puntos de anclaje a los tres cabrestantes, que habían distribuido en abanico a lo largo de la orilla, cada uno atado a la base de un árbol. Sam había enganchado los otros extremos en la proa del Molch, alrededor de la escotilla de entrada y en el eje de la hélice.

En dos ocasiones, durante los preparativos, oyeron el ruido de un motor, y cada vez se arrastraron por la hierba hasta su punto de observación que daba al río. La primera vez resultaron ser un padre y su hijo que pescaban carpas. La segunda, cinco minutos más tarde, eran Caracortada y su tripulación, que iban río arriba hacia Snow Hill. Como antes, se detuvieron en la entrada de cada cala de la orilla opuesta. Caracortada iba al timón, mientras uno de los otros, arrodillado en la proa, observaba con los prismáticos. Al cabo de diez minutos desaparecieron por un recodo. Sam y Remi esperaron otros cinco minutos para asegurarse de que se habían ido de verdad, y después volvieron al trabajo.

Incluso con el sumergible lleno de aire, moverlo requeriría utilizar la cantidad precisa de fuerza, aplicada de la manera correcta. Sam realizó los cálculos en su libreta, teniendo en cuenta los vectores de fuerza y las variables de flotación, hasta que estuvieron seguros de que lo conseguirían.

—Lo sabremos en cuanto se deslice de los troncos —dijo Sam—. Si se hunde, se acabó. Abrir la escotilla lo inundará. Si flota, la aventura continúa.

Repasaron el plan una vez más y luego ocuparon sus posiciones; Sam en el cabrestante del centro, Remi en el de popa.

—¿Preparada? —preguntó Sam.

—Preparada.

—En cuanto veas que se aparta de los troncos, comienza a mover la palanca.

—Lo haré.

Sam empezó a mover su palanca poco a poco, más o menos cada segundo, oyendo el zumbido del cable por la tensión y el crujir del acero. Treinta segundos y cuarenta movimientos de palanca más tarde oyeron un suave crujido desde el agua y después, como si se moviese en cámara lenta, el periscopio del Molch comenzó a girar hacia ellos.

Se oyó otro sonido apagado, y Sam se imaginó cómo se partían los troncos debajo de la quilla. Sintió un débil temblor bajo sus pies, después el cabo se aflojó.

—Venga, Remi, lo más rápido que puedas.

Juntos comenzaron a mover las palancas. Pasados diez segundos, el cabo de Sam se volvió a tensar. Corrió hacia el cabrestante de proa y movió la palanca hasta que el cabo tembló con la tensión. Sam miró a Remi y vio vibrar el cabo.

—¡Vale, para!

Remi se quedó inmóvil.

—Comienza a caminar hacia atrás, túmbate boca abajo y espera hasta que yo te dé la señal.

Si cualquiera de los cabos se cortaba por la tensión, el trallazo tendría una fuerza letal.

Sam caminó hacia delante, con una mano apenas apoyada en el cabo para notar la tensión. Llegó al borde de la cala y miró hacia abajo.

—Cuánto amo la física —susurró Sam.

El Molch estaba apoyado en la ribera en un ángulo de treinta grados, con el periscopio entre las ramas de los árboles y la escotilla de entrada asomando por encima del agua.

Remi apareció a su lado.

—Hala —susurró.

—«Hala» es muy apropiado.

Añadieron un segundo cabo al que estaba amarrado a la escotilla, y después soltaron poco a poco los cabos de popa y de proa, los recogieron y los volvieron a atar en los troncos más cercanos a la orilla. Sam se apoyó en uno para mantener el equilibrio, y subió con cuidado a la cubierta del Molch. Se oyó un crujido, se movió un poco y se hundió unos centímetros, pero aguantó.

—¿Quieres hacer los honores? —preguntó Sam, y señaló la escotilla.

—Claro.

—Ten.

Sam le arrojó el martillo y ella lo cogió al vuelo, después subió a cubierta y se arrodilló junto a la escotilla. Le dio un buen golpe a cada una de las palancas, dejó el martillo a un lado e intentó moverlas. No se movieron. Repitió el proceso tres veces antes de que las palancas comenzasen a girar con un sonoro chirrido.

Remi respiró hondo, miró a Sam con los ojos muy abiertos y levantó la escotilla. De inmediato, arrugó la nariz y echó la cabeza hacia atrás.

—Dios, es horrible.

—Supongo que eso responde a la pregunta de si el tripulante aún estaba a bordo —dijo Sam.

—Sí, no hay ninguna duda —contestó Remi, que se tapó la nariz y echó un vistazo por la escotilla—. Me mira a los ojos.

El cadáver vestía una gorra de la Kriegsmarine y un mono azul oscuro. La palabra cadáver parecía del todo inadecuada para lo que Sam y Remi estaban mirando.

Atrapado en el interior estanco del Molch durante sesenta y cuatro años, aquel cadáver había sufrido una transformación que Sam solo podía describir como parte líquida y parte momificada.

—Creo que no me equivoco si digo que murió asfixiado —comentó Remi—. Una vez muerto, el cuerpo comenzó a descomponerse, pero sin oxígeno el proceso se detuvo, y lo dejó, digamos, a medio cocer.

—Oh, eso es precioso, cariño. Nunca olvidaré esa imagen.

La posición de los restos, que estaban tumbados en la cubierta al fondo de la escalerilla con un brazo petrificado sobre uno de los peldaños, hablaba de las horas o los minutos finales del tripulante. Atrapado en el interior de aquel oscuro cilindro, consciente de que, con cada respiración, tenía la muerte más cerca, parecía natural que hubiese ido hacia la única salida, quizá con la ilusión de un milagro que en el fondo de su corazón sabía que nunca se produciría.

—Supongo que no te importará quedarte aquí arriba mientras exploro —dijo Sam.

—Adelante.

Sam encendió la linterna, deslizó las piernas por el interior de la escotilla, tanteando hasta que encontró un peldaño, y comenzó a descender.

Unos pocos peldaños antes de llegar abajo, se apartó de la escalerilla, por el lado opuesto del cadáver, y utilizó los brazos para alcanzar la cubierta.

De inmediato, Sam sintió una opresión. No resultaba claustrofóbico, pero sí diferente. No era lo bastante alto para estar de pie, apenas cabía con los brazos extendidos, y el interior parecía una mazmorra. Los mamparos, pintados de gris mate, estaban cubiertos con cables y tuberías, que parecían ir a todas partes y a ninguna a la vez.

—¿Qué aspecto tiene? —preguntó Remi.

—Repugnante es la única palabra para describirlo.

Sam se arrodilló junto al cadáver y comenzó a buscar en los bolsillos. Todos estaban vacíos salvo el del pecho, en cuyo interior encontró una cartera. Se la pasó a Remi, y después fue hacia proa.

Por la poca información que había encontrado sobre el interior del Molch, la sección frontal de la proa contenía la batería principal y detrás, entre un par de tanques de lastre, el asiento del tripulante con unos controles rudimentarios y un hidrófono primitivo para detectar los barcos enemigos.

Debajo del asiento, Sam encontró una pequeña caja de herramientas y una funda de cuero en la que había una pistola Luger y un cargador de recambio. Se los guardó.

Atornillado al mamparo, debajo de cada tanque de lastre, había una taquilla rectangular. En una encontró media docena de botellas de agua, todas vacías, y una docena de latas de comida vacías. En la otra había una bolsa de cuero y un par de diarios encuadernados en cuero negro. Los guardó en la bolsa, y luego echó una última ojeada. Algo llamó su atención: un trozo de tela que asomaba por detrás de la taquilla. Se arrodilló y vio que era un saco de arpillera; en el interior había una caja de madera del tamaño y la forma de un pan. Sujetó el saco debajo del brazo y volvió a la escalerilla, le pasó todos los objetos a Remi y subió. En lo alto, se detuvo y miró al cadáver.

—Nos ocuparemos de que vuelvas a casa, capitán —susurró.

De nuevo en cubierta, Sam sujetó el cabo para que Remi pudiese saltar a la orilla. Cuando separaba los pies, tocó con la punta del zapato el saco de arpillera. Del interior llegó el tintineo sordo del cristal.

Dominados por la curiosidad, ambos se arrodillaron en la cubierta. Remi abrió el saco y cogió la caja, que no tenía ninguna marca. Con mucho cuidado abrió el cierre de latón y levantó la tapa, para dejar a la vista lo que parecía un viejo hule. Remi la apartó.

Durante diez segundos ninguno de los dos habló, con la mirada puesta en el objeto que reflejaba la luz del sol.

—No puede ser, ¿verdad? —murmuró Remi.

Era una botella, una botella de vino de cristal verde.

Sam no respondió, con el dedo índice levantó un extremo fuera de la caja, para ver el fondo.

—Dios bendito… —dijo Remi.

El símbolo grabado en el vidrio les era bien conocido: